Capítulo segundo
I. Deambular por el mundo.
Como bien dije durante décadas esperé que el regresara. En primavera tomaba flores silvestres y decoraba toda la casa con ellas, en invierno colgaba cuadros florales por toda la mansión. Escribía poemas y me dedicaba a ver como las horas pasaban. Solía cazar a primera hora y regresar velozmente, también engalanarme como si fuera a una gran sala de fiestas. Lentamente con el paso de los años mi esperanza de que él volviera fueron haciéndose trizas. Una noche me cansé de ser la Penélope del cuento. Tomé algunos bártulos y busqué a alguien en el pueblo que me vendiera un carruaje con varios equinos. Subí varias maletas con trajes pasados de moda, dinero en abundancia que me dio para mi partida y varios cuadros que me recordaban a él. Cerré con candados y tablas la casa dejando en su interior una nota, que quizás hoy en día sigue allí apolilladas y clavada sobre el escritorio. No me llevé el ataúd porque me ocultaría en el de otros. Hacía descansos en pueblos dejando a buen recaudo mi coche, corría al cementerio y me ocultaba en criptas e incluso bajo la propia tierra.
Cuando quise darme cuenta había llegado al sur de Europa. Me encontraba en Francia, tan llena de desgracias como cualquier otro pueblo o región. No es el país glamuroso aunque sí se había fraguado ya el poderío de Napoleón. En el mundo se liberaban momentos cruciales en la historia hacía semanas que había concluido el combate en Trafalgar, en España no se esperaban que sus vecinos invadieran su reino y le dieran otro golpe casi mortal a la Península. Años más tardes se verían revoluciones en el continente Americano, tanto en Argentina o Chile como lo que hoy se llama Estados Unidos de América. Yo me dedicaba a contemplar todo con gran desasosiego, el mundo estaba cambiando a pasos agigantados y mi mente no reaccionaba. Robé ropas de pobres mendigos a los que atacaba, para luego hacerlo a las clases altas y conseguir vestir a la última. Me compré un pequeño piso cerca del Sena y decidí hacerme pasar por artista, pinté cuadros propios mucho mejores que los que traía de mi anterior vivienda y comencé a tocar instrumentos. Me di cuenta lo hábiles que somos para imitar a los seres humanos, ya no solo en modelar la voz o en la forma de caminar sino también en sus habilidades.
Cuando muere Napoleón no muere lo que dejó en vida y Francia siguió siendo cuna de libertades, aunque siguiera el pueblo pasando hambre. Lo que más me interesaba no eran las revoluciones o las guerras, sino los grandes inventos y descubrimientos como el de la piedra roseta o la travesía transatlántica a vapor. No me moví de aquella tierra, de las raíces que hice en ella, hasta la Exposición Universal en Londres en mil ochocientos cincuenta y uno. Estaba hambriento de saber y el clima británico era parecido al que padecí en mi infancia y juventud. En mi regreso contemplé como Louis Bonaparte disolvió la asamblea y como luego se autoproclamó emperador. Pero lo que hizo tambalear mis creencias fue la aparición de la virgen de Lourdes, aunque luego recordé las palabras de Fiódor y su particular ateismo. Los dioses no existen tan sólo los espíritus, estos gobiernan la tierra en cierta forma y por lo tanto al morir nos convertimos en uno de ellos. Era en resumen lo que solía contarme, me costó mucho comprender todo porque yo era creyente, demasiado, y aquello era duro de aceptar. Los acontecimientos se sucedían unos a otros y Julio Verne apareció en mi vida como un fogonazo, más bien sus palabras que me hicieron imaginar el futuro y mundos desconocidos hasta ahora para el hombre. Aunque también contemplé los inicios del hombre en las cuevas de Altamira.
Se podría decir que aquel siglo fue de renovación, cambio, aceptación y aprendizaje completo. Me hice uno con el medio y mi fuerza aumento, al igual que mi agilidad. Dejé de tomar animales para cazar a ladrones, enfermos, violadores, asesinos, oportunistas y estúpidos cretinos. Vendí mis cuadros a buen precio, también tocaba en algunos teatros y me encantaba la ovación del público. Tras años me percaté de que deseaba ser tan humano como ellos, ser de nuevo lo que una vez fui y odié a mi maestro por no dejarme morir. Más tarde recapacité y pude entender que sin él no habría conocido la belleza de la época en la que me movía. Cuando llegó el teléfono deseé tener uno, aunque no tenía a quien llamar, y más tarde la luz eléctrica llegó a la ciudad. Todo eran adelantos, pero a la vez miseria y guerras entre hermanos. El hombre era capaz de engalanarse como rey y villano. En el mismo momento que pudo volar supe que usarían aquel invento en contra de enemigos, que se dispararían desde el aire y se bombardearían ciudades. Ya había contemplado como era la evolución y el hombre tiende a curar a otros además de destruirlos. Es y somos alimañas tan parecidas que a veces tengo miedo de mi mismo.
Ahora cualquiera tiene luz eléctrica en sus casas, agua caliente, un ascensor y no solo un teléfono sino varios móviles que te permite conectarte incluso a la red de redes. Internet, la televisión, la comida precocinada y todo lo que nos rodea son adelantos que han tardado siglos en conseguirse y perfeccionarse; pero sin embargo los miramos con desprecio o como algo carente de valor. En un solo pestañeo podemos hablar con personas en tiempo real, antes se tardaba meses en llegar una carta. Todo esta muy tecnificado, codificado y alienado de la humanidad. Olvidamos el pasado y nos encaminamos a un futuro ávido de desconocimiento. Muchos jóvenes de hoy en día dicen que la historia es aburrida, que no sirve para nada y que no hay que saber absolutamente lo que diga un libro o los ancianos sino lo que venga mañana. Aunque si no sabes los pasos que otros dieron, sus tropiezos, el dolor de las heridas, las guerras estúpidas por atesorar unos centímetros más en un país gigantesco o el odio entre hermanos jamás sabrás nada de ti mismo. Somos seres que llevamos intrínseco las victorias y derrotas del resto, animales sociales que aprendemos todos por imitación. Si apartáramos la vista al pasado más reciente dejaríamos atrás los campos de concentración, las lágrimas de los exiliados de mil guerras que aún no consiguieron cerrarse del todo y la verdad quedaría negada ante una ceguera absoluta. Creo que es el mayor error que puede cometer el hombre, el apartarse de las huellas que dejó un día esperando que el mar las borre. Damos demasiado importancia a cosas como dinero o las apariencias y poco a una sonrisa o una mirada cómplice.
Durante todos los años en los que me asenté en Francia vi el caos y también el alborozo, fui testigo de la majestuosidad y la decadencia del mundo en general. Decidí ir al sur de España, me atraía, y comencé mi periplo de cuatro días hasta llegar a mi destino. Allí me compré una casona e intenté pasar desapercibido, si bien para ellos era el extranjero y un señorito malcriado que jamás había ganado el pan con el sudor de su frente. Creo que es la imagen que suelo dar, mis manos están tan suaves y mi piel tan nívea que todos recrean en su mente la imagen del niño remilgado. Tras diez años contemplando las maravillas de Andalucía decidí buscar refugio en la capital del reino, en el corazón de Madrid. La casa que compré la deje como estancia para el verano o épocas de retiro de la gran marabunta que son las ciudades. La verdad es que Madrid aún no era el Madrid de hoy en día, mestizo y lleno de contraste, sino aún tenía ese sabor de pueblo grande y de gente abierta, no eran los muñecos del monopoli deambulando por calles abarrotadas.
La soledad me carcomía las venas, pero conseguía amantes de ocasión. Me seducían y luego los dejaba libres de mi abrazo, jamás supieron con quien pasaban sus noches de locura o deseo. Era muy cuidadoso en estar siempre en ambientes frescos y poco iluminados. No había vuelto a hacer el amor con nadie, lo máximo que llegué a realizar fue masturbar a uno de mis amantes. Mi corazón seguía bombeando por Fiódor.
I. Deambular por el mundo.
Como bien dije durante décadas esperé que el regresara. En primavera tomaba flores silvestres y decoraba toda la casa con ellas, en invierno colgaba cuadros florales por toda la mansión. Escribía poemas y me dedicaba a ver como las horas pasaban. Solía cazar a primera hora y regresar velozmente, también engalanarme como si fuera a una gran sala de fiestas. Lentamente con el paso de los años mi esperanza de que él volviera fueron haciéndose trizas. Una noche me cansé de ser la Penélope del cuento. Tomé algunos bártulos y busqué a alguien en el pueblo que me vendiera un carruaje con varios equinos. Subí varias maletas con trajes pasados de moda, dinero en abundancia que me dio para mi partida y varios cuadros que me recordaban a él. Cerré con candados y tablas la casa dejando en su interior una nota, que quizás hoy en día sigue allí apolilladas y clavada sobre el escritorio. No me llevé el ataúd porque me ocultaría en el de otros. Hacía descansos en pueblos dejando a buen recaudo mi coche, corría al cementerio y me ocultaba en criptas e incluso bajo la propia tierra.
Cuando quise darme cuenta había llegado al sur de Europa. Me encontraba en Francia, tan llena de desgracias como cualquier otro pueblo o región. No es el país glamuroso aunque sí se había fraguado ya el poderío de Napoleón. En el mundo se liberaban momentos cruciales en la historia hacía semanas que había concluido el combate en Trafalgar, en España no se esperaban que sus vecinos invadieran su reino y le dieran otro golpe casi mortal a la Península. Años más tardes se verían revoluciones en el continente Americano, tanto en Argentina o Chile como lo que hoy se llama Estados Unidos de América. Yo me dedicaba a contemplar todo con gran desasosiego, el mundo estaba cambiando a pasos agigantados y mi mente no reaccionaba. Robé ropas de pobres mendigos a los que atacaba, para luego hacerlo a las clases altas y conseguir vestir a la última. Me compré un pequeño piso cerca del Sena y decidí hacerme pasar por artista, pinté cuadros propios mucho mejores que los que traía de mi anterior vivienda y comencé a tocar instrumentos. Me di cuenta lo hábiles que somos para imitar a los seres humanos, ya no solo en modelar la voz o en la forma de caminar sino también en sus habilidades.
Cuando muere Napoleón no muere lo que dejó en vida y Francia siguió siendo cuna de libertades, aunque siguiera el pueblo pasando hambre. Lo que más me interesaba no eran las revoluciones o las guerras, sino los grandes inventos y descubrimientos como el de la piedra roseta o la travesía transatlántica a vapor. No me moví de aquella tierra, de las raíces que hice en ella, hasta la Exposición Universal en Londres en mil ochocientos cincuenta y uno. Estaba hambriento de saber y el clima británico era parecido al que padecí en mi infancia y juventud. En mi regreso contemplé como Louis Bonaparte disolvió la asamblea y como luego se autoproclamó emperador. Pero lo que hizo tambalear mis creencias fue la aparición de la virgen de Lourdes, aunque luego recordé las palabras de Fiódor y su particular ateismo. Los dioses no existen tan sólo los espíritus, estos gobiernan la tierra en cierta forma y por lo tanto al morir nos convertimos en uno de ellos. Era en resumen lo que solía contarme, me costó mucho comprender todo porque yo era creyente, demasiado, y aquello era duro de aceptar. Los acontecimientos se sucedían unos a otros y Julio Verne apareció en mi vida como un fogonazo, más bien sus palabras que me hicieron imaginar el futuro y mundos desconocidos hasta ahora para el hombre. Aunque también contemplé los inicios del hombre en las cuevas de Altamira.
Se podría decir que aquel siglo fue de renovación, cambio, aceptación y aprendizaje completo. Me hice uno con el medio y mi fuerza aumento, al igual que mi agilidad. Dejé de tomar animales para cazar a ladrones, enfermos, violadores, asesinos, oportunistas y estúpidos cretinos. Vendí mis cuadros a buen precio, también tocaba en algunos teatros y me encantaba la ovación del público. Tras años me percaté de que deseaba ser tan humano como ellos, ser de nuevo lo que una vez fui y odié a mi maestro por no dejarme morir. Más tarde recapacité y pude entender que sin él no habría conocido la belleza de la época en la que me movía. Cuando llegó el teléfono deseé tener uno, aunque no tenía a quien llamar, y más tarde la luz eléctrica llegó a la ciudad. Todo eran adelantos, pero a la vez miseria y guerras entre hermanos. El hombre era capaz de engalanarse como rey y villano. En el mismo momento que pudo volar supe que usarían aquel invento en contra de enemigos, que se dispararían desde el aire y se bombardearían ciudades. Ya había contemplado como era la evolución y el hombre tiende a curar a otros además de destruirlos. Es y somos alimañas tan parecidas que a veces tengo miedo de mi mismo.
Ahora cualquiera tiene luz eléctrica en sus casas, agua caliente, un ascensor y no solo un teléfono sino varios móviles que te permite conectarte incluso a la red de redes. Internet, la televisión, la comida precocinada y todo lo que nos rodea son adelantos que han tardado siglos en conseguirse y perfeccionarse; pero sin embargo los miramos con desprecio o como algo carente de valor. En un solo pestañeo podemos hablar con personas en tiempo real, antes se tardaba meses en llegar una carta. Todo esta muy tecnificado, codificado y alienado de la humanidad. Olvidamos el pasado y nos encaminamos a un futuro ávido de desconocimiento. Muchos jóvenes de hoy en día dicen que la historia es aburrida, que no sirve para nada y que no hay que saber absolutamente lo que diga un libro o los ancianos sino lo que venga mañana. Aunque si no sabes los pasos que otros dieron, sus tropiezos, el dolor de las heridas, las guerras estúpidas por atesorar unos centímetros más en un país gigantesco o el odio entre hermanos jamás sabrás nada de ti mismo. Somos seres que llevamos intrínseco las victorias y derrotas del resto, animales sociales que aprendemos todos por imitación. Si apartáramos la vista al pasado más reciente dejaríamos atrás los campos de concentración, las lágrimas de los exiliados de mil guerras que aún no consiguieron cerrarse del todo y la verdad quedaría negada ante una ceguera absoluta. Creo que es el mayor error que puede cometer el hombre, el apartarse de las huellas que dejó un día esperando que el mar las borre. Damos demasiado importancia a cosas como dinero o las apariencias y poco a una sonrisa o una mirada cómplice.
Durante todos los años en los que me asenté en Francia vi el caos y también el alborozo, fui testigo de la majestuosidad y la decadencia del mundo en general. Decidí ir al sur de España, me atraía, y comencé mi periplo de cuatro días hasta llegar a mi destino. Allí me compré una casona e intenté pasar desapercibido, si bien para ellos era el extranjero y un señorito malcriado que jamás había ganado el pan con el sudor de su frente. Creo que es la imagen que suelo dar, mis manos están tan suaves y mi piel tan nívea que todos recrean en su mente la imagen del niño remilgado. Tras diez años contemplando las maravillas de Andalucía decidí buscar refugio en la capital del reino, en el corazón de Madrid. La casa que compré la deje como estancia para el verano o épocas de retiro de la gran marabunta que son las ciudades. La verdad es que Madrid aún no era el Madrid de hoy en día, mestizo y lleno de contraste, sino aún tenía ese sabor de pueblo grande y de gente abierta, no eran los muñecos del monopoli deambulando por calles abarrotadas.
La soledad me carcomía las venas, pero conseguía amantes de ocasión. Me seducían y luego los dejaba libres de mi abrazo, jamás supieron con quien pasaban sus noches de locura o deseo. Era muy cuidadoso en estar siempre en ambientes frescos y poco iluminados. No había vuelto a hacer el amor con nadie, lo máximo que llegué a realizar fue masturbar a uno de mis amantes. Mi corazón seguía bombeando por Fiódor.
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