Recuerdos de cuando era humano ¿eh? Interesante. ¿Así de cabrito era mi "maestro"? Vaya...
Lestat de Lioncourt
El verano era tan tórrido que me
exasperaba. Lejos de la ciudad, perdido entre los viñedos y
hectáreas de trigo y árboles frutales, podía escuchar con claridad
el zumbido de los insectos y el pasar del tiempo acariciándome como
un amante satisfecho. Había viajado hasta Carmo, en el sur de
Hispania, desde Rome. No había sido la mejor decisión de mi vida,
pero admito que era una aventura más para abultar mi agenda y
recuerdos. Deseaba relatar para el Imperio la vida cotidiana de sus
gentes, el comercio y la agricultura, así como explicar la travesía
que había vivido tanto por mar como por tierra firme. Lejos quedaba
mi padre con sus oscuros deseos de engrandecerse, hinchando su pecho
con orgullo, por mi hermano mayor fruto de su matrimonio y su severa
mirada hacia mí, el más pequeño, nacido de un romance con una
esclava celta. Igual de lejos que parte de mi fortuna, destino y
amores.
Las noches eran incómodas pese a estar
hospedado en una buena villa de un pariente lejano de mi padre, el
cual se asombró que yo fuese su hijo por mi aspecto y mente ágil.
Supongo que los genes de mi madre influyen notablemente en ser más
suspicaz y descreído que cualquier haragán metido a centurión,
como era el caso de mi hermano Octavius. Las viandas eran deliciosas
y el vino alegraba mis torpes gestos de agradecimiento.
Mis momentos favoritos era cuando
llegaba a mi habitación tras horas conversando con mis familiares.
Allí perdía la conciencia hasta el amanecer cuando uno de los
esclavos entraba, con mi permiso, para pernoctar conmigo hasta bien
entrado el medio día. Admito que su piel dorada y caliente
embravecía mi corazón y mis modales.
El joven disfrutaba provocándome
sentado sobre mi pelvis mientras balanceaba de forma erótica, casi
hipnótica, su cuerpo. Sus redondos y duros glúteos rozaban mi sexo
hasta despertarlo. Mis manos de dedos largos y palmas grandes, muy
suaves porque jamás hice trabajo de labranza o armas, recorrían su
rostro de rasgo ambiguos y sus brazos delgados. Él reía bajo como
si fuera un sátiro imberbe de piel de seda y ojos verdes de Medusa
pérfida, porque cuando me miraba sentía como me convertía en
piedra durante algunos segundos. Se maquillaba y perfumaba como una
mujer cubierta de coquetería y ambiciones de conquistar los
corazones de los hombres.
Los delicados perfumes que cubrían su
piel laxa eran tan deliciosos como la figura que había bajo sus
prendas. Solía recostarlo sobre el colchón para lamer sus ingles,
morder sus pezones y besarlo con furia mientras arremetía contra su
próstata completamente orgulloso de deshonrar su virtud. Sus gemidos
se alzaban hasta el alto techo y rogaba sentir la siembra de mi
simiente en sus áridas tierras.
Sus piernas eran largas y torneadas
como las de una mujer pero entre estas, oculto a veces con cierto
pudor, se hallaba una pequeña virilidad que solía saborear como si
fuese una raíz con propiedades medicinales. Era delicioso ver como
se retorcía jadeante con esa mirada verde embotada en placeres y
lujuria.
La noche antes de partir hacia
Pompaelo, en el norte de la región, me convertí en un monstruo
frente a él. Esa noche no fui gentil con mi dulce hetaira masculina.
No lo llamé. Decidí ausentarme de la cena con la excusa de no
querer sentir el estómago pesado durante el largo viaje hasta la
ciudad cercana, donde me quedaría a descansar unas horas, y lo
esperé en el amplio pasillo que daba al jardín.
Él se acercó a mí como un ave que
busca refugio en el nido. Atrapé su cuerpo llevándolo conmigo lejos
de la vivienda. Guié sus pasos por los viñedos mientras le
arrancaba la ropa y mordía su lóbulo derecho. Pronto soltó su
largo cabello oscuro y ondulado que le cubría su estrecha cintura.
Sus manos gentiles no tardaron en buscar entre mis prendas mi
vigoroso miembro. Finalmente, en mitad del viñedo, se arrodilló
ante mí y tomó entre sus labios mi glande. Su boca cubría todo mi
sexo, tiraba de la piel del frenillo de mi prepucio, mordía mi
glande por el surco superior y apretaba con rudeza cada vena que
cubría todo mi pene. Con gula masajeaba mis testículos y
ocasionalmente los succionaba para volver a su delicioso juego con el
cuerpo de mi miembro. Incluso pude sentir algunos besos mientras
sonreía mirándome perverso.
Pero toda la seducción finalizó
cuando acabé apartándolo con una patada sacando mi látigo. Él me
miró perdido y agitado antes de gemir de dolor ante el primer azote.
Una lluvia de golpes cayeron sobre su torso hasta que hice que se
girara. Sus hombros, omóplatos, costados, cintura y caderas quedaron
marcados por mi apasionada muestra de dominio. Él acabó gimiendo de
placer confundido ante aquel control del dolor. Pues tras varios
azotes estimulaba su miembro o jugueteaba con su entrada.
Creo que fue allí cuando comprendí
que no había manera más propicia para domesticar a las furcias que
conquistaban mis corazones. Aquel esclavo de aspecto entre lo
femenino y lo masculino derrumbó cualquier ápice de bondad en mi
alma. Desde entonces el sexo comenzó a ser tiránico y placentero a
la par. Él no tenía más de quince años y yo ya estaba entrado en
los treinta. La diferencia quizás es asombrada y deleznable en esta
época, pero debo señalar que en la mía era habitual tener incluso
matrimonios con mujeres más jóvenes. Él me ofrecía sus carnes
como si venerara a una nueva deidad.
Entre los racimos de uvas él sintió
como mi miembro lo desgarraba, y mis manos se convertían en garras
tirando de sus mechones igual que si fueran riendas, entretanto mi
cuerpo quedaba arqueado como si montara a una yegua.
—Si fueras mujer—le dije cuando lo
arrojé al suelo después de ofrecerle mi cálido regalo— serías
mi concubina y te obligaría a yacer conmigo todas las noches—confesé
logrando que riera bajo borracho de sensaciones.
Pensé en buscarlo tras convertirme en
un monstruo sediento de sangre, ¿pero qué iba a lograr? Sólo un
esclavo desesperado por ser tocado de una forma que ya no podía
ofrecerle. Preferí retenerlo en mis oscuros recuerdos hasta
prácticamente borrarlo.
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