Lestat de Lioncourt
—David, he encontrado este archivo entre los que tomamos de
tu despacho—dijo entrando en mi apartamento.
Hacía días que le había dado mi llave. Decidí instalarme en
Nueva York porque estaba cerca de una de las sedes más importantes, aunque
seguía viviendo la mayor parte del tiempo en la jungla. Odiaba el ruido nocturno
de las cientos de almas noctámbulas que buscaban perversión o salvación en las
calles de la manzana podrida donde me ocultaba. Lejos de los gruesos muros de
ladrillo y hormigón había un incesante enjambre que iba y venía, como si no
tuvieran nada mejor que hacer, con sus pensamientos cotidianos y sus
individuales desgracias.
—¿Qué tiene de especial? ¿Algo sobre el tema que estamos
indagando?—pregunté de pie cerca de uno de los archivadores de metal que había
conseguido hacía unos días.
—Habla de algo que es pura ficción…—comentó cerrando la
puerta, para luego adentrarse en mi apartamento.
Era un piso pequeño con tan sólo tres habitaciones. La cocina
había terminado enterrada en documentación y el dormitorio estaba completamente
aislado. Realmente lo único funcional era el salón con la pequeña chimenea y el
cómodo sofá de cuero negro. Allí donde mirabas veías libros, documentación y
varios ordenadores. También tenía algunos cuadros que me recordaban los viejos
tiempos en los cuales era humano, desconocedor de la historia en la cual me iba
a ver involucrado, y alguno que había adquirido por ayudar a artistas
callejeros con cierto talento.
Él vestía informal, pero yo no. Seguía vistiendo el típico
traje que siempre me acompañó a lo largo de mi vida y un gabán café que cubría
casi toda mi figura. Acababa de llegar de las frías aceras hacía tan sólo unos
minutos y estaba a punto de marcharme cuando él interrumpió mi búsqueda. ¿Qué
buscaba? Cierta información sobre iglesias en Nueva York. Deseaba visitarlas
para fotografiar sus vidrieras e indagar sobre la procedencia de cada una de
ellas. Algo había en esa ciudad que no me gustaba. Los espíritus estaban
inquietos y no paraban de mencionar el nombre de alguna de ellas.
—Mira…—dijo tendiéndome la carpeta.
Tenía el pelo revuelto y la sudadera mal cerrada. Sus pantalones
vaqueros parecían descuidados y sucios, pero así era la moda y a él parecía
fascinarle. Yo jamás usaría una ropa como esa aunque reconozco que en él
cualquier cosa quedaba bien, como si su figura hubiese sido esculpida para
mantenerse a lo largo de los siglos.
—¿Qué tiene de peculiar?—pregunté leyendo las primeras
hojas.
—Habla de un hombre que vendió su alma por permanecer joven
eternamente. Su alma se selló en un cuadro y toda la maldad consumía el
retrato—comentó señalando algunos datos que se podían leer a lo largo del
informe.
—¿Y?—dije mirándole a los ojos.
—¡Es un libro de Oscar Wilde!—gritó.
—¿Acaso crees que sus datos son falsos?—le lancé una mirada
que provocó que se quedara helado—. No lo es. No lo son. Oscar Wilde conocía a
varios investigadores de lo paranormal y a veces jugaba con ellos a las
cartas—miré los documentos amarillentos y casi destruidos por el moho y
sonreí—. Tal vez debamos quedarnos con esto ¿no? Investigarlo a fondo.
—¿No es un mito? ¿No lo es? ¿Existió ese joven?—dijo
inquieto.
—¿Existió? Existe, Daniel—respondí.
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