Marius colecciona pupilos últimamente, sobre todo desde que Fareed le dio ciertas inyecciones.
Lestat de Lioncourt
La noche había descendido
precipitadamente. En aquel lugar frío y solitario, donde la nieve
era la única que tocaba con vehemencia la puerta, recordaba sus
cabellos castaños cobrizos gracias a la danza del fuego. Aquel
pelirrojo provocaba en mí dulces y placenteros recuerdos. El erótico
movimiento de las llamas me agitaban el corazón. Podía imaginar su
cuerpo retorciéndose bajo las diversas colas de mis látigos, así
como el aroma de su sangre, aún humana, salpicando las sábanas
blancas de su colchón.
Era un ángel al cual le arrebaté las
alas, lo arrojé a la cama de mi alcoba y destruí lentamente con las
caricias prohibidas de mi lengua, mis hábiles manos y mi yermo,
aunque duro cual mármol bien cincelado, miembro. Él, que se
retorcía bajo el goce de mis brutales caricias, ya no estaba en mi
vida. Hacía demasiados siglos que abandoné la idea de buscarlo para
que regresara al rebaño. Había cambiado demasiado. Era un ser
grotesco lleno de dudas existenciales, de deseos insaciables de creer
en un Dios tan falso como aquellos que sostuvieron a Roma, y yo
alguien desconsiderado con cualquier idea del bien sobre el mal.
Decidí regresar a uno de los rincones
más inhóspitos y fríos en los que ya había vivido. Brasil me
traía amargos recuerdos, igual que Venecia. No quería volver a
recorrer esas calles llenas de gente, calor asfixiante y frescos
recientes en muros que estaban a punto de caerse. Daniel había
decidido venir conmigo, pero ocasionalmente se marchaba a Nueva York
con la esperanza de recopilar datos, nuevas historias de vampiros y
conocer realmente el origen de todos nosotros. Su instinto había
regresado y yo no podía, ni quería, retenerlo. Era libre.
Pese a no estar rodeado de viejos
conocidos, discípulos o creados, no me encontraba solo. Desde hacía
unas noches había acogido en el seno de mi vivienda, llena de viejos
recuerdos que sólo amontonaban polvo y lágrimas, a un muchacho de
dieciséis años. Era joven, delgado, de oscuros ojos tristes y
cabello de fuego. Me recordaba a Amadeo, pero no era él. Aquel chico
no estaba tan destruido cuando lo recogí de la inmundicia. Vivía en
las calles de una guerra consagrada por la avaricia y la corrupción,
el deseo de manejar el petroleo y el orden mundial. Ese chico sirio
no tenía siquiera esperanzas cuando lo abracé, en mitad de un fuego
cruzado, y le juré que alimentaría su estómago vacío.
Algo en mí me hizo incorporarme de mi
cómodo asiento, dejando atrás viejas memorias que ya eran pura
reliquias casi sacrosantas, para ir a mi habitación. Allí, en mi
lecho, se hallaba mi nueva víctima. Él dormía ajeno a los
monstruosos deseos que agitaba en mi pecho. Respiré profundamente
mientras llevaba mi mano derecha a mi cinto, donde se hallaba mi
viejo látigo, y me aproximé al borde derecho de la cama.
—Samir—dije estirando mi brazo
derecho, para acariciar su revuelto y largo flequillo—.
Samir—repetí palpando sus párpados, viajando por sus pómulos y
acariciando sus labios.
Él despertó girándose en la cama,
observándome aún con el sueño atrapando su alma. Poseía una
pequeña erección entre sus piernas, bajo la fina tela de su ropa
interior, las cuales no dudé en abrir sin pudor. El cansancio de
días si alimento, de noches sin dormir por el sonido de la metralla,
y el dolor de sus huesos debido a la humedad imperante en las noches
a la intemperie le evitaban reaccionar con rapidez.
Decidí que era el momento de tomar a
otro pupilo. Ésta vez recopilaría todos mis fallos, los memorizaría
y los alejaría de mis ruines actos. Era el apropiado. Por ello,
ahora con nueva y renovada sabiduría, acepté que debía iniciar la
disciplina con aquel frágil muchacho, doblegando su cuerpo hasta
romperlo y convertir su alma en sierva del placer.
Bajé su ropa interior arrojándola a
los pies de la cama, deslicé mis dedos por sus ingles y besé
dulcemente sus labios. Preparaba su figura con suaves juegos antes de
enfrentarlo a una guerra de azotes, latigazos y arañazos. Él me
miró confuso, ligeramente aterrado, pero su alma tenía mayor miedo
a la miseria que había conocido. Me aproveché de esa situación e
inicié el ritual.
Tomé a Samir del cabello tirándolo
lejos de mi cama, arrojándolo con cierta violencia sobre mi alfombra
de tela roja y estampados de flores en hilo de oro, y levanté mi
látigo en más de veinte ocasiones. Su sangre salpicaba mis manos,
mi rostro, el borde del colchón, la alfombra y mi túnica. Su
espalda se arqueaba como la de un gato y sus músculos se tensaban,
pero finalmente un largo gemido surgió de su garganta cuando
introduje un dedo en su apretado orificio. Aquel trasero, de glúteos
duros y redondos, se alzaron con inquietante necesidad.
Pude leer en su mente su virginidad y
vergüenza, pero también el nulo deseo hacia los hombres. Aún así,
aprendería a amar y fortalecería con él los fuertes vínculos del
amor verdadero. Pues, tal y como creían los griegos, el verdadero
vínculo de amor es entre hombres y no el de un hombre hacia una
mujer.
Lo agarré por uno de sus finos brazos,
provocando que la punta de sus pies no tocaran el suelo, y acaricié
su rostro con el dorso de mi mano derecha. Él me miró suplicante,
ahogado por las lágrimas, el dolor y ese extraño placer que le
corrompía. Noté como sus labios temblaban en sollozos callados, los
cuales no emitía por puro pánico.
—Aprenderás que en el dolor yace el
mayor acto de amor y la fuente de todo placer—pronuncié antes de
abofetearlo. Sus lágrimas se hicieron más gruesas mientras agachaba
su cabeza.
Hermoso, pero no roto. Podía notar sus
deseos de huir, de sentirse libre, pero no sería un ave con alas.
Rompería cada pluma, destruiría su corazón salvaje, y le haría
estar agradecido con sólo escuchar mi nombre de mis ásperos labios.
Arrojé su cuerpo contra la cama, abrí
sus piernas e introduje dos de mis dedos. Él gimió aferrándose a
las sábanas, intentando no caer de bruces, mientras sus rodillas se
clavaban en el suelo intentando encontrar fuerzas para levantarse.
Finalmente introduje el mango del látigo en su recto, dejando parte
de éste fuera, mostrándose como la cola de un caballo que
relinchaba porque la doma estaba siendo salvaje.
Me aparté tan sólo para tomar una de
las inyecciones, la cual enterré en mi brazo en una de mis venas más
gruesas, y de inmediato noté como un cálido torrente envolvía mi
miembro. Desde ese momento los juguetes y golpes se apartaron de su
figura, débil y marcada, para sentir mi sexo ahondando en él,
partiéndolo en dos, mientras gemía y lloraba. Tomé su sexo con mi
mano derecha, rodeando la base de éste y apretando con fuerza sus
testículos, notando como la erección crecía. Sus caderas acabaron
por moverse de forma contraria a las mías, como si hubiese aprendido
que era mejor ceder que oponerse a algo tan rotundamente placentero.
La lujuria cubrió su cuerpo,
perlándolo con pequeñas gotas de sudor, del mismo modo que el mío
se bañó en perlas sanguinolentas. El monstruo que le había
liberado lo arrojaba lentamente a los infiernos, enseñándole a amar
con brutalidad y a satisfacer su lado más perverso. Sin embargo, no
me conformé con destruir su espalda y en robarme su virginidad.
Alejé su fina figura, lo postré frente a mí e introduje en su boca
mi glande. Movía mi mano diestra con fuerza sobre mi henchido pene,
notando como las venas cincelaban cada milímetro de su grosor,
mientras observaba como él se acariciaba hasta llegar al orgasmo, al
igual que yo. Mi semen bañó su boca, acarició su lengua y se
deslizó por su garganta, mientras el suyo salpicaba su vientre plano
y casi sin vello.