La música sonaba con la fiereza de una
tormenta aunque fuera era verano. Un verano tórrido que se pegaba a
la piel y provocaba una terrible sensación de ahogo. Las ventanas de
la mansión permanecían abiertas y las hermosas cortinas blancas se
movían suavemente, como pequeñas briznas de hierba, por la suave
brisa que lograba colarse en las habitaciones. Fuera, justo bajo el
balcón principal, un joven se detenía escuchando la melodía que
tan bien conocía. La había compuesto hacía tan sólo unas noches
para un extraño caballero. Aunque no estaba seguro porque apenas
podía mantenerse en pie debido a la ebriedad y el sofoco.
Sus largos y rizados cabellos negros
estaban alborotados y mal recogidos, su camisa blanca olía a vino
barato y no estaba cerrada del todo. Su aspecto era lamentable.
Incluso sus botas estaban sucias de haber estado caminando cerca de
los pantanos haciendo sabe dios qué. Pero en sus ojos había un
brillo de esperanza y deseo que nadie podía apagar. Alguno hubiese
dicho que era un tipo peligroso, un loco recorriendo las calles de la
ciudad, pero el cretino que tocaba aquel instrumento sabía que era
un genio cuyas manos eran capaces de arrancar los miedos, quebrantos
y dificultades que afligen a todo hombre.
Su nombre era Antoine y su historia era
terrible. Era el hijo favorito de una acaudalada familia burguesa que
vivía en el corazón de Francia, en París, donde había tenido una
infancia dulce con una educación esmerada. Se esperaban grandes
cosas de él. Siempre fue amable, capaz y maduro para ser un muchacho
de tan sólo diecisiete años. Recorría las calles de la ciudad en
busca de inspiración y a veces la obtenía observando a las mujeres
más hermosas de toda Francia como a sus acompañantes masculinos. El
amor era, sin duda alguna, una inspiración cotidiana para aquel
chiquillo aunque aún no lo había sentido. Su hermano mayor era todo
lo contrario y embrazó a una joven. Estaba declaró que fue Antoine
ante los padres de ambos para librar a su enamorado a perder la
herencia que tan bien le venía a ambos, aunque ella después sería
repudiada por aquel típico don Juan sin alma.
El excelso pianista, el burgués de
ojos dulces, se convirtió en un borracho desheredado en otro país
mucho más salvaje y menos fragante. Sus padres lo echaron de casa,
pidieron que se fuera de Francia porque estaba repudiado, y se aisló
en los confines del mundo. Allí la botella era su única familia y
comenzó a ser un fraude, una sombra, un lamentable músico que iba y
venía queriendo que la muerte lo acogiera.
Si bien un vampiro se apiadó de él.
De la nada apareció con una amistad única, historias envidiables
que le inspiraban y la botella dejó de ser tan deliciosa. Pronto
ambicionó vivir para siempre para unirse a la música. Quería
emular a tantos grandes músicos, ser especial por completo, pero aún
no estaba preparado. Sin embargo a veces custodiaba los pasos del vampiro para seguirlo hasta su vivienda, quedarse apoyado en el portón bajo el balcón y así poder escuchar como sonaban sus piezas bajo esos hábiles dedos.
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