Lestat de Lioncourt
Llevaba días sin dormir. No podía
quitarme el olor a muerte de mi nariz. Todo me recordaba a ese
cadáver putrefacto que había encontrado en su habitación. Había
usado mis mejores sábanas para envolverlo. Estaba allí mirando como
la carne se consumía por los gusanos. ¿A qué clase de chalado se
le ocurría un experimento así? Este piso alquilado, de renta baja,
no era un palacio donde ocultar el hedor nauseabundo de ese ser allí
colocado como si fuese un regalo.
Estaba en la cama y lo escuchaba
deambular de un lado a otro. La licuadora parecía estar funcionando.
Poco después escuché lo que parecía un taladro o una máquina de
cortar azulejos. También martillazos, un par de gritos de
frustración y algunos objetos metálicos caer al suelo como muestra
de rabia.
Me incorporé somnoliento, sediento y
malhumorado. La luz de la cocina iluminaba el pasillo cuando giré
hacia la izquierda. Al fondo estaba él con un pequeño delantal y
una ropa bastante cutre, la cual posiblemente había robado de alguna
de sus víctimas, que hacían que pareciese un muchachito y no un
vampiro bastante psicópata.
—Esto no funciona—dijo mirando el
cadáver sobre la mesa.
Allí ante él estaba su último
juguete. Había satisfecho de alguna forma sus perversas preguntas.
Sus vísceras caían a ambos lados del cuerpo y los ojos estaban
fuera, en un cuenco, esperando que quizá fueran usados para otro
momento de diversión. Parecía que el Dr. Frankestein había tomado
posesión de su cuerpo menudo de caderas ligeramente amplias. Tenía
el delantal cubierto de sangre tan roja como sus cabellos cobrizos y
correteaba de un lado a otro de la mesa. Deseaba apreciar bien su
obra, pero a la vez decía que no funcionaba lo que tanto esperaba
ver.
Yo estaba allí de espectador. ¿Qué
podía hacer? Nada. No podía hacer nada. Aquella cocina se había
convertido en un laboratorio y él parecía frenético. Opté por
sacar un cigarrillo de mi pitillera y darle una calada con
desesperación. La nicotina me ayudaba a evadirme junto al alcohol y
me maldije porque era fin de mes, no había podido comprar mi maldita
botella de whisky y necesitaba quemarme la boca con su fuerte sabor.
—No funciona...
—¿Qué querías hacer exactamente
pequeño monstruo?—pregunté pese a que sabía que la respuesta
podía ser absurda y hasta hiriente debido a que sus expectativas,
siempre demasiado altas, habían caído de nuevo en saco roto.
—Deseaba ver si podía anestesiarlo y
ver los órganos moverse. Ahora sólo tengo un cadáver—dijo—.
Llevo dos horas intentando reanimarlo.
—Llevas casi dos horas haciendo algo
inútil. Has vuelto a matar en mi apartamento, llenándolo todo de
vísceras y sangre, ¿vas a recogerlo? No pienso desayunar en esta
cocina hasta que todo esté limpio—dije antes de llevarme de nuevo
el cigarro a los labios y dar otra calada. El tabaco era lo único
que podía hacer que no chillara. Me estaba volviendo loco entre las
semanas de insomnio, las pesadillas y estos extraños juegos de
científico loco.
—Yo te amo—respondió buscando que
le abrazara. Esos ojos de cachorro perdido parecían clavarse como
dos dagas oscuras, muy llamativas y peligrosas, que rechacé de
inmediato.
—Limpia, maldito engendro. Limpia mi
casa y vete. No te quiero cerca, ¿entiendes?—respondí alzando la
voz mientras me marchaba de la cocina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario