Para esto son las madres. Gabrielle 1 Louis 0.
Lestat de Lioncourt
—Tienes suerte—dijo.
Era firme en sus palabras. Estaba
convencida que yo era un hombre afortunado. No sé cómo podía creer
que era afortunado cuando mi vida dependía tanto de lo que él
hiciera. Estaba condenado. Siempre había estado condenado pero ahora
aún más.
—Mi suerte es pésima—respondí.
—No. Él te ama más de lo que dice y
demuestra—explicó mientras se acomodaba con las piernas abiertas y
el cuerpo recostado sobre el respaldo del sofá. Parecía un hombre
joven sin modales, pero era una mujer fuerte que como leona había
sacado sus garras infinidad de veces por su hijo.
—¿Y eso es tener suerte?—pregunté.
—Estás vivo porque él así lo
decidió—dijo comenzando a soltarse la trenza para dejar sus
cabellos ondulados sueltos y rebeldes. Sus ojos eran grises con
alguna tonalidad azulada. Se parecían ligeramente a los de Lestat.
—Es porque no puede vivir sin mí y
eso es egoísta—repliqué mientras me apoyaba en el respaldo de una
de las sillas. Allí de pie, en esa habitación inmensa, me sentía
pequeño.
—No puede vivir sin ti porque te ama.
Te ama desde que te vio la primera vez. Amó tus demonios. Dime quién
puede amar los demonios de otros, sintiendo sus infiernos, sin
importarle nada. Incluso se ha dejado arrastrar por ellos y se ha
ocultado en la oscuridad de tu alma—comentó mientras se echaba
hacia delante apoyando sus codos sobre sus mulos. Dejó flexionado su
cuerpo completamente relajado entre tanto me miraba.
—Somos polos opuesto—susurré.
—Mentira—dijo tras carcajearse en
mis propias narices.
—Verdad.
—Sólo eres un maldito cínico que
dice eso porque teme amar—esa frase me taladró—. Teme ver cuánto
le ama. Tienes miedo de mostrarle lo frágil que eres cuando desnudas
tu alma y la dejas ahí expuesta con una mirada fiera. Unos ojos de
león que engullen cada pedazo con ansia—casi podía sentir su
aliento sobre mi alma, tocándola con desprecio mientras leía todo
lo que yo ocultaba, y me sentí tan débil que quise romper a llorar.
—¡Cállate!—grité alertándome.
No podía dejar de pensar en él. Siempre hacía como que no nos
entendíamos, como que hacía una estupidez tras otra, pero yo
esperaba que él se arrastrara para decirme que me amaba sintiéndome
como un colegial. Si bien, sólo había sido un cínico y un egoísta.
Me dolía.
—¿Por qué?—dijo sosegada.
—No tienes derecho a decir esto.
—Soy su madre y tengo derecho a decir
lo que creo. El mundo es libre y yo pienso decir lo que siento.
Lamento que te ame tanto, que se arrastre por ti, porque tú no eres
capaz de hacerlo. Tienes tanto miedo que te has vuelto un maldito
cobarde mientras ansias que alguien te acaricie, destruya esos muros
tan altos que has colocado a tu alrededor y se haga vencedor de tu
amor. Te diré que mi hijo ha subido por la torre más alta y ya está
dentro—se levantó y caminó con la misma añeja elegancia que
tenía su hijo. Me tomó del rostro y sonrió maliciosamente para
luego darme un beso sobre mi boca ligeramente abierta. Fue un beso
que sentí más duro e insoportable que un fuerte bofetón. Cuando se
apartó echó a caminar hacia la puerta—.Deja de hacerte el
duro—lanzó como consejo antes de desaparecer de la habitación.
Caí de bruces clavando las rodillas en
el suelo mientras, con cierta angustia, me agarraba las manos en el
pecho. Estaba confuso. Mi máscara estaba derrumbándose. Ella sabía
lo que yo sentía del mismo modo que él. Eran como dos replicantes
de Philip K. Dick. Quise en ese momento que él apareciera y me
abrazara logrando que olvidara esa sensación, pero supe que tenía
que luchar contra ese sentimiento afrontando la verdad. Él me amaba
más de lo que yo podía soportar.
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