Al regresar a la realidad y contemplarlo ya dormido me impacienté, no recordaba bien aquella escena y necesitaba saber que demonios había sucedido antes de estar sobre aquel rocín cabalgando entre la espesura de la noche. Su respiración era agitada aunque ya había dejado de sangrar, decidí dejarle una nota y caminar por la inmunda sociedad para comprar algo para que comiera. Tomé mis ropas, mi cartera y un bloc de notas. Una ventisca gélida azotó mis cabellos al igual que mi rostro, busqué entre los bolsillos del abrigo un gorro de lana y me lo puse. Sentí como mis alas inexistentes se habrían a cada paso que daba, alas de un ángel del infierno. Los edificios desgastados por el paso del tiempo, la lluvia empapando todo y los transeúntes correteando hacia un refugio. Caminé durante algún tiempo, aún no sé cuanto, hasta llegar a las puertas de la catedral. Subí por las escaleras de piedra contemplando su majestuosidad, su mezcla de mezquita árabe junto con la reforma cristiana, fueron sus ventanas ojos de un testigo mudo de guerras y mentiras. Estaba abierta y decidí entrar. Me impactó el sobrecogimiento que albergaba, el silencio junto con el tintineo de la lluvia en el exterior. Los cirios mecían sus débiles llamas en el aire, parecían separadas de la cera que consumían. Paseé entre los bancos de madera, mis ropas empapadas dejaban caer un surco de gotas de agua, entonces tuve una visión espantosa de bebés emparedados entre los muros de aquel recinto junto con musulmanes aniquilados y varias personas vestida de época dando alarido. En ese instante rectifiqué pues no era un lugar de paz sino era un lar de llantos e infortunio. Di un par de pasos hacia tras mirando fijamente aquel cristo que parecía tener vida en sus ojos, lamentaciones quizás de una religión a la deriva que se auto aniquilaba con sus necedades y orgullo. Pensé que debía ir al cementerio, fuera como fuese, era importante. Salí haciendo resonar mis pasos por aquel santo lugar en dirección a otro. La tormenta había cesado, el cielo daba un respiro, pero el frío seguía calándose en mis huesos y piel. Busqué un taxi por toda la ciudad y encontré uno cercano al hotel, pedí que me llevara lo más rápido posible al campo santo y que le pagaría bastante bien en propina si lo hacía. Puso el motor en marcha y en menos de veinte minutos ya estábamos frente a la cerca de aquel lugar, mi destino. Le di como treinta euros en propina, aunque el dinero se había devaluado bastante en estos años eso seguía siendo más que calderilla, junto con la carrera.
Me encontraba allí plantado como un árbol regio frente a un aguacero, las nubes comenzaron de nuevo a descargar, entré sin miramientos hacia los callejones llenos de barro y tumbas olvidadas, hasta las profanadas. Noté mil miradas curiosas, expectantes, en silencio y buscando en mi un motivo para ahuyentarse. Los ángeles parecían susurrar en el viento, en realidad eran los presentes, las miradas y las alas ennegrecidas por el paso del tiempo junto con sus rasgos de dócil dolor desamparado. Las cruces enclavadas en losas de puro mármol con nombres enmarcados en recuerdos olvidados. La hojarasca recorriendo el gélido ambiente junto el chapoteo de mis pies en el barro formaban la banda sonora. Me senté en uno de los pequeños bordillos de aquellos altos edificios, los cubículos estaban llenos de flores marchitas y otras de papel algo apulgaradas. En el centro de aquel panteón, de un batallón de cuerpos en descomposición, había dos huecos que eran las del Águila y su camarada mientras que más hacia el suelo estaba la de Ángel González. Estos estaban en otras tumbas pero fueron realojados para luego ser profanados. Los cuerpos aún no se habían localizado y pensaba ya de todo, la verdad, ya nadie tenía respeto a los huesos de los muertos.
Saqué mi libreta y apoyé mi espalda en una de las lápidas para describir el lugar junto a los sentimientos que emanaban en mi interior; necesitaba convocar a mi cerebro y mis manos para que mis alas siguieran posadas en su lugar, alas de libertad y también inexistentes. Por unos segundos contemplé la imagen de Alexander, me cuestioné sobre si las marcas tenían algo que ver con las de aquella visión. Me alcé arrastrándome hacia la salida, ya había dejado demasiado tiempo a mi compañero a solas cuando vi en la lejanía un muchacho deambulando por el lugar.
Era de construcción débil, cara aniñada, mirada profunda, cabellos sueltos y arrogancia en sus gestos junto con un halo de amargura bastante marcado. Sin duda era aquel extraño ave, el águila, que se posó una vez entre los papeles olvidados de las bibliotecas adentrándose en mundos que no era capaz por si solo de comprender. Venía solo y se posó a un palmo de mi rostro, pude contemplarlo como si fuera un personaje extraño de un cuadro eternamente deprimente, no por calidad sino por los sentimientos reflejados. El odio esculpía sus labios. Las nubes comenzaron emitir su cántico de sollozos y quejas, el mundo se volvió esclavo de un cielo irascible y poco predecible. Parecía un ángel, aunque era tan sólo un alma errante. Sonrió levemente apoyando una de sus manos de mármol sobre mi hombro izquierdo. Sentí la frialdad de su piel, de unos matices semitransparentes.
-Estáis cerca de resolverlo, ánimo. Sois la única solución, la esperanza. Encuentra nuestros cuerpos, por favor. Pensamos que era un traslado, cualquier otro motivo. No pensamos aquello hasta que vimos las consecuencias. Ahora no podemos hacer nada, en estos casos tan sólo pueden actuar los vivos. Que el miedo no os congele, que la soledad no merme vuestra valentía, que la ira no os domine…la solución y la sinrazón están unidas, tanto como el egoísmo y el ser humano o las mentiras y la iglesia católica.- Comentó en tono quedo, no podía despegar mis pupilas de sus labios. Apartó sus garras de mi abrigo, la lluvia no cesaba y él parecía una estatua más en aquel mundo de sueños diluidos. Entrecerré los ojos, algo me hizo perder la visión y cuando pude darme cuenta él ya no estaba. Recordé sus palabras, su aliento, parecía un hombre distinto al que había conocido tiempo atrás, mejor dicho al espectro que había conocido. Quizás en medio de la muerte, del día a día ante un mundo al que no perteneces, te hace recapacitar y pensar firmemente si en realidad hiciste lo que debías o tan sólo te guiaste por lo que creías que debías hacer.
Decidí seguir mi ruta, las lápidas marcaban fechas en las que las parcas destruyeron almas. A veces la vida es injusta pues hace un pequeño obsequio a cada persona, cada cual tiene los días contados metódicamente para cumplir su cometido y cuando el tiempo finaliza se viste de negro con una hoz para aniquilar los sueños que aún tengas en mente deseando cumplirlos. La vida y la muerte son lo mismo, con distinto nombre, igual de injustas y crueles, aunque ellas regalan un tiempo de emociones sean cuales sean. Por ello cada minuto es único, es un narrador elocuente y a la vez un guerrero dispuesto a morir en la batalla que jamás vence. Yo siempre solía pasarlos bajo la luz del flexo, acomodado en una silla de ordenador, pegado a la pantalla en total complicidad con la taza de café y el cigarrillo; así era en los últimos instantes de mi viejo yo, o de mi último yo. En esos momentos eché en falta la ropa informal, las zapatillas, el mechero, los volúmenes de viejas leyendas a un lado y el calor del radiador; pero estaba allí, empapado, contemplando a la nada y evocando significados oportunos sobre la vida. Una tibia sonrisa se marcó en mi rostro terminando en una leve carcajada, no podía dejar de ser un filósofo neonato cuando me llegaban emociones profundas reflejadas en otras miradas. Volví a mi realidad y mantuve la compostura, el chapoteo de mis pies por aquel lugar era algo que me acompañaba hasta la salida y hacia la habitación.
Al llegar a la salida pedí el número de los taxis, busqué una hoja de la libreta y anoté para luego indagar donde se encontraría mi móvil. Siempre llevaba conmigo el móvil aunque no lo usaba para nada, una libreta de contactos casi vacía y un gasto mínimo en la cuenta del banco; aunque jamás he dicho que no fuera útil, en aquellos momentos lo fue y mucho, pero los odiaba y aún los odio. Era un modelo algo anticuado, negro, de pequeño tamaño, con un fondo de pantalla en negro y letras color sangre; me gustaba tenerlo de aquella forma, era mi alma enlazada con mi sangre, era simbólico. Marqué las cifras con lentitud, aún soy incapaz de tener destreza en ese sentido. En pocos minutos había una unidad de transporte frente a aquella chirriosa cancela, me despegué de aquel techo donde me vigilaban como a un loco. Sobre aquel techo yacían gárgolas escudriñando cada zona de aquel santo lugar, hasta entonces no había deparado en ellas. Monté en aquel automóvil y pedí que me llevara a la calle de aquel motel, sin antes preguntar si había alguna tienda de comestibles cercano a él.
Tras pagar al chofer, caminar durante unos minutos y comprar algunos alimentos me dirigí a la habitación. Al abrir la puerta me encaminé hacia el cuarto y allí no había nadie, sus ropas estaban recogidas, no sus pertenencias. Todo estaba regado por el suelo, el armario abierto, algunos folios arrugados por el suelo junto a un bolígrafo. dejé la compra a un lado sin dejar de mirar todo aquel desorden. Tomé algunos del suelo, los alisé y contemplé garabatos que eran ilegibles hasta llegar a uno que parecía albergar una poesía. Comencé a leer sin dilación y algo se apoderó de mí, un resentimiento y un dolor que afligieron mi pecho. Mis labios susurraron en voz alta cada párrafo, cada verso, completo hasta su último punto y final.
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Tras esto quedé en silencio, recordé los pergaminos de aquel joven esquizofrénico que a penas sabía del mundo exterior. Se paralizó mi sangre por un segundo, tenía que encontrarlo fuera como fuera. No debía de andar demasiado lejos, lo presentía. Doblé el papel y lo introduje en mi bolsillo, como si fuera un preciado tesoro. Me encaminé hacia la puerta y allí estaba empapado, como si la nada le hubiera colocado justo en mi camino igual que aquel día. Se aferró a mí, tan sólo llevaba puesto una camisa y unos pantalones, iba descalzo, cuando la temperatura de allí fuera congelaba a cualquier ser viviente. Estaba helado, era un trozo de hielo. Cerré la puerta mientras lo introducía en nuestra guarida, subí el termostato a la máxima temperatura y lo desnudé. Corrí a buscar una toalla, debía darle calor y secarlo, sobre el toallero encontré la suya y empecé a frotarlo. Sus labios se posaron en los míos y se fundieron. Tiritaba, castañeaban sus dientes y su lengua era un reptil que se apoderaba de mi boca. Lo aparté como pude aferrándome a la vez a su cuerpo en un abrazo, tras esto lo arrastré hasta el dormitorio por la pequeña salita. Contemplé su cuerpo de carne trémula sobre el lecho, parecía un ángel desposeído de sus alas y expulsado del reino de los cielos. Me despojé de mis ropas, empapadas como las de él, y sentí mi cuerpo febril cayendo sobre el suyo. Besé su torso, lamí su cuello y tomé su boca mientras sus piernas se enroscaban en mi cintura. Noté como su miembro palpitaba, su mirada era fuego y mi frente ardía. Terminé en su entrepierna casi sin vello, como la de un niño, y me la llevé a los labios. En aquellos instantes no pensaba en nada, tan sólo quizás en satisfacer su quebradiza alma. Sentía un poderoso sentimiento hacia él, una unión inquebrantable y deseaba consolarle. Entré en sus nalgas con mi lengua y terminé entrando con mi miembro, sus gritos desgarraron el ambiente mientras sus manos se aferraban a mis brazos. Jamás lo había hecho con un hombre, mejor dicho, jamás lo había hecho sin dar algo a cambio. Terminé cayendo sobre la cama, como si de un pedestal sin buena cimentación se tratara, alejándome de su cuerpo, ambos habíamos entrado en calor y yo estaba febril. Noté sus caricias sobre mi torso, sus besos en mi cuello y como quedó extasiado sobre mí; yo ni siquiera pensé en mirarlo, estaba demasiado confundido.
Pasaron por mi mente millones de palabras, pensamientos y sentimientos que me condujeron a un extraño trance. Una tos seca se apoderó de mi garganta, estaba enfermando por los días de lluvia y frío. Él no paraba de atosigarme, de preocuparse, y aquello me inquietaba. Me incorporé como pude tambaleándome hacia el cuarto de baño, mi cabeza daba vueltas y él insistía en acompañarme. Cuando abrí la puerta de aquel pequeño recinto de azulejos y cortinas pasadas de moda caí al suelo. No sé cuantos días pasaron, solo sé que desperté en la habitación arropado y bajo sus cuidados. Sus ojos estaban irritados, su boca balbuceaba y sus manos no paraban de apartar los cabellos de mi frente.
Me encontraba allí plantado como un árbol regio frente a un aguacero, las nubes comenzaron de nuevo a descargar, entré sin miramientos hacia los callejones llenos de barro y tumbas olvidadas, hasta las profanadas. Noté mil miradas curiosas, expectantes, en silencio y buscando en mi un motivo para ahuyentarse. Los ángeles parecían susurrar en el viento, en realidad eran los presentes, las miradas y las alas ennegrecidas por el paso del tiempo junto con sus rasgos de dócil dolor desamparado. Las cruces enclavadas en losas de puro mármol con nombres enmarcados en recuerdos olvidados. La hojarasca recorriendo el gélido ambiente junto el chapoteo de mis pies en el barro formaban la banda sonora. Me senté en uno de los pequeños bordillos de aquellos altos edificios, los cubículos estaban llenos de flores marchitas y otras de papel algo apulgaradas. En el centro de aquel panteón, de un batallón de cuerpos en descomposición, había dos huecos que eran las del Águila y su camarada mientras que más hacia el suelo estaba la de Ángel González. Estos estaban en otras tumbas pero fueron realojados para luego ser profanados. Los cuerpos aún no se habían localizado y pensaba ya de todo, la verdad, ya nadie tenía respeto a los huesos de los muertos.
Saqué mi libreta y apoyé mi espalda en una de las lápidas para describir el lugar junto a los sentimientos que emanaban en mi interior; necesitaba convocar a mi cerebro y mis manos para que mis alas siguieran posadas en su lugar, alas de libertad y también inexistentes. Por unos segundos contemplé la imagen de Alexander, me cuestioné sobre si las marcas tenían algo que ver con las de aquella visión. Me alcé arrastrándome hacia la salida, ya había dejado demasiado tiempo a mi compañero a solas cuando vi en la lejanía un muchacho deambulando por el lugar.
Era de construcción débil, cara aniñada, mirada profunda, cabellos sueltos y arrogancia en sus gestos junto con un halo de amargura bastante marcado. Sin duda era aquel extraño ave, el águila, que se posó una vez entre los papeles olvidados de las bibliotecas adentrándose en mundos que no era capaz por si solo de comprender. Venía solo y se posó a un palmo de mi rostro, pude contemplarlo como si fuera un personaje extraño de un cuadro eternamente deprimente, no por calidad sino por los sentimientos reflejados. El odio esculpía sus labios. Las nubes comenzaron emitir su cántico de sollozos y quejas, el mundo se volvió esclavo de un cielo irascible y poco predecible. Parecía un ángel, aunque era tan sólo un alma errante. Sonrió levemente apoyando una de sus manos de mármol sobre mi hombro izquierdo. Sentí la frialdad de su piel, de unos matices semitransparentes.
-Estáis cerca de resolverlo, ánimo. Sois la única solución, la esperanza. Encuentra nuestros cuerpos, por favor. Pensamos que era un traslado, cualquier otro motivo. No pensamos aquello hasta que vimos las consecuencias. Ahora no podemos hacer nada, en estos casos tan sólo pueden actuar los vivos. Que el miedo no os congele, que la soledad no merme vuestra valentía, que la ira no os domine…la solución y la sinrazón están unidas, tanto como el egoísmo y el ser humano o las mentiras y la iglesia católica.- Comentó en tono quedo, no podía despegar mis pupilas de sus labios. Apartó sus garras de mi abrigo, la lluvia no cesaba y él parecía una estatua más en aquel mundo de sueños diluidos. Entrecerré los ojos, algo me hizo perder la visión y cuando pude darme cuenta él ya no estaba. Recordé sus palabras, su aliento, parecía un hombre distinto al que había conocido tiempo atrás, mejor dicho al espectro que había conocido. Quizás en medio de la muerte, del día a día ante un mundo al que no perteneces, te hace recapacitar y pensar firmemente si en realidad hiciste lo que debías o tan sólo te guiaste por lo que creías que debías hacer.
Decidí seguir mi ruta, las lápidas marcaban fechas en las que las parcas destruyeron almas. A veces la vida es injusta pues hace un pequeño obsequio a cada persona, cada cual tiene los días contados metódicamente para cumplir su cometido y cuando el tiempo finaliza se viste de negro con una hoz para aniquilar los sueños que aún tengas en mente deseando cumplirlos. La vida y la muerte son lo mismo, con distinto nombre, igual de injustas y crueles, aunque ellas regalan un tiempo de emociones sean cuales sean. Por ello cada minuto es único, es un narrador elocuente y a la vez un guerrero dispuesto a morir en la batalla que jamás vence. Yo siempre solía pasarlos bajo la luz del flexo, acomodado en una silla de ordenador, pegado a la pantalla en total complicidad con la taza de café y el cigarrillo; así era en los últimos instantes de mi viejo yo, o de mi último yo. En esos momentos eché en falta la ropa informal, las zapatillas, el mechero, los volúmenes de viejas leyendas a un lado y el calor del radiador; pero estaba allí, empapado, contemplando a la nada y evocando significados oportunos sobre la vida. Una tibia sonrisa se marcó en mi rostro terminando en una leve carcajada, no podía dejar de ser un filósofo neonato cuando me llegaban emociones profundas reflejadas en otras miradas. Volví a mi realidad y mantuve la compostura, el chapoteo de mis pies por aquel lugar era algo que me acompañaba hasta la salida y hacia la habitación.
Al llegar a la salida pedí el número de los taxis, busqué una hoja de la libreta y anoté para luego indagar donde se encontraría mi móvil. Siempre llevaba conmigo el móvil aunque no lo usaba para nada, una libreta de contactos casi vacía y un gasto mínimo en la cuenta del banco; aunque jamás he dicho que no fuera útil, en aquellos momentos lo fue y mucho, pero los odiaba y aún los odio. Era un modelo algo anticuado, negro, de pequeño tamaño, con un fondo de pantalla en negro y letras color sangre; me gustaba tenerlo de aquella forma, era mi alma enlazada con mi sangre, era simbólico. Marqué las cifras con lentitud, aún soy incapaz de tener destreza en ese sentido. En pocos minutos había una unidad de transporte frente a aquella chirriosa cancela, me despegué de aquel techo donde me vigilaban como a un loco. Sobre aquel techo yacían gárgolas escudriñando cada zona de aquel santo lugar, hasta entonces no había deparado en ellas. Monté en aquel automóvil y pedí que me llevara a la calle de aquel motel, sin antes preguntar si había alguna tienda de comestibles cercano a él.
Tras pagar al chofer, caminar durante unos minutos y comprar algunos alimentos me dirigí a la habitación. Al abrir la puerta me encaminé hacia el cuarto y allí no había nadie, sus ropas estaban recogidas, no sus pertenencias. Todo estaba regado por el suelo, el armario abierto, algunos folios arrugados por el suelo junto a un bolígrafo. dejé la compra a un lado sin dejar de mirar todo aquel desorden. Tomé algunos del suelo, los alisé y contemplé garabatos que eran ilegibles hasta llegar a uno que parecía albergar una poesía. Comencé a leer sin dilación y algo se apoderó de mí, un resentimiento y un dolor que afligieron mi pecho. Mis labios susurraron en voz alta cada párrafo, cada verso, completo hasta su último punto y final.
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Tras esto quedé en silencio, recordé los pergaminos de aquel joven esquizofrénico que a penas sabía del mundo exterior. Se paralizó mi sangre por un segundo, tenía que encontrarlo fuera como fuera. No debía de andar demasiado lejos, lo presentía. Doblé el papel y lo introduje en mi bolsillo, como si fuera un preciado tesoro. Me encaminé hacia la puerta y allí estaba empapado, como si la nada le hubiera colocado justo en mi camino igual que aquel día. Se aferró a mí, tan sólo llevaba puesto una camisa y unos pantalones, iba descalzo, cuando la temperatura de allí fuera congelaba a cualquier ser viviente. Estaba helado, era un trozo de hielo. Cerré la puerta mientras lo introducía en nuestra guarida, subí el termostato a la máxima temperatura y lo desnudé. Corrí a buscar una toalla, debía darle calor y secarlo, sobre el toallero encontré la suya y empecé a frotarlo. Sus labios se posaron en los míos y se fundieron. Tiritaba, castañeaban sus dientes y su lengua era un reptil que se apoderaba de mi boca. Lo aparté como pude aferrándome a la vez a su cuerpo en un abrazo, tras esto lo arrastré hasta el dormitorio por la pequeña salita. Contemplé su cuerpo de carne trémula sobre el lecho, parecía un ángel desposeído de sus alas y expulsado del reino de los cielos. Me despojé de mis ropas, empapadas como las de él, y sentí mi cuerpo febril cayendo sobre el suyo. Besé su torso, lamí su cuello y tomé su boca mientras sus piernas se enroscaban en mi cintura. Noté como su miembro palpitaba, su mirada era fuego y mi frente ardía. Terminé en su entrepierna casi sin vello, como la de un niño, y me la llevé a los labios. En aquellos instantes no pensaba en nada, tan sólo quizás en satisfacer su quebradiza alma. Sentía un poderoso sentimiento hacia él, una unión inquebrantable y deseaba consolarle. Entré en sus nalgas con mi lengua y terminé entrando con mi miembro, sus gritos desgarraron el ambiente mientras sus manos se aferraban a mis brazos. Jamás lo había hecho con un hombre, mejor dicho, jamás lo había hecho sin dar algo a cambio. Terminé cayendo sobre la cama, como si de un pedestal sin buena cimentación se tratara, alejándome de su cuerpo, ambos habíamos entrado en calor y yo estaba febril. Noté sus caricias sobre mi torso, sus besos en mi cuello y como quedó extasiado sobre mí; yo ni siquiera pensé en mirarlo, estaba demasiado confundido.
Pasaron por mi mente millones de palabras, pensamientos y sentimientos que me condujeron a un extraño trance. Una tos seca se apoderó de mi garganta, estaba enfermando por los días de lluvia y frío. Él no paraba de atosigarme, de preocuparse, y aquello me inquietaba. Me incorporé como pude tambaleándome hacia el cuarto de baño, mi cabeza daba vueltas y él insistía en acompañarme. Cuando abrí la puerta de aquel pequeño recinto de azulejos y cortinas pasadas de moda caí al suelo. No sé cuantos días pasaron, solo sé que desperté en la habitación arropado y bajo sus cuidados. Sus ojos estaban irritados, su boca balbuceaba y sus manos no paraban de apartar los cabellos de mi frente.
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