Desperté en mitad de la penumbra. La
única claridad que se colaba entre la profunda oscuridad era la de
una ventana que daba a un enorme jardín, el cual parecía no tener
principio ni fin. Fuera diluviaba. El sonido de los rayos golpeaba
fuerte mis tímpanos como el tañido de las campanas de la vieja
catedral del pueblo.
Desconocía dónde estaba, por qué me
hallaba allí y si tenía algo que ver con el profundo dolor que
sentía en cada milímetro de mi cuerpo. Intenté incorporarme, pero
no podía moverme. No sentía atadura alguna, por lo tanto era más
bien pesadez y rigidez de toda mi figura. Tenía el cabello
enmarañado, pegado a la frente y también al cuello, y sentía los
labios calientes. ¿Estaba febril? Eso pensé de inmediato. Me
costaba respirar y concentrarme en mis pensamientos.
La lluvia me relajaba demasiado a pesar
de los relámpagos que parecen alterar siempre a la mayoría. Quise
hablar, pronunciar aunque fuese mi nombre, pero la lengua parecía
querer permanecer en total quietud.
Apenas podía ver algo más que la
ventana. Tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia ella. El resto
de la habitación la desconocía, pero olía a jazmines y dondiego.
Era un aroma muy potente y adictivo que se pegaba a mis pulmones.
También olía a menta y sutilmente a canela, pero no tenía total
seguridad, así como a tierra mojada.
Carecía de frío, pero tampoco me
encontraba con calor. Me encontraba en un estado agradable, el
idílico para dormir. Alguien quería que estuviese en aquella
duermevela continua como si me hubiese convertido, por arte de
hechicería, en Aurora.
Un ligero sentimiento de angustia
hormigueaba en mi alma desde la punta de los pies hasta la punta
final de mis cabellos. Quería gritar. Necesitaba gritar. Ansiaba
hacerlo a pleno pulmón como los niños cuando salen a jugar en mitad
de un día de nieve en invierno.
Escuché pasos sobre una madera que
crujía, así que presupuse que el suelo era de madera. Las paredes
no lo parecían, aunque mi mente estaba confusa. Tal como he dicho
antes ni siquiera podía moverme como para indagar o enfocar mejor mi
mirada averiguando realmente cómo era el lugar donde permanecía.
También era capaz de escuchar el tic-tac del reloj de mi muñeca.
La lluvia no amainaba.
Intenté pensar qué había hecho horas
atrás, pero no tenía recuerdos. De hecho, carecía de la certeza de
haber hecho algo o estado en otro lugar. Caí en la cuenta que por
más que quería hablar y decir mi nombre no lo recordaba. No
recordaba nada. Mi mente era un papel en blanco.
Me llené de un profundo dolor, un
desapego y desasosiego con el entorno en el que me hallaba tan
terrible que sentía que me desquebrajaba y cada pedacito, por
pequeño o grande que fuese, se moría de inmediato. Estaba muriendo
a pedazos.
Entonces algo sucedió. Mi vista se fue
y el sueño pareció golpearme con fuerza como un enorme puñetazo.
Después nada más. Ni siquiera un sonido que pudiese perturbarme. Y
así he permanecido hasta el día de hoy. No sé qué fecha es, ni
cuánto tiempo llevo aquí, tampoco sé quién soy y ni mucho menos
la edad que tengo. La casa parece más vieja, la lluvia ya no está y
luce un sol demasiado caliente. La habitación se cae a pedazos, al
menos veo demasiadas humedales alrededor del marco de la ventana.
Sigo en la misma posición.
Mi pregunta de hoy es ¿nadie me echa
en falta? ¿Nadie me ha querido? ¿Nunca he sido algo más que un
hilo de pensamientos frente a la ventana de un jardín? ¿Por qué
recuerdo qué es el tañido de una campana si desde que estoy aquí
no he escuchado una? ¿Es mi alma más vieja que este cuerpo inútil?
¿De quiénes eran esos pasos? ¿Y por qué ya no escucho el tic-tac
de mi reloj? ¿Yo he tenido realmente un reloj o era el bombeo de mi
corazón que se apagaba?
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