Flavius me parece un hombre de lo más honesto.
Lestat de Lioncourt
—Todos tenemos ciertos perjuicios que
nos siguen hasta casa y se quedan a nuestro alrededor, como el único
consuelo ante la soledad. Perjuicios hacia lo común y también lo
desconocido. Estos nos envuelven en miedos y nos provocan ansiedad,
depresión y culpa. Sobre todo culpa. La culpa es la mayor de las
condenas—decía moviéndose por la habitación con una elegancia
simple. No era un movimiento pomposo, sino mesurado. Era como si
disfrutara cada pisada sobre las distintas baldosas de mármol.
Su figura era delgada, de hombros un
poco anchos, y con una melena corta rizada de hebras doradas. Ante mí
tenía una belleza clásica e icónica de la Grecia antigua y la Roma
más primitiva. Me interesaba lo que decía, sobre todo porque él
nunca había estado solo en apariencia. Siempre había tenido a otros
a su alrededor, pero era alguien observador. Y, por supuesto, todos
nos podemos sentir solos en un mar de dudas que es la sociedad.
—Flavius—dije su nombre y él se
giró para verme con una sonrisa amable. Su mirada reparó en mí y
sus manos se extendieron con las palmas abiertas hacia arriba. Me
invitaba a hablar y yo me sentí cohibido durante unos segundos, pero
finalmente hablé—. ¿Te has sentido solo?
—Muchas veces, como todos—indicó—.
A veces piensas distinto a los demás y crees que estás solo, que
nadie te va a entender, pero es fruto de la experiencia y de una
revolución que poco a poco se va dando y perpetuando.
—¿Te sientes solo ahora?—interrumpí
su discurso y él frunció el ceño. Se quedó pensando.
Tenía ante mí a la escultura más
hermosa que alguien puede codiciar y respiraba. No era una escultura
de mármol, sino un hermoso vampiro que había sido conservado en sus
mejores años. Faared le había dado la posibilidad de estar
completo, pues siempre había usado una prótesis al faltarle una de
sus piernas. Sin embargo, una nueva cirugía le había hecho caminar
de nuevo sin ella.
—Dime—susurré invitándole yo esta
vez a conversar.
Bajó sus manos y se acercó a mí.
Entonces me abrazó con firmeza y al apartarse acarició mis cabellos
castaño rojizos. Sonrió con una bondad que sólo había visto en
algunas pinturas en las iglesias y sentí que me estaba respondiendo
sin palabras.
—A veces—su voz sonó suave, al
igual el susurro de una madre cuando te da las buenas noches. Me
estremecí.
—Yo siempre—dije.
Provoqué que me abrazara de nuevo y se
quedase de ese modo durante un rato. Entonces lloré.
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