Así es... Memnoch ha aparecido de nuevo.
Lestat de Lioncourt
La sirena de policía sonaba con fuerza
arrancando la paz de aquella larga y ancha avenida. Los escasos
transeúntes se giraban para observar su recorrido hasta perder de
vista el vehículo. El destino era un edificio gris, algo descuidado,
donde yacía inmóvil un cuerpo sobre la cama. Un vecino había hecho
ese macabro hallazgo hacía tan sólo unos minutos. El hombre todavía
temblaba con el teléfono móvil en la mano.
Cuando los primeros policías entraron
observaron desde lejos a la víctima, para luego entrar hasta el
dormitorio y comprobar que efectivamente estaba sin vida. No había
rastros de sangre, pero no se podía decir que la causa de la muerte
era natural. Sobre todo porque era un hombre joven.
—La música estaba muy fuerte y llamé
al timbre para quejarme—dijo desde el alfeizar de la puerta—.
Entonces me di cuenta que la puerta estaba abierta y decidí entrar.
Pensé que no había escuchado el timbre, pero entonces vi que estaba
muerto.
—¿Apagó la música?—preguntó un
policía.
—Sí, desenchufé el aparato para
poder llamaros—explicó—. Verá, la mayoría ya han salido de
vacaciones al pueblo y hay pisos que están vacíos casi todo el año.
En todo el edificio sólo hay tres viviendas ocupadas. Está la del
portero que es abajo del todo y las nuestras—suspiró sintiéndose
mareado—. No vi siquiera cuándo llegó. Sólo sé que llevaba
horas escuchando la misma canción.
—No se preocupe—comentó el
agente—. Intentaremos averiguar qué ha ocurrido. Quizá mañana le
llamemos para declarar, por si recuerda algo más, pero de momento
puede ir a descansar a su casa—dijo con una leve sonrisa en aquel
rostro anguloso de ojos amables.
—¿Cómo? No voy a poder
descansar—dijo—. Ese chico lo conozco desde hace años. Incluso
es policía.
Esa última frase hizo que todos los
agentes se miraran unos segundos. Cuando giraron el cadáver uno de
ellos reconoció al hombre. El agente Fernández hacía algunos años
que habían sido compañero del fallecido. No lo recordaba con
especial cariño, pero sí que era un tanto gallito. Pensó que
cualquier detenido, ya libre por las calles de la ciudad, le había
buscado para ajustar cuentas. Sin embargo, una nota cayó de entre
las sábanas.
El más joven de todos, el cual sólo
llevaba tres días en el cuerpo, tomó la nota con los guantes
correspondientes y la leyó en voz alta para todos los presentes.
—Nos veremos en el Sheol—dijo
mirando a todos algo extrañados. No comprendía qué podía ser ese lugar. Por unos momentos pensó que podía ser algún local de moda—. ¿Qué es el Sheol?
—Según el Antiguo Testamento, o la
Biblia Hebrea, es el lugar de las almas rebeldes olvidadas—murmuró
Fernández entretanto se acercaba a su viejo compañero. Allí arrojado sobre el colchón, desnudo y con los ojos vidriosos no parecía tan temible ni tan cretino. Pensó que todos parecen santos cuando mueren aunque el mismo demonio apareciese para llevarse a su nueva víctima—Es la morada
común de los muertos en pecado, una
tierra de sombras habitada por quienes perecieron sin creer en
Jesucristo, y lo que ahora se llama Infierno y Purgatorio—añadió.
—No—dijo el tercero que había
mantenido los labios sellados—. En ese lugar no van pecadores. Es
una región distinta—miró a Fernández con aquellos profundos ojos azules y sonrió breve—. Sí es el Purgatorio, pero no el Infierno. Aunque ambas regiones se comunican y tienen un mismo líder.
—Van los descreídos—susurró el
más joven aún con la nota entre sus dedos.
—Si me permitís necesito tomar el
aire—dijo aquel extraño policía dejando la libreta con las
palabras de aquel pobre diablo en manos del muchachito. Después
salió al pasillo quitándose la gorra para bajar por las escaleras.
—¿De qué patrulla es ese?—preguntó
Fernández a su compañero—. ¿Y por qué llegó solo?
Abajo, mientras todos se preguntaban
por la identidad del agente, un hombre joven con otro aspecto muy
distinto salía del hall. Vestía de negro con chaqueta y pantalones
de cuero. Sus cabellos eran castaños y sus ojos azul glacial. Olía
como huelen las brasas de una enorme barbacoa y sonreía como si
hubiese logrado el teléfono de una chica preciosa. Pasó muy próximo
al portero que estaba allí incrédulo ante las noticias de la muerte
de su vecino y por el lado de las cámaras de seguridad. Al llegar a
la acera se subió en una moto Harley y se marchó a toda velocidad.
—You still can die tomorrow!—gritó
saltándose un semáforo en rojo.
Él era Memnoch y había elegido un
alma más para torturarla. El Sheol quedó pequeño y el Infierno
tomó conciencia de sí mismo uniéndose abriendo las puertas. Los
demonios caminaban entre las almas que sufrían horriblemente el no
haber creído en la palabra de Dios, en seguir sus normas o
simplemente en ser un maldito desgraciado como el cretino que ahora
metían en una bolsa para cadáveres.
Había violado a una chica repetidas
veces abusando de su autoridad y Memnoch decidió que sería un nuevo
juguete al que torturar durante horas, días, semanas, meses o quizás
años. Aquel ángel caído no solía aburrirse fácilmente de sus
víctimas. Dios no era quien impartía esa clase de justicias, era
él. Era el encargado de purificar las almas, de recuperarlas, pero
también de destruirlas.
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