Un poco más de lo que sucedió hace tiempo...
Lestat de Lioncourt
El vehículo se desplazaba a toda
velocidad por las calles de Dubái. Hacía algunos días que estaba
allí por negocios. Como todo inmortal solía tener algo más que
bienes materiales que no producían valor alguno. Él tenía varios
concesionarios, fábricas artesanales y diversos negocios centrados
en la cultura. Khayman era un hombre honesto y calmado que solía
perseguir sueños como cualquier otro. Iba y venía de una jungla
llena de árboles a otra cargada de edificios siendo por siempre un
guerrero que buscaba la paz, la libertad y encontrarse a sí mismo en
cada espejo.
Al llegar a una transitada avenida
decidió girar hacia una pequeña calle sin salida. Allí, cerca de
uno de los muelles, se detuvo quedando dentro del coche escuchando
por primera vez aquella voz que parecía surgir por encima de la
radio de su vehículo. Hacía años que Akasha había caído, que el
mal parecía haber sido extinguido sobre la faz de la tierra, y que
él acudía al templo para yacer al lado de su compañera, amante y
amiga Maharet. Pero algo le hizo sentir que no todo había acabado,
que pronto habría una lluvia de fuego y horror, y empezó a llorar.
Aquella voz le hablaba haciéndole sentir loco como los viejos
vampiros que solían ser quemados antes de volverse en contra de
todos y todo. ¿Acaso era lo mismo? ¿Estaba perdiendo el juicio
ahora que parecía libre?
Salió del vehículo e intentó razonar
consigo mismo. La voz insistía. Sólo eran susurros sobre la
belleza, la humanidad destruida, los grandes placeres y el dolor.
Sobre todo hablaba de dolor. Quería que bañara el mundo con sangre
y fuego, que recorriera las calles completamente enloquecido con la
furia de un dios, pero él se negaba. La voz replicaba y él se
lamentaba. Cayó de rodillas como si rezara ante el Dios cristiano en
mitad de una capilla, sintió una sed terrible y sus colmillos
hirieron sus labios.
—¡Ya! ¡No puedo más!—gritó.
—Fuego, fuego... la solución a todo
es el fuego—susurró riendo bajo como si bailoteara en cada una de
sus neuronas.
—¡Cállate!—exigió.
Varios trabajadores de uno de los
negocios próximos salieron a comprobar si todo estaba bien ahí
fuera, escuchaban gritos de horror y a alguien llorando. Los lamentos
del vampiro eran terribles, pero ni uno de ellos logró ver a tiempo
su rostro ensangrentado. La luz tenue de la farola apenas incidía
sobre la piel blanquecina, literalmente marmórea, del conocido
tiempo atrás como “Benjamín del Diablo”. De improvisto ambos
hombres estallaron en llamas igual que el almacén donde trabajaban.
Khayman se incorporó limpiándose las lágrimas con la manga de su
suéter gris y salió disparado en el jaguar con el que había
llegado hasta allí.
Aquel incidente lo olvidó, el mundo
jamás lo relacionó con las sucesivas quemas y todo quedó como un
accidente laboral. Pero La Voz no se cansaría, no se daría por
satisfecha, porque era un espíritu que clamaba venganza por el dolor
y la soledad que arrastraba.
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