Esto me da una idea de por qué Enkil era como era... ¡Ah! ¡No estaba celoso porque Akasha me hiciese caso sino porque temía perder su poder!
Lestat de Lincourt
—Harás que nos lleve a la ruina. Los
dioses caerán sobre nosotros con numerosas plagas—dije entrando en
la sala del trono.
Sólo estaba él. Había mandado a los
guardias a marcharse. Los esclavos que estaban a su lado, agasajando
con dátiles su tentadora boca y abanicando su esbelta figura
bronceada, no dirían nada de lo que allí sucedería porque temerían
por sus vidas, o más bien por perder la cabeza de un corte rápido
con una de nuestras khopesh.
—Me ha dado un varón—respondió
algo perdido en sus pensamientos.
Eso era todo. Tenía un heredero digno
a ojos de todos aunque en privado era esclavo de pasiones muy
diferentes a las que la mayoría podía llegar a pensar. Él era la
meretriz digna de un guerrero cansado y sediento. Aquel gobernante
sereno de ojos frívolos era sin duda el amante más apasionado, pese
a lo dócil, que podía tener un hombre.
—¡Ni siquiera lleva tu
sangre!—exclamé furioso.
Había oído los próximos planes de
Akasha. Ella se los había comentado a su verdadero amante, el padre
de su hijo, mientras ambos se bañaban con leche de burra y pétalos
de rosas. Estaba extasiada de poder y descontrolada por el deseo por
eso tenía la lengua tan suelta.
—¿Importa?—preguntó
incorporándose para descender los tres escasos peldaños del trono
para caminar hasta mí. Sus esclavos lo siguieron raudos, pero él
los detuvo. Quería mirarme como un igual y no como el rey de todo lo
que alcanzaba la vista.
—Enkil, nos va a matar a todos—dije
apretando los puños para no empujarlo o golpearlo—. Hará que los
dioses del Nilo se ponga en contra nuestra y nos den años de
hambruna.
—No seas mal agorero—musitó riendo
bajo. Sus manos rápidamente se colocaron sobre mis fuertes hombros,
más robustos que los suyos, para luego acercar su boca a la mía
como si fuera a besarme, pero se detuvo. Amaba ese juego. Me tentaba
para intentar que pensara en algo más que la guerra, el pueblo y los
heridos espíritus. Siempre lo hacía y me estaba empezando a cansar.
—Ahora desea ir contra las poderosas
hechiceras pelirrojas—contesté tomándolo de las muñecas para
quitar sus manos de mi cuerpo.
—Está en su derecho—dijo
tensándose mientras forcejeaba para liberarse—. Son nuestras
tierras—añadió con rabia cuando logró soltarse.
—¿Qué?—dije con sorpresa—. Esas
tierras pertenecen a los espíritus y nosotros las estamos deseando
ocupar—respondí mirándolo serio—. Si vamos allí la muerte nos
perseguirá y nos acabará alcanzando. Deja a esas mujeres en
paz—advertí con miedo. Temía las consecuencias de nuestros actos,
pero él parecía ajeno a todo.
—No—respondió.
—Enkil, esa mujer está haciéndote
perder el juicio. ¡Y ni siquiera la amas!—acabé explotando, como
era habitual.
—¿Cómo crees eso? ¿Por qué crees
que no amo a mi mujer?—preguntó con los ojos vidriosos porque
estaba a punto de romper a llorar. Esa escultura perfecta, aunque
varios centímetros más bajo que yo, con la piel tostada y los
labios carnosos era tan tentadora como venenosa. Esas preguntas no
debieron jamás ser pronunciadas porque eran como el aguijón de un
escorpión: me habían picado ofreciéndome su veneno.
—No me buscarías a mí en mitad de
la noche para cabalgar algo más que tu caballo—tomé su rostro
entre mis manos apretando mis dedos y él al fin rompió a llorar—.
Pero algún día, por no cumplir los deseos del único que calma tu
corazón y sacia tu vulgar sed, perderás todo. No tendrás reino, no
tendrás amante, no tendrás nada a lo que aferrarte y finalmente
caerás como caen los dioses que olvidan que hay otros más fuertes e
ingobernables.
—Eres un insolente... —dio un paso
atrás, pero no pudo bajar la mirada. Estaba contaminado. Quería
saber si aún le amaba o la profecía era un hecho.
—Y tú una ramera que se ha vendido
al poder—dije soltándole el rostro para luego golpearle con
fuerza. Un sonoro bofetón hizo que todos sus esclavos miraran con
suma curiosidad mis manos y mi mirada fúrica—. Un príncipe jamás
debe olvidar que le debe su trono al pueblo y a los dioses—susurré
antes de marcharme.
Esa misma noche vino a mi dormitorio
buscando mis caricias. Se subió a mi cama, mordió mis pezones y
lamió mi vientre hasta más allá de mi ombligo. Pude notar su boca
rodeado mi glande y su lengua acariciando el meato. Mis manos se
aferraron a sus mechones y mis caderas se movieron serpenteando sobre
el lecho. Después de un buen rato dejándole luchar contra mi
erección únicamente con su boca decidí tirarlo al suelo,
penetrarlo con fuerza y susurrarle las palabras más sucias y
dolientes que conocía.
—No eres rey, eres ramera—dije—.
Una ramera que tiene miedo de ser derrocada, de tener que malvivir
sin su trono... Una puta bien entrenada que busca amoríos entre los
hombres de su ejército, pero que no es capaz de ser fiel ni a su
gran amor ni a su pueblo—musité mientras jadeaba. Él llegó al
orgasmo y yo salí para dejar que mi semen manchara su rostro—. Te
mereces mi desprecio porque te lo estás ganando a pulso, pero de
momento ten lo que tanto deseas.
Él comenzó a llorar encogido en el
suelo. Sabía que me estaba perdiendo. “El Bejamín del Diablo”
estaba surgiendo como el rugido de un animal salvaje.
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