Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 13 de agosto de 2017

Sex for you

Yo sólo voy a decir que tengo miedo de lo que pueda hacer Armand con todo esto... 

Lestat de Lioncourt 


La última vez que la había visto fue para confrontarnos como siempre. Al parecer, no teníamos remedio. Ella siempre me retaba con su mirada, su forma airada de contestarme cada impertinencia y esa forma de caminar tan firme que tanto me provocaba. Insisto que no soy un bendito y tampoco pretendo serlo, pues sólo intento ser justo aunque en ocasiones peque de ser intransigente y totalitario. Con independencia de haber convertido en una guerra nuestro anterior encuentro, estaba extrañándola. No podía dejar de imaginar todas las calamidades y disquisitudes que había superado hasta convertirse en una mujer mucho más fuerte, firme y entregada.

Aquella noche subí a la torre norte del castillo de Lestat, justo a la sala que acababa de terminar de pintar. Si lo hacía era porque los muebles para la reunión del consejo acababan de ser instalados y quería contemplar como había quedado aquella maravilla. Subí la intrincada escalera de metal que daba acceso a este recóndito lugar del castillo y entretanto subía la presencia que se hallaba arriba, situada en el centro de la sala, la sentía más conocida. Evidentemente había presentido que había alguien arriba, pero el castillo siempre está lleno de jóvenes y milenarios en convivencia plena. No obstante, cuando giré el pomo de la puerta y accedí la vi.

Estaba allí con un encantador vestido entubado negro como si fuese a ir a una cena de gala. El largo llegaba hasta sus rodillas y marcaba perfectamente sus caderas. Poseía un escote en forma de corazón con pequeñas pedrerías que formaban un dibujo similar a constelaciones, aunque sin su precisión. Como siempre lucía joyas. Poseía un magnífico collar de perlas doble que quedaba embriagado por su perfume francés. Los tacones que realzaban sus piernas eran de aguja y hacían un sonido muy característico al andar. En sus manos había un bonito abanico de nácar con elegantes flores silvestres en un fondo blanco en aquella tela, además parecían estar pintadas a mano. Por supuesto, no podía faltar las perlas desperdigadas en su recogido y los pendientes a juego.

—Increíble—murmuré—. Has venido sin que yo lo supiese, ¿lo sabe Lestat?

—Por supuesto—respondió moviendo sus labios pintados de un rojo carmín que le daba una expresión soberbia y decidida.

—Será mejor que me marche—dije—. Vendré en otro momento más adecuado para admirar los muebles.

—Tonterías—respondió acercándose a mí de una forma que me resultó muy erótica—. Vistes una túnica como en los viejos tiempos y del mismo tono que mi labial—. Se había percatado de ese detalle, pero era algo usual en mí. Detestaba las prendas que la sociedad ahora imponía, pues los pantalones para mí eran prendas bárbaras—. No te has cortado el cabello y lo llevas suelto, así como rizado a partir de la mitad de tu prodigiosa melena dorada. Ni siquiera recordaba ese detalle y ahora no puedo dejar de hacerlo—dijo colocando sus manos, pequeñas y delicadas, sobre mi pecho—. Desde que él murió estoy muy sola.

—¿Tu compañero?—pregunté con el ceño algo fruncido.

—Ahora Fareed ha logrado que podamos tener sexo y yo estoy sola.

—Prueba con humanos—respondí colocando mis manos sobre las suyas con afán de separarla de mí, pero no pude. Sus hermosos ojos claros se fundían con los míos.

—Quiero que tú seas el primero. Deseo que vuelvas a ser quien me haga gemir como ningún otro hombre—dijo con el rostro a pocos centímetros del mío, pues los tacones eran bastante altos y la elevaban unos quince centímetros, y, además, yo me había inclinado inconscientemente.

Como un idiota besé sus labios probando su labial, hundiendo mi lengua y paseando esta por toda la cavidad de su boca apreciando la suya, luchando con esta y ofreciéndole mi saliva entrenando sus manos se giraban y llevaban las mías a sus caderas. Por supuesto las deslicé y apreté sus glúteos hundiendo sobre la tela el dedo corazón en la pequeña abertura entre estos. Ella separó su boca y me miró como una pequeña fiera.

—Llévame a tu cripta, maestro—susurró.

No dudé. Tomé su cuerpo entre mis brazos y bajé raudo por la escalera, la cual pareció quejarse por los golpes de mis sandalias, y después crucé un enorme pasillo donde afortunadamente no había nadie. Luego descendí hasta la zona de las criptas y pude sentir a uno de nosotros en la suya, el cual era Fareed trabajando en su ordenador, pero nada más.

Al llegar a la mía la hice pasar. El fresco cargado de ángeles y guiños a aquella época que ambos vivimos era sobrecogedor. Ella descendió de mis brazos, caminó unos pasos y se giró frente a la cama con dosel cubierta de satén rojo. Yo poseía cama, pero también ataúd. Había pedido a Lestat ambos tipos de descanso, pues disfrutaba del lujo de la cama aunque sólo fuera para recostarme en ella a leer algunos libros. A un lado había un pequeño despacho con una mesa, una silla y diversos libros desperdigados; también había un arcón, un pequeño armario oculto y una silla extra donde dejaba mis prendas perfectamente colocadas.

Su pecho se movía debido a la respiración entrecortada por la excitación, sobre todo cuando me vio cerrar la puerta con seguro y acercarme a ella. Ahora era ella la presa y yo era un cazador muy impaciente.

Coloqué mis manos sobre su escote de pedrerías y lo bajé sacando sus generosos pechos. Hundí mi rostro en ellos sintiendo su calidez rozar mis mejillas y lamí el espacio que se formaba entre ellos, después lamí la aureola de su pezón derecho y lo mordí sin llegar a perforar. Ella gimió.

Pronto mis manos rasgaron su vestido e hice jirones con él, así como con su erótica y minúscula ropa interior. Todo aquello lo hice mordiendo, lamiendo, succionando y besando sus senos. Sus ojos centelleaban por la lujuria y desbordaban un deseo que bien recordaba de nuestras noches en Venecia cuando ella era una mujer mortal, la concubina más deseada, y pocos hombres eran capaces de hacerla gemir de ese modo.

Me aparté para quitar mi túnica y demostré que ya estaba algo endurecido. Ella miró mi hombría y rápidamente se agachó para besar mis testículos, lamer desde la base a la punta y comenzar a jugar con la pequeña membrana que aún recubría mi glande. Sonrió, escupió en la punta justo en el centro donde se halla el meato, y comenzó a succionar deslizando su lengua, retirando el pellejo hacia atrás y jugando con sus manos sobre mis testículos y muslos. La derecha jugueteaba con estos y la izquierda arañaba mis ingles y vientre. Yo la contemplaba extasiado y ayudaba sus succiones hundiendo bien su cabeza contra mi sexo, así como también movía rápido mis caderas. Finalmente ella retiró su boca y usó sus pechos apretando mi miembro entre estos, pero no se detuvo ahí sino que se fue hacia la cama y se abrió para mí.

Observé sus glúteos y escuché sus tacones golpear el suelo, entonces yo me saqué las sandalias y dejé que mis pisadas no se escucharan al seguirla. Cuando estuvo recostada besé su ombligo, lamí su vientre y abrí sus labios vaginales para comenzar a besar su clítoris, lamer este y comenzar con movimientos circulares para luego succionar suavemente. Por último lamí su orificio, hundí mi lengua y pasé mis manos por sus muslos acariciándolos. De vez en vez sacaba la lengua y mordisqueaba alguno de sus labios mientras la miraba. Ella no dejaba de gemir, jadear y alentarme. Sobre todo cuando decidí meter dos de mis dedos en su interior, moviéndolos lentamente y abriéndolos como una “V”; mientras hacía eso, mi boca no dejaba en paz sus otras zonas y sus piernas cada vez temblaba más con las contracciones bruscas e involuntarias que sacudían toda su figura. Su respiración aún era más entrecortada y sus pechos tenían un delicioso vaivén.

Ambos estábamos perlados de sudor sanguinolento, el cual se veía como diminutas gemas de color rosáceo. Mis ojos se fundieron en los suyos al incorporarme y ella sabía que estaba listo para entrar, abriéndome paso en su interior de una sola penetrada. Ella gritó entre complacida y adolorida, para luego ofrecerme gemidos largos y angustiosos.

Decidí privarla de respiración y aumentar el placer usando una técnica que pocos saben usar en la realidad. Coloqué mi mano derecha sobre su delicado cuello y apreté su garganta aplastando su tráquea. Ella abrió la boca intentando encontrar aire, pero no lo halló. Sus ojos también se abrieron por la sorpresa, pero sus manos no me detuvieron. Ella se aferró a mis costados, encajando sus uñas como garras, y apretó bien mi cuerpo contra el suyo al rodear firmemente con sus piernas. Su vagina era estrecha y parecía la de una muchachita virgen, aquello me enloqueció.

En ese momento era un guerrero sin armas, sin ejército y sin honor. Ella me había derrotado. Olvidé por completo el motivo principal por el cual había ido al castillo y era porque quería reunirme con Armand. Me estaba comportando de nuevo como el hombre promiscuo y estúpido que siempre he sido. Admito mi error, pero disfruté demasiado de ese momento. Sobre todo cuando solté su cuello y ella acabó llegando al orgasmo tras unas cuantas arremetidas certeras, profundas y rápidas. Yo sentí fuego dentro de mi alma y este hizo que me convirtiera en un volcán llenando sus entrañas.


Recuerdo haber caído desplomado sobre ella, como si fuese una pesada losa sobre una tumba, y ella decidió pasar sus manos por mi espalda haciéndome sentir lo filosas que eran sus uñas. Mis ojos se cerraron al igual que los ojos de un niño recién traído a este mundo miserable. Busqué su cuello y lo besé, mordí el lóbulo de su oreja derecha y susurré en italiano que era demasiado hermosa, seductora y poderosa como para estar sola. Me había rendido ante sus pies otra vez, o más bien ante sus tacones, logrando que mi cabeza se perdiera por completo en un abismo lleno de ingratitud hacia mi adorado y eterno Amadeo. Sin duda era igual que en aquellos tiempos donde lo hacía salir con alguna excusa y la visitaba, la llevaba a algún rincón recóndito de la propiedad y la hacía gemir con mis dedos.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt