Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

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domingo, 17 de septiembre de 2017

Mi familia


¡Oh, Thorne!

Lestat de Lioncourt 

Hacía cinco noches que había llegado correo de paquetería para mí de parte de Jesse. Era una caja de cartón algo pesada que en ningún momento ponía el título de “Frágil” en los costados o la parte superior de la misma. Había estado siguiendo a Lestat en sus discursos en distintas sedes, convirtiéndome como no en su sombra. Tanto Cyril como yo somos sus escoltas y es nuestro trabajo proteger su seguridad, pues en él se encuentra el Germen Sagrado. El mismo Germen que había yacido “silencioso” en el cuerpo de Akasha, el cual fue tomado por Mekare en un día aciago para nuestro pueblo.

Nada más llegar a Auvernia y entrar en el castillo el joven vampiro David Talbot se acercó a mí. Él me abrazó estrechándome con fuerza y me dio dos besos en las mejillas. Siempre he simpatizado con él porque me parece alguien sincero y muy honesto. Recuerdo que fue quien escribió las memorias de mi buen amigo Marius. En ellas denota cierta empatía hacia mí y un cariño inmenso que no sé aún como pagar.

—Hace unas semanas Jesse envió algo a este castillo para ti, —dijo tomándome de las manos—¿lo has abierto ya?

Su mirada castaña me parecía dos hermosas tazas de café humeante y su sonrisa era auténtica, pero también mostraba algo de cansancio debido a haber estado volando por los aires. Tenía el traje algo desarreglado cuando él siempre intentaba vestir impoluto.

—Acabo de llegar y nada más he preguntado por ti, pero tú también acabas de hacerlo—me dijo tras una carcajada.

—No, no sabía nada—respondí.

—Creo que la dejaron en tu cripta.

Me despedí de él acariciando sus manos para luego abrirme paso por la sala. Lestat había exigido que lo dejasen a solas con Marius, pero Cyril iba a acompañarlos. A ellos se unió Avicus y también algún que otro vampiro fuerte. Sentí que podía escabullirme unos minutos para ir a investigar qué me había enviado Jesse.

Cuando entré en mi cripta la hallé en mitad de esta, justo al lado de mi ataúd del pequeño altar de piedra con grabados vikingos. El mismo altar que sostenía mi ataúd que había dejado abierto. Tomé el paquete y lo abrí sin dificultad usando mis uñas duras y puntiagudas. Dentro hallé algo que me hizo llorar de inmediato.


Era una manta hecha con los cabellos de Maharet que ella mismo había tejido. Aún conservaba su aroma, podía oler su colonia. De inmediato me envolví en ella y empecé a llorar como un niño. La extrañaba tanto, la necesitaba tanto... Desde entonces es mi manta y duermo con ella aunque haga calor. No puedo evitarlo. Maharet era todo para mí. También había una fotografía mía con Khayman que conservo con mucho cariño. Ambos eran y serán mi familia.  

viernes, 8 de septiembre de 2017

Engatusador

Demonio engatusador,
muchacho hechizado.
¡Maldito tentador!
Me tienes acorralado.

Haz que suene el violín,
arroja las partituras a mis pies
y ríete de mi amor y de mí.
Convierte la pasión en hiel.

Las lágrimas que lloraste,
esas que llevaban mi nombre,
ahora son para ti un lastre
porque no fui oro, fui cobre.

¡Nicolas! ¡Nicolas!
¡El demonio está en ti!
¡Nicolas! ¡Nicolas!
¡Somos Hijos de la Noche!
¡Nicolas, toca tu violín!

No fui tan valioso y cegador,
no tenía esa luz que veías
más allá de la oscuridad de mi interior.
¡La oscuridad siempre fue mía!

Interpreta la Danza Macabra,
recupera miedos de antaño.
Pon miedo en cada palabra
y conviértete en ermitaño.

Estas solo entre extraños,
sólo en el teatro que es tuyo.
Estás solo en la ciudad,
la cual es tu cárcel sin muros.

¡Nicolas! ¡Nicolas!
¡El demonio está en ti!
¡Nicolas! ¡Nicolas!
¡Somos Hijos de la Noche!

¡Nicolas, toca tu violín!


Lestat de Lioncourt 

jueves, 10 de agosto de 2017

Mis recuerdos, mi demonio.

—¿Por qué desea reconstruir con tanto ahínco esta vivienda? No pertenece al castillo y tan sólo es una vivienda más. Las otras han sido realizadas según la construcción de la época, pero no tiene tanta exactitud. ¿Por qué ese anhelo?

—Si se lo dijese no me creería—dije mirando la parcela.

Todavía no la levantaban. Tan sólo habían trazado las distintas proporciones de las habitaciones. Era un fantasma ante mis ojos que parecía agitar cada cimiento y alzarse magnífica, como en aquellos tiempos, y muy resistente. Pude ver sus hermosas ventanas francesas y sus dos plantas, sobre todo la ventana de su habitación. Fue como si por un segundo lo viese allí asomado observando sin ver la calle, pensando en si era o no un cobarde al pensar tanto en la muerte y glorificar su paz.

—Puede intentarlo—dijo tras una carcajada—. Ojalá nos dejase mostrar al mundo entero el castillo y su reconstrucción, así como la aldea. Esto es una proeza que merece ser contemplada y usted ganaría dinero.

—No lo hago por dinero—reproché.

—¿Por nostalgia de un pasado que no vivió?—preguntó intentando sacarme algún tipo de información, pero no le escuché. Acepto que no le escuché. No prestaba atención a nada de lo que se me decía porque lo único que podía ver era el rostro de Nicolas, mi Nicolas—. Dígame, señor Lioncourt, ¿es eso?

—¿Qué?—dije saliendo de la ensoñación.

—Nostalgia de un pasado que no vivió. Lo digo por sus prendas, por la forma en la que habla de forma tan... Usa un léxico a veces en un francés que no se suele escuchar ya—atestiguó.

—Mire, sólo logre que Villa Lenfent esté construida lo antes posible. Quiero que se le de prioridad antes de terminar otras secciones del pueblo—comenté antes de apartarme contrariado.

Odiaba que me preguntaran ese tipo de cuestiones. Yo les pagaba bien por hacer su trabajo, tenían buenas vacaciones pagadas con todos sus gastos y necesidades cubiertas, trataba a todos con respeto y me enorgullecía cuando me mostraban sus avances. ¿Por qué no me dejaban en paz con esas dudas? Era exasperante.


Sólo quería que esa casa estuviese tal y como indicaban los planos de aquellos años y mis recuerdos. Esos recuerdos que decía poseer por medio de viejos documentos de mi familia. ¡Ah, humanos! A veces deseaban creer cualquier cosa antes de lo evidente. Yo era el hijo del Marqués de Lioncourt, el único que sobrevivió. Yo era quien llevó a Luisiana a mi padre, ciego y enfermo. Este pueblo me dio dichas y penas, esa casa era la de mi demonio particular y el lugar de la quema de las brujas, en el cerro, no existía ya pero podía recordarlo como recordaba el violín de mi amante, su rostro, sus besos, su aroma y el olor de la leña de la taberna cuando brindábamos por nuestra futura correría por París. Sólo quería recuperar mis recuerdos.  


Lestat de Lioncourt 

domingo, 9 de abril de 2017

No abras. Parte III




No sabía si era muy atrevido empezar por las frases típicas, pues él no era el típico visitante ni el típico amigo. Sólo decía ser el rey de un nuevo imperio creado por Dios para él, o más bien cedido, para que diese justicia a las pecaminosas almas que allí se daban cita. Aún así hice un ademán para que entendiese que entrase y tomase asiento en el sillón frente al mío. Era el sillón de Louis y se me haría extraño ver a otro ocupando su lugar. Amel estaba en completo silencio.

El sonido de los pasos de las botas de Memnoch sobre las baldosas era pesado. Parecía estar cansado de viajar. En realidad, parecía uno de esos motoristas que viajan kilómetros y kilómetros para las típicas concentraciones, donde ocupan un lugar destacado en la manada y hablan sobre Dios como un compañero más de viaje. Echó hacia atrás algunos mechones incómodos en su rostro y se sentó al mismo tiempo que yo lo hacía.

Comprobé entonces que llevaba una camiseta de mangas cortas negra, un chaleco de cuero sin mangas también del mismo color y unos pantalones algo entubados que cubrían sus largas piernas. Realmente parecía uno de esos macarras amantes de la libertad, los cuales eran muy afines a mí en muchos aspectos. Sus brazos estaban cubiertos de tatuajes que mostraban distintos rostros, hechos históricos y monstruos bíblicos. Sonrió cuando se percató que estaba perdido en algunos de esos magníficos dibujos de tinta.

—Dios tiene iglesias, yo tengo mi cuerpo—expresó.

—¿A qué has venido? Ya te dije que no pienso irme contigo ni hacer lo que me propones—respondí de inmediato como si un resorte me hubiese impulsado a hacerlo.

—Te enseñé el cielo y el infierno para que lo narraras, también te seguí molestando porque conocía la verdad que ya conoces. Esa verdad que murmura en tu mente y comparte sus emociones, sentimientos y conocimientos—dijo apoyando bien su espalda en el respaldo y apoyando los codos en los brazos del asiento—. Y digo conocimientos porque pueden ser ciertos, falsos o tener sus luces y sombras. No lo sabemos hasta que los ponemos en práctica, algo a lo que estás muy acostumbrado—rió bajo y negó suave con la cabeza provocando que viese en él a un joven más que a un ser tan antiguo como decía ser—. Me gusta el título del libro, pero no soy el diablo. Dije que se me considera, pero no lo soy. Sigo siendo un caído, aunque no del todo. Ya sabes que Dios no me tiñó las alas de negro... ¡Oh! Bueno, no he venido a hablar de mí o de ti. Tampoco he venido a hablar de Amel—dijo inclinándose hacia delante mirándome a los ojos y provocando que sintiera un escalofrío por toda la columna vertebral.

—Dime—susurré.

—He venido para que me ayudes a decirle al hombre que pare. Ya está bien. Necesito que alguien les diga la verdad sin divagaciones ni metáforas que no van a ninguna parte. Estoy muy cansado de ver tanto odio y violencia engendrada en cada uno de sus actos—masculló lo último echándose de nuevo hacia atrás para llevarse las manos al rostro y frotarlas. Aprecié entonces que llevaba las uñas pintadas de negro y eso me hizo sonreír de lado. Realmente estaba usando un disfraz, ¿cierto? Me preguntaba cuál sería su verdadero rostro.

—¿Crees que yo puedo hacerlo?—pregunté con una sonrisa socarrona.


—No conozco a nadie más que pueda hacerlo.  

lunes, 13 de febrero de 2017

Mi lugar

Viktor es mi mayor esperanza, junto con Rose.


Lestat de Lioncourt


Por alguna razón todos hemos intentado encontrar nuestro lugar en el mundo. Algunos empiezan desde que son tan sólo unos niños, otros no llegan a semejante conclusión y deseo hasta que la edad adulta casi llega a su final. Soy de los primeros. Siempre quise saber el lugar en el cual debo o pretendo encajar. Me sentía excluido por mucho que intentaran que creyeran que era parte de un todo.

Mi madre siempre se esforzó porque tuviese una figura paterna a la cual idolatrar, aunque estuviese ausente. Desde temprana edad, rondando los ocho años, supe quién era mi padre y por qué fui concebido. Supongo que mi habilidad para asumir retos, afrontar momentos difíciles y soportar cierto peso en mis pequeños hombros, pues no dejaba de ser un niño, hizo que mi madre afrontara con temeridad y necesidad el confesarse.

Fui un hijo programado. Al menos, por parte de mi madre y el equipo de laboratorio. Mi padre no sabía nada, era ajeno a lo que iba a suceder. Si bien, pudo imaginar que inducirlo a tener encuentros sexuales, los cuales había deseado desde hacía siglos, era por algún motivo sospechoso. Nadie da algo por nada. Aunque todos sabemos como es él, ¿cierto? Lestat de Lioncourt a veces peca de entusiasta, crédulo y confiado. Son sus mayores defectos, pero asumo que pueden ser enormes virtudes. Sólo alguien entusiasta, confiado en sus capacidades y en la colaboración de sus compañeros, así como la creencia ciega en un futuro mejor podría salvar las ruinas en las cuales quedó nuestra Tribu. Bueno, ahora sabemos que somos una Tribu. Sin embargo, durante años hemos estado a la deriva, sin un nombre, sin un líder, divididos entre distintas razas y llenos de sombras sobre pequeños valles luminosos.

He hallado mi lugar. Un lugar distinto al que creí. Siempre pensé que sería al lado de los vampiros, de esa raza a la cual pertenecía mi padre desde hacía más de dos siglos. Sí, quería ser igual que el héroe de cientos, el Dios de unos pocos y el vampiro perfecto para muchos. Pero como he dicho, me equivocaba. Siempre puede uno equivocarse y a veces de forma rotunda. Mi lugar no era sólo con lo no-muertos, sino con ella.

Ella también buscaba su lugar en este mundo. Había empezado a estudiar e investigar sobre su futuro. Jamás había dejado de soñar, ilusionarse o pensar en posibilidades imposibles. Supongo que mi padre influyó demasiado en su educación. Él siempre le dijo que podía lograr todo lo que quisiera, todo lo que se propusiera. Supongo que pese a todo había algo en ella que exigía, de algún modo, encontrar un lugar donde poder desarrollarse como una rosa eterna. Cuando supo que su adorado tío Lestan, quien la salvó de una enorme catástrofe natural y le dio una vida cómoda, era un vampiro y que poseía un hijo se asombró, tardó en asumirlo algunas semanas y finalmente, con entereza y amor, se aferró a la bondad que posee la oscuridad. Pues siempre en la oscuridad creen que crecen las malas hierbas, pero en realidad lo hacen a plena luz del sol. No somos tan distintos a los humanos. De hecho, somos una mutación. Ella y yo ahora somos inmortales, hemos encontrado el lugar donde germinar como grandes flores en un jardín cada vez más salvaje. Somos las flores agrestes del ramillete aromático que Lestat lleva entre sus manos.


Mi lugar está a su lado, el suyo al mío. Jamás dejaremos de luchar por nuestros sueños, tal y como mi padre me ha inculcado a lo largo de sus aventuras, porque si uno no lucha ¿para qué vivir para siempre? Hay que luchar por el honor, la verdad, el amor y la pasión.  

martes, 18 de octubre de 2016

Para ser sinceros...

Supongo que Daniel tiene razón, ¿no?

Lestat de Lioncourt 


No hay días perfectos, supongo. Tampoco puede existir entonces una vida hecha a medida. Siempre tomamos alguna decisión con respecto a lo que haga alguien amado, respetado u odiado. Incluso hacemos elecciones influidos por personas que desconocemos. Vivimos en un mundo donde todos estamos conectados. Por eso, cuando el cuerpo de Lestat fue usurpados muchos tomaron decisiones erróneas, imperfectas o poco estudiadas. La mayoría se negó a dar un paso hacia el frente para ayudar, pues tenían miedo. Ese miedo era una respuesta lógica, aunque desmedida tal vez, porque Raglan sólo quería la eternidad y la fortuna que Lestat poseía. No quería destruir a los vampiros.

Con el paso de los días todo fue cobrando forma. Raglan pertenecía a un grupo de sabios y ocultistas, o al menos perteneció en su día hasta que fue expulsado. En la Orden de la Talamasca se suele pagar cara la alta traición, pero tomaron la decisión de sólo expulsarlo. No lo condenaron como se merecía, quizá porque su delito no era demasiado gravoso. Aún así, perdieron un tiempo precioso.

Por mi parte, yo estaba aún perdido en un paraíso extraño entre mi sueño cumplido, de ser eterno, y el miedo atroz que sentía hacia el exterior. Temía que un día cualquiera otro monstruo como Akasha apareciese. No podía dormir de día y de noche tan sólo decoraba pequeñas maquetas, o las ensamblaba, intentando despejar mi mente para poder descansar al menos unas horas. La paciencia de Armand se había desgastado y Marius tomó con entereza una decisión, la cual aún hoy afecta a mi vida.

Admito que no supe de todo lo ocurrido hasta hace unos años, quizá tres a lo sumo, cuando me comentaron la peripecia que había logrado Lestat. Leí los libros que no conocía, me empapé de toda la historia narrada por distintos vampiros, y ahora me encuentro sentado en un diván intentando averiguar cuáles son mis sentimientos sobre todo esto. En unos días se publicará el nuevo libro de Lestat y todos sabrán cómo es su amada Atlántida. No sé qué pensar o sentir. Tal vez debería tener miedo, pero sigo vivo. ¿Por qué debería?


Sólo sé que las consecuencias de Raglan James siguen presentes con la figura de David Talbot. En estos momentos es un hombre de apariencia joven, pero de alma vieja. Es intrépido, aunque sabe dónde pisar. No es atolondrado como Lestat. Es otra clase de vampiro. Hace unos años conversé durante largas horas con él y me quedó claro que nunca se ha convertido a un vampiro como él, que es absolutamente brillante e intuitivo. Además, puede seguir hablando con los espíritus. Tiene los poderes de un “brujo” y de un inmortal. Creo que la consecuencia de esta aventura fue, sin lugar a dudas, positiva.  

miércoles, 5 de octubre de 2016

La verdad tras la reina.

Mael explicó cómo conoció la verdad sobre Akasha. Yo también hubiese creído a Maharet.

Lestat de Lioncourt


El imbécil orgulloso de Marius la adoraba, pero a mí no me traía buenas sensaciones pese a toda la dramática historia, de lucha y honor, que decían que poseía a sus espaldas. Mis ojos merodeaban cada uno de sus rasgos, escudriñaban en sus ojos hieráticos, y me alejaba para contemplarla sentada en su trono de oro, junto a su consorte, mientras percibía como mi viejo compañero de penurias, Marius, admiraba su belleza codiciando su amor. Yo no lograba amarla como a una madre abnegada por todas sus criaturas. Avicus me habló de ella, de la transformación que le dio a su vida. Él era un guerrero que habían convertido contra su voluntad, el cual llevaron hasta el reino vecino, el antiguo Kemet, para que ella diese el visto bueno. Se incorporó de su trono, caminó hacia él y le otorgó nuevos poderes a través de su poderosa sangre.

No fue hasta que conocí a Maharet, tras alejarme de ambos, cuando ella me confió la verdadera historia. Todo encajaba a la perfección. Acababa de salir de Venecia. Marius me había dado acogida en su casa y yo, como no, le había advertido que aquel muchacho, de hermosos cabellos cobrizos y maravillosos rasgos faciales, le traería grandes problemas y haría que vertiera miles de lágrimas. Caminaba cerca de lo que hoy es San Petesburgo. Había casi medio metro de nieve. Mis pies se congelaban, sentía en mi rostro como se cortaba con miles de navajas en cada bofetada que me ofrecía el viento, y, como no, me empeñaba en proseguir bajo aquella nevada.

Ella salió a mi encuentro. Sus cabellos rojizos ondearon en el aire como si fuera un fuego para calentar mis manos. Sin decirme nada, sólo con gestos, me hizo seguirla hasta una pequeña cueva que tenía por casa. Estaba aislada del frío, el fuego crepitaba en una hoguera y me regaló ropas secas, cálidas y casi de mi medida. Noté que toda ella estaba tejida por su inmenso telar, pero no supe cuál era el producto hasta que la vi arrancarse mechones de pelo y unirlos a sus obras. Quedé fascinado.

—Me llamo Maharet—dijo moviendo rápidamente sus dedos por su telar. Parecía una araña construyendo una inmensa tela de araña, pero en realidad sólo hacía una manta gruesa para pasar los peores días del invierno—. ¿Qué haces por aquí?

—Viajo. Quiero conocer el mundo y comprender lo que somos—expliqué notando que era vieja, pues tenía una presencia que no había captado en ningún otro vampiro, ni Eudoxia o Avicus.

—He visto que conoces a Akasha, pero no la verdad. Siéntate, acomódate junto al fuego, y te contaré lo que esa tirana logró hacerle a mi familia—susurró.


Durante horas me contó su infancia, como su madre la había educado, para finalmente hacerme ver lo que había ocurrido. Ella me habló del dolor que había atravesado su piel, así como la piel de su hermana, hasta su alma. Explicó las leyes que impuso la soberana Akasha, como Enkil sólo era un pelele y que ella se creía una diosa. No la interrumpí. Cuando finalizó su relato hasta aquella misma mañana me incorporé, caminé hacia ella y besé sus mejillas. La amaba por su entereza, su sabiduría y el poder que transmitía aunque ella sólo quería sobrevivir.  

lunes, 3 de octubre de 2016

Diosa ciega

Creí que estaría a salvo de cualquier mal. Pensé que mis pecados habían quedado sepultados horas atrás, que nadie más sabría llegar hasta a mí, y podría soñar pese a las terribles pesadillas que había vivido en primera fila en ese concierto. Me equivocaba. Ella apareció súbitamente en aquella guarida, la cual había supervisado yo mismo. Estaba muy equivocado.

Debí suponer que Akasha no descansaría hasta dar conmigo. Desconocía cuales eran sus intenciones, pero sabía que si hubiese querido matarme lo habría hecho frente a miles de cámaras. Habría mostrado al mundo que el príncipe malcriado, el imbécil que había expuesto su figura heroica en vídeos de rock, podía ser asesinado por la propia Bella Durmiente. Una Bella Durmiente que no despertó por un dulce beso de amor, sino por mi voz transmitida una y otra vez en los distintos dispositivos electrónicos.

Pensé en Marius. Había escuchado su voz y las advertencias que me había ofrecido minutos atrás. Estaba sepultado en hielo, en algún punto del norte de esta tierra maldita llena de imbéciles como yo, esperando quizá ser rescatado o simplemente morir ofreciéndome su último aliento. Supongo que de haber seguido sus normas esto no habría ocurrido, pero era algo que tenía que hacer. Me sentía en deuda con todos los que habían leído las memorias de Louis. Había sido condenado y juzgado al mismo tiempo que terminaban la última frase de su maldito libro. He perdonado a Louis por ello, pues yo le he condenado a vivir un infierno. Y todo eso lo hice, el condenarlo, porque me enamoré de él. Eso no exime lo que hice, no suaviza el pecado, sino que demuestra que soy un ser apasionado y estúpido. Sobre todo apasionado.

Así que ella se personó ante mí, me agarró y exigió que la siguiera. Dijo que las criaturas satánicas que éramos, que los Hijos de la Oscuridad, habían perecido y, que al fin, existiría únicamente ángeles y una diosa. Aguanté la carcajada porque en el fondo, como todos en ese momento, estaba aterrado. Yo no creía en dioses y tampoco en ángeles. No creía en nada. Vivía en una inocencia libertina que me daba el ateísmo más absoluto. Ahora creo en algunas cosas, como los espíritus que pueden guiar nuestras acciones o formar parte del mundo modificando la historia a su antojo. Si bien, una diosa como ella, terriblemente caprichosa y ciega, hubiese sido para mí una tragedia. No podía creer en ella de ese modo. Sólo veía a una mujer desesperada en un ataque de nervios absoluto, esperando vengarse de todos los hombres porque la habían fallado. Si bien, ella falló primero a los hombres más cercanos. En primer lugar... falló a su hijo, después vinieron los demás. La supremacía de un género u otro es una estupidez, una blasfemia, porque los pecados los llevamos por igual hombres y mujeres. Somos lo mismo. La misma bondad y la misma maldad. No hay diferencias.


Aunque admito que la amaba a mi modo, pero la amaba. Quise ayudarla, pero no pude. Yo no tenía la facultad para salvar a una mujer como ella. Era un pobre imbécil. Supongo que aún lo soy después de tantos años. No pude controlar sus mentiras ni hacer que se arrepintiera del dolor que había ofrecido como un caramelo envenenado.


Lestat de Lioncourt   

martes, 20 de septiembre de 2016

Amor desde el primer momento

No sé qué sentí cuando te vi por primera vez. Creo que me dio un vuelco en el corazón y mis manos se aferraron firmemente en la barandilla donde estaba situado. Había llegado al hostal hacía tan sólo unas semanas en busca de soportar la muerte, su corto y sufrido recorrido, junto a mi padre. El yacía en la habitación contigua tosiendo, sintiéndose morir sin morirse, por el contrario yo parecía gozar de una buena salud, posición y grandes deseos que no lograba sofocar. Quería alejarme de él, de su hedor de moribundo y sus palabras victimista sobre el amor, el respeto y la necesidad que tenía hacia mí.

Había surcado los mares para vivir una gran aventura, recorrí ciudades que hoy en día están prácticamente desaparecidas. Incluso estuve en Londres antes del gran incendio que arrasó distritos completos, dejando humeante y destruida aquella hermosa vista desde el río. Caminé por el desierto, lloré frente a una lápida sin cuerpo y tuve que decir adiós a mi madre. Ella quiso recorrer mundo a solas. Yo, por el contrario, no sé vivir en soledad; y, mucho menos, soportar el dolor de la pérdida de un ser amado.

Cuando nos encontramos tú habías perdido a tu hermano, el cual significaba demasiado para ti, y yo había perdido a Nicolas. Ambos sufríamos ciertos remordimientos que latían como mariposas oscuras sobre nuestras almas. Por eso, cuando te vi, sentí que te necesitaba. Supe que eras el idóneo. Vi en tus verdes esmeraldas la tortura de una vida insatisfactoria. Comprendí que debía tomarte entre mis brazos y ofrecerte la vida eterna. Tú la merecías más que nadie en esta ciudad. Tenía que mostrarte la belleza ecléctica de la noche.

Bajé de inmediato, dejando a mi padre solo, y recorrí las calles detrás de tu espalda algo estrecha, de figura esbelta y elegantes pisadas. Podía ver en ti la hermosura de París, lo bohemio, de tantos y tantos poetas frustrados y músicos malditos. Aspiré tu filosofía decadente y amé esos labios ligeramente fruncidos. Quería besar tus mejillas y colar mi nariz entre tus oscuros cabellos. Sí, quería. Deseaba tocar esa maraña ondulada que caía elegantemente sobre tu espalda. Te imaginé desnudo, recostado en mi cama como un maravilloso premio de esta vida, y sentí escalofríos.

Siempre supuse que te convertí porque en tus ojos vi el dolor de Nicolas, al cual no logré salvar, pero admito que también estaba enamorado de todas tus restantes virtudes. Esa melancolía eterna me hacía suspirar e imaginaba que lograba colocar una sonrisa en tu boca. Sí, lo imaginaba, Louis.


Por eso, amor mío, nunca voy a cansarme de ti porque te he amado desde el primer momento.


Lestat de Lioncourt   

sábado, 17 de septiembre de 2016

Armand

Daniel contando sus primeros días con Armand.

Lestat de Lioncourt


—¿Por qué estás siguiéndome?—pregunté al percibir su figura entre la multitud.

Me había marchado de Nueva Orleans en el primer avión de la noche. Encontrarme con él tras ir a buscar a Lestat fue terrible. Jamás creí que sentiría tanto pavor ante su imagen agraciada y delicada similar a la de un querubín. Su cabello cobrizo caía sobre sus hombros, algunos mechones en ondas rozaban sus carnosas mejillas y su boca, voluptuosa e irresistible, sonreía maravillado ante mi decrépita figura.

Nueva York no parecía un refugio perfecto para mí, pues él había logrado encontrarme entre el gentío. Supuse que había leído mi mente, y por ende también mis miedos, así como mis anhelos hacia él.

Llevaba semanas perdido en mis dudas, miedos y dificultades. Desde que entregué a mi editor la historia, esa maldita biografía, habían sucedido cosas terribles. Siempre fui un hombre nervioso e insensato, pero ahora estaba demasiado entregado a la ida de la inmortalidad. Quería ser un vampiro, y uno vino a mí. Vino ante mí el más terrible de todos: Armand.

—Te diré por que... —murmuró con una ligera sonrisa caminando hacia mí, y de inmediato se colgó de mi cuello. Me miró embelesado y me ofreció sus labios en un entregado beso.

—¡Qué haces!—grité separándome.

—Intentar conquistarte—respondió tras una pequeña risa sin dejar de colgarse de mi cuello.

—¡Normal que no tengas amigos! ¡Ni nadie que te soporte!—dije porque no sabía cómo reaccionar. Él me ponía demasiado nervioso. Sin embargo, no lo separé de mí. Me quedé mirándolo embelesado por el fulgor de sus ojos castaños.

—Me he enamorado de ti—respondió.

—¿Qué?—dije completamente incrédulo.


Desde esa noche tengo que soportarlo siguiéndome allí donde voy, cambiando los canales de mi televisión y exigiéndome haga conferencias a países que hasta ayer mismo no había escuchado hablar. Es mucho más complejo ser un vampiro de lo que había pensado, pero aún así quiero serlo; quizá por eso lo soporto, aunque en ocasiones he llegado a pensar que parte de mí lo quiere.  

jueves, 14 de julio de 2016

Recuerdos humanos

Recuerdos de cuando era humano ¿eh? Interesante. ¿Así de cabrito era mi "maestro"? Vaya...

Lestat de Lioncourt 


El verano era tan tórrido que me exasperaba. Lejos de la ciudad, perdido entre los viñedos y hectáreas de trigo y árboles frutales, podía escuchar con claridad el zumbido de los insectos y el pasar del tiempo acariciándome como un amante satisfecho. Había viajado hasta Carmo, en el sur de Hispania, desde Rome. No había sido la mejor decisión de mi vida, pero admito que era una aventura más para abultar mi agenda y recuerdos. Deseaba relatar para el Imperio la vida cotidiana de sus gentes, el comercio y la agricultura, así como explicar la travesía que había vivido tanto por mar como por tierra firme. Lejos quedaba mi padre con sus oscuros deseos de engrandecerse, hinchando su pecho con orgullo, por mi hermano mayor fruto de su matrimonio y su severa mirada hacia mí, el más pequeño, nacido de un romance con una esclava celta. Igual de lejos que parte de mi fortuna, destino y amores.

Las noches eran incómodas pese a estar hospedado en una buena villa de un pariente lejano de mi padre, el cual se asombró que yo fuese su hijo por mi aspecto y mente ágil. Supongo que los genes de mi madre influyen notablemente en ser más suspicaz y descreído que cualquier haragán metido a centurión, como era el caso de mi hermano Octavius. Las viandas eran deliciosas y el vino alegraba mis torpes gestos de agradecimiento.

Mis momentos favoritos era cuando llegaba a mi habitación tras horas conversando con mis familiares. Allí perdía la conciencia hasta el amanecer cuando uno de los esclavos entraba, con mi permiso, para pernoctar conmigo hasta bien entrado el medio día. Admito que su piel dorada y caliente embravecía mi corazón y mis modales.

El joven disfrutaba provocándome sentado sobre mi pelvis mientras balanceaba de forma erótica, casi hipnótica, su cuerpo. Sus redondos y duros glúteos rozaban mi sexo hasta despertarlo. Mis manos de dedos largos y palmas grandes, muy suaves porque jamás hice trabajo de labranza o armas, recorrían su rostro de rasgo ambiguos y sus brazos delgados. Él reía bajo como si fuera un sátiro imberbe de piel de seda y ojos verdes de Medusa pérfida, porque cuando me miraba sentía como me convertía en piedra durante algunos segundos. Se maquillaba y perfumaba como una mujer cubierta de coquetería y ambiciones de conquistar los corazones de los hombres.

Los delicados perfumes que cubrían su piel laxa eran tan deliciosos como la figura que había bajo sus prendas. Solía recostarlo sobre el colchón para lamer sus ingles, morder sus pezones y besarlo con furia mientras arremetía contra su próstata completamente orgulloso de deshonrar su virtud. Sus gemidos se alzaban hasta el alto techo y rogaba sentir la siembra de mi simiente en sus áridas tierras.

Sus piernas eran largas y torneadas como las de una mujer pero entre estas, oculto a veces con cierto pudor, se hallaba una pequeña virilidad que solía saborear como si fuese una raíz con propiedades medicinales. Era delicioso ver como se retorcía jadeante con esa mirada verde embotada en placeres y lujuria.

La noche antes de partir hacia Pompaelo, en el norte de la región, me convertí en un monstruo frente a él. Esa noche no fui gentil con mi dulce hetaira masculina. No lo llamé. Decidí ausentarme de la cena con la excusa de no querer sentir el estómago pesado durante el largo viaje hasta la ciudad cercana, donde me quedaría a descansar unas horas, y lo esperé en el amplio pasillo que daba al jardín.

Él se acercó a mí como un ave que busca refugio en el nido. Atrapé su cuerpo llevándolo conmigo lejos de la vivienda. Guié sus pasos por los viñedos mientras le arrancaba la ropa y mordía su lóbulo derecho. Pronto soltó su largo cabello oscuro y ondulado que le cubría su estrecha cintura. Sus manos gentiles no tardaron en buscar entre mis prendas mi vigoroso miembro. Finalmente, en mitad del viñedo, se arrodilló ante mí y tomó entre sus labios mi glande. Su boca cubría todo mi sexo, tiraba de la piel del frenillo de mi prepucio, mordía mi glande por el surco superior y apretaba con rudeza cada vena que cubría todo mi pene. Con gula masajeaba mis testículos y ocasionalmente los succionaba para volver a su delicioso juego con el cuerpo de mi miembro. Incluso pude sentir algunos besos mientras sonreía mirándome perverso.

Pero toda la seducción finalizó cuando acabé apartándolo con una patada sacando mi látigo. Él me miró perdido y agitado antes de gemir de dolor ante el primer azote. Una lluvia de golpes cayeron sobre su torso hasta que hice que se girara. Sus hombros, omóplatos, costados, cintura y caderas quedaron marcados por mi apasionada muestra de dominio. Él acabó gimiendo de placer confundido ante aquel control del dolor. Pues tras varios azotes estimulaba su miembro o jugueteaba con su entrada.

Creo que fue allí cuando comprendí que no había manera más propicia para domesticar a las furcias que conquistaban mis corazones. Aquel esclavo de aspecto entre lo femenino y lo masculino derrumbó cualquier ápice de bondad en mi alma. Desde entonces el sexo comenzó a ser tiránico y placentero a la par. Él no tenía más de quince años y yo ya estaba entrado en los treinta. La diferencia quizás es asombrada y deleznable en esta época, pero debo señalar que en la mía era habitual tener incluso matrimonios con mujeres más jóvenes. Él me ofrecía sus carnes como si venerara a una nueva deidad.

Entre los racimos de uvas él sintió como mi miembro lo desgarraba, y mis manos se convertían en garras tirando de sus mechones igual que si fueran riendas, entretanto mi cuerpo quedaba arqueado como si montara a una yegua.

—Si fueras mujer—le dije cuando lo arrojé al suelo después de ofrecerle mi cálido regalo— serías mi concubina y te obligaría a yacer conmigo todas las noches—confesé logrando que riera bajo borracho de sensaciones.


Pensé en buscarlo tras convertirme en un monstruo sediento de sangre, ¿pero qué iba a lograr? Sólo un esclavo desesperado por ser tocado de una forma que ya no podía ofrecerle. Preferí retenerlo en mis oscuros recuerdos hasta prácticamente borrarlo.  

martes, 21 de junio de 2016

Madre y yo.


—¿Qué haces?—preguntó interrumpiendo mi larga discusión conmigo mismo. Amel había decidido abandonarme hacía un buen rato. No sabía por qué a veces se callaba, pero quizá lo hacía porque sabía que todos necesitamos un rinconcito de soledad.

—Pensaba—respondí.

—Es divertido. Todos creen que no piensas—dijo carcajeándose bajo mientras tomaba asiento conmigo en aquel banco.

Nos hallábamos en un hermoso cenador rodeado de madreselva, rosales y otras plantas silvestres que no tenía corazón de destruir pese a que supuestamente quitaba belleza al conjunto. Pensaba en todos esos jóvenes destruidos y no podía hacer lo mismo con plantas. Ellas representaban a las flores de este Jardín Salvaje, de esta jungla de sueños pesadillas, que habían sido arrancadas para siempre.

—Soy un hombre de acción, pero a veces medito—alegué con una ligera sonrisa.

—Sí, supongo que necesitas meditar el rumbo que está tomando tu vida y la historia de todos—echó su brazo sobre mis hombros y me dejó un beso en la mejilla. Seguía oliendo tan bien como cuando yo era un niño.

—¿Crees que todo saldrá bien?—le consulté. No estaba ya seguro de nada.

—¿No lo crees así?—preguntó.

—Sí, pero a veces me equivoco—dije aferrándome a su cintura mientras apoyaba mi cabeza sobre sus pechos.

—Eres de los que no se rinden—aseguró—. Jamás te has rendido. Ni siquiera cuando naciste casi muerto y pocos daban algo por ti—dejó un beso en mi frente y recordé algunos hechos de mi vida.

Me vi entre la nieve casi congelado dejando que el aliento saliese como vaho, el ruido de los lobos gruñendo y aullando, mi caballo relinchando, la escopeta a punto de disparar y mis perros atacando mientras morían uno a uno por las dentelladas de aquellos animales salvajes. También me sorprendí danzando en el teatro para luego, tras las cortinas, terminar yaciendo con la gitana que me vendió por unas monedas a mis hermanos. Claro está, también pensé en la taberna y Nicolas, la escapada a París, el desdentado Magnus, la verdad abriéndose paso como una navaja, las riquezas que adquirí y el desconocimiento, persecuciones, la muerte de Nicolas, la destrucción del violín y todo lo que vino después por culpa de mis deseos. Pero sobre todo vino a mí Louis. Los ojos de Louis aparecieron como si fueran una revelación divina.

—Pero en esta ocasión no lucho solo. Hay muchos factores que pueden fallar y...


—Hijo, tú sobreviviste a una manada de lobos, a los golpes de tus hermanos, al frío de los inviernos, a la sed y el hambre, a la inmortalidad con todas sus trabas y a la soledad que a veces te ha abrazado con firmeza como si fuese tu madre—dijo llevando su mano derecha a mis rizos leoninos para acabar tomándome del rostro girándolo hacia mí—. Te amo—murmuró. Estaba sorprendido por su discurso, pero también por escuchar de nuevo esas palabras tan importantes para mí. Realmente ella pensaba igual que yo en muchos aspectos—. Te amo con todo mi corazón. Eres lo más maravilloso que he podido aportar a este mundo y sé que puedes cambiarlo. Harás que todo sea distinto. Sólo tú puedes hacerlo—dio un par de besos más a mi rostro y se incorporó para echar a correr entre los árboles. Sabía que odiaba ese lugar, que para ella el castillo estaba tan maldito como el lugar donde quemaban a las brujas.  


Lestat de Lioncourt 

martes, 17 de mayo de 2016

Tristeza

Esto fue cuando los dejé unas noches para conocer a Tarquin...

Lestat de Lioncourt 




—Louis, ¿qué estás pensando?—preguntó sentado en aquel enorme sillón de orejas que había comprado recientemente.

La casa tenía un aspecto acogedor y magnífico. Había reformado el salón y la biblioteca dándole una apariencia más abierta y cálida. David se había instalado en el piso superior, cerca de un pequeño despacho que solía usar para comunicarse con Jesse Reeves y otros vampiros mientras recopilaba información, haciéndome compañía. Lestat se había marchado desapareciendo otra vez dejándonos a solas, sin saber bien hacia dónde movernos, mientras que Merrick se dedicaba a recorrer las calles sin nuestra ayuda. Parecía perdida y dolida con el mundo, con ella misma y con los espíritus que alguna vez sintió como parte propia.

—¿Crees que Merrick es feliz?—dijo con la vista perdida en la nada.

Esos ojos castaños con destellos dorados parecía amargos y desesperados. Su semblante parecía hundido en una melancolía similar a la que yo había padecido años atrás. Mis nuevos poderes, el saber que Claudia me detestaba y que el mundo no era del todo como yo creía, me había convertido en un monstruo menos sensible. Apoyé mi frente contra el cristal de la ventana y cerré los ojos. No sabía como asumir el riesgo de animar su miserable alma, pues él había logrado experimentar todas las etapas de la vida y yo sólo podía ofrecerle mi experiencia como vampiro.

—La felicidad es muy relativa—murmuré apartándome de la ventana para acercarme a él.

—Lo sé, para cada uno la felicidad se define de formas distintas y no se puede decir que tu felicidad, o los hechos que te hacen feliz, es igual a la mía. Eso lo sé, Louis—dijo moviendo suavemente su cabeza para quedar recostado sobre el sillón. Parecía un hombre agotado de setenta años aunque su rostro, y el resto de su apariencia, mostraba a un hombre de treinta años con los rasgos aún demasiado extraños para él. Todavía se miraba al espejo buscando al hombre que fue, al director de la Orden de Talamasca, y luego se echaba a reír como un maníaco dándose cuenta que había tenido mucha suerte y que su vida, su nueva vida, era un milagro oscuro que disfrutaría cada segundo. Pero Merrick no era así—. Sin embargo, ella me mira, sonríe apática y dice que todo va bien. Yo no me creo que vaya bien. Esos poderes que ha acumulado no son los que ella esperaba y creo que tampoco es lo que realmente la completa.

—No ha conseguido lo que quiere y eso no lo va a tener nunca—dije.

Deseaba ser suave con él porque no era su culpa. A veces dañamos a las personas sin que nos lo propongamos. Admito que he dañado en varias ocasiones a Lestat e incluso a Armand, que es mucho más frágil de lo que todos pueden llegar a pensar.

—¿Y qué quiere?—murmuró.


—Seguramente creía que siendo uno de los nuestros haría su vida más estable y lograría calmar su dolor. Ya no se sentiría sola y aislada, sino que sería parte de un mundo donde tú estás. Ella deseaba ser igual o mejor que tú, pero lo único que ha logrado es verse nuevamente en la alargada sombra de tu figura. Tú no la miras como deberías hacerlo y no has perdonado como ella esperaba. Sí, la quieres, pero no la amas de esa forma tan desesperada como ella a ti. David... ha intentado vengarse de mil formas porque aún está herida. Es como tú dijiste... un gato... un gato salvaje y negro que se camufla con su pelaje en mitad de la noche, se mueve por los callejones y arranca pequeños momentos de libertad, para no recordar que la única mano amable la torturó y ella acabó arañándola—suspiré sentándome a su lado en otro sillón similar.  

miércoles, 13 de abril de 2016

Nuevos tiempos

—¿En qué piensas?—pregunté apoyándome en el barandal de aquella azotea.

Pocas veces había visto Nueva York tan hermosa. Tal vez se debía que ahora podía ver mucho mejor. Era capaz de ver colores que antes pasaban desapercibidos y comprendí que era uno de los regalos que me había concedido Amel. Él tarareaba bajo una dulce melodía que me recordaba a mis desenfrenados meses mortales en París. Podía oler el polvo de las pelucas y el maquillaje en cada tarareo, pero regresaba rápidamente a la realidad dejándome fascinar por las parpadeantes luces eléctricas que apocaban el brillo de las eternas estrellas.

—Esto no ha acabado—murmuró serio con las manos metidas en su elegante pantalón oscuro. Llevaba un hermoso Armani que le sentaba como un guante. Cada vez que lo veía me asombraba. Había amoldado ese rostro a sus viejos rasgos, a sus guiños y su peculiar forma de comportarse. David tenía un nuevo cuerpo pero a la vez parecía ser tan viejo como él. Su alma era poderosa y había luchado encarecidamente por sentirse cómodo en su nueva guarida.

—Ah, eso lo sé—dije quitándole hierro al asunto.

—¿Y no te intranquiliza?—preguntó girando su rostro de hermosos rasgos hacia mí.

Quien lo mirara caería enamorado. Su piel ligeramente oscura, sus ojos profundos, su boca perfecta y ese mentón fuerte le hacían parecer un ser superior a cualquier otro.

—No, sería peor saber que quedan años de paz—respondí casi carcajeándome. Amel se rió guardando silencio para prestar atención a la conversación.

—Vienen nuevos tiempos—aseguró.

—Sí, se ha proyectado una sombra de duda sobre todos nosotros. Ahora sabemos que estábamos más ciegos, más sordos y más mudos que nunca—dije estirazando mi cuerpo hacia delante, encorvando ligeramente mi espalda y dejando mis brazos sobre la barandilla y dejando mi mentón sobre mis manos. Estaba ahí apoyado de una forma extraña fascinado por todo lo que veía. Todo el horizonte parecía un nuevo mundo y yo quería explorarlo como mi madre cuando corría por París dejando libre su alma.

—Vendrán nuevos conocimientos que destruirán todo lo que conocemos—comentó.

—Y es fascinante, ¿no lo crees?—dije incorporándome para sentarme de un brinco en la barandilla. Mis pies quedaron en el aire y moví mis piernas como un chiquillo aburrido. Mis manos estaban aferradas al grueso y frío hierro como si realmente hiciese falta. Yo podía arrojarme hacia el suelo y no morir, pues podría lanzarme a volar como Superman con sólo desearlo... ¡Y sin necesidad de capa o calzoncillos sobre unas estrechas mallas de héroe de cómic.

—Sí, pero esos cambios pueden ser desagradables—aseguró—. ¿Quién te dice que Amel no se vuelva de nuevo en nuestra contra?

—Confío en él—respondí.

—¿Cómo puedes hacerlo?—preguntó colocándose tras mi espalda para introducir sus brazos por el hueco entre mis costados y brazos. Sentí su torso pegado a mi espalda y su mentón apoyado sobre mi cabeza de dorados y revueltos rizos.

—No lo sé—admití—. Tal vez porque he llegado a comprender su dolor porque yo también me sentía solo. Él tiene mucho amor que dar, mucho conocimiento y desconocimiento. Él quiero aprender con nosotros y nosotros queremos aprender de él. Puede que lo que aprendamos no sea útil o puede que sea algo maravilloso. No se sabe. El futuro no está escrito y ahora podemos usar esa frase con mayor rotundidad que antes.

Jamás había sido tan sincero. Quizá volvía a confiar en lanzar todo lo que pensaba sin filtro alguno. Pero era algo que él podía haber visto estos años. Yo no era el ser eternamente jovial, sino un hombre pesimista porque deseaba cambiar el mundo. Los optimistas piensan que todo va bien, que todo es maravilloso, pero yo era pesimista porque jamás me conformaba con todo y siempre pensaba que era horrible lo que tenía. Por eso yo soñaba cosa que según dicen sólo hacen los optimistas. Yo soñaba con conseguir cosas. Tenía una dualidad mi alma escandalosa y eso me hacía sentirme frustrado. Podía maravillarme por cosas pequeñas, casi insignificantes, y sentirme apático ante grandes maravillas. Y desde aquellos días, y por supuesto aún hoy, he aumentado ese ir y venir entre el llanto y la alegría.

—¿Por qué nunca tienes miedo? ¿Qué clase de hombre eres?—preguntó confuso sin entenderme del todo.


—Sí tengo miedo, David—dije—. Tú no puedes notarlo pero por dentro tiemblo de miedo, pero también de ilusión. El miedo no puede ensombrecer esa luz llena de esperanza que hay en mí.

Lestat de Lioncourt  

jueves, 31 de marzo de 2016

Heridas y supervivencia

Pues al parecer Mael está vivo...

Lestat de Lioncourt


—Amigo, ¿necesita algo?—preguntó un tipo orondo de ojos bondadosos y sonrisa agradable, aunque con numerosos dientes torcidos y algo amarillos a causa del tabaquismo. La recepción era pequeña y completamente hecha de madera.

Por un momento recordé las viejas tabernas, las conversaciones bulliciosas alrededor de las mesas, las chicas echando vino y cerveza con jarras de latón mientras los hombres gritaban eufóricos. Todos parecían estar llenos de vida. Casi podía oler el aroma a humanidad, perversa e insatisfecha, llena de reglas no escritas y sentimientos de hombría desmedida. Era como si me hubiese trasladado al pasado, pero el dolor de las heridas y el sonido hueco de mis botas sobre la madera del suelo me trajeron al presente con un fuerte golpazo, como la puerta cerrándose a mis espaldas por un soplo de aire.

—No, sólo una habitación donde pueda descansar durante todo el día—dije dejando mi pesada maleta de cuero marrón en el suelo. Era pequeña, pero pesada. Dentro llevaba varios libros que yo mismo había escrito a mano, los cuales no eran otra cosa que diarios, y algunas viejas cintas de vídeo y fotografías que me recordaba a mi pequeña familia, la que tuve junto a otros inmortales que ya eran cenizas recogidas en la tierra.

—Parece que ha sufrido un accidente bastante importante—dijo después de mirarme a la cara como cualquier idiota de los que me había topado estos últimos años.

El sol había destruido mi piel dejándome quemaduras importantes. La nueva piel, ligeramente bronceada, había aparecido cubriendo parcialmente mis mejillas, frente y boca. Sin embargo, tenía profundas cicatrices que me hacían asemejarme a Prometeo aunque sin Victor Frankestein vigilando mis pasos.

—Sí, hace algunos años—respondí colocando mis manos enguatadas sobre el mostrador.

Tras él había un letrero donde se decía los precios. Por noche eran sólo quince dólares, un precio muy económico, pero al mes se subía un monto bastante considerable porque añadía servicios de lavandería, limpieza y comida.

—Lamento haber sido indiscreto, pero pocos son los forasteros que vienen por aquí—comentó sacando el libro de registro—. La gente normalmente sólo viene en sus retiros espirituales y de visita a los viejos del pueblo. Ya quedan pocos hombres jóvenes. ¿Se quedará algún tiempo?—preguntó.

—Depende.

—Tiene la habitación número 11—dijo dejando una llave dorada con un llavero algo pesado con el número 11 tallado. Me di cuenta que era de hierro y artesanal—. Es en la segunda planta al fondo—indicó señalando las escaleras de madera—. Es la última habitación y es la única que tiene unas buenas vistas. Verá bonitos amaneceres.

—No me gustan los amaneceres, pero posiblemente la aproveche por las noches cuando me dedique a escribir mis memorias—dije tomando la pluma que estaba a un lado atada con un simple cordel. Siempre me pareció estúpido que hicieran tanto drama por unos bolígrafos robados, pero también comprendía que era un gasto inútil que debían controlar.

—Escritor... normalmente también vienen escritores, ¿sabe?—dijo ayudándome a buscar la última hoja para que escribiera mi nombre y firmara.

Era extraño que aún llevaran el registro a mano, pero había locales que no necesitaban demasiada documentación. Yo prefería estos sitios donde podía ser quien yo quisiera sin tener que dar más explicaciones. Podía inventarme una vida frente a todos y desaparecer una buena noche en mi moto.

—Vaya... gracias por la información—dije clavando mis ojos azules en los suyos castaños.

—Pero viéndolo con esa ropa pensé que era uno de esos vándalos que van por ahí haciendo el loco con las motos... ¿cómo se llaman esas que usan los rudos barbudos de las películas de acción?

Era curioso que usara conmigo el término “vándalo” porque eran un pueblo germano que había luchado contra los romanos, igual que mi pueblo, y que tenía varias características comunes con mi cultura. Pero ellos lo usaban con tono despectivo hacia personas que no llevaban reglas sociales, que iban contra la ley y formaban grandes escándalos.

—Harleys—respondí clavando mis ojos en la lista de nombres y fechas. Justo ayer se había registrado una chica. Sólo éramos dos en estas fechas rondando el pueblo.

—Eso es... ¡Harleys! Vaya motos, ¿la suya lo es?—dijo intentando ver tras el cristal de la puerta. Estaba seguro que la había escuchado llegar, pero no se había atrevido a husmear.

—Lo es, pero soy prudente cuando conduzco—aseguré.

—Firme ahí—señaló luego me retiró el libro—. Deje, el nombre debo ponerlo yo. Luego no entiendo lo que hay escrito—giró el libro y me miró con una sonrisa cordial—. ¿Nombre?

—Leblanc, Mael Leblanc.

—¡Francés! Vaya, un francófono. No había notado su acento, ¿sabe?—dijo echándose a reír—. Vienen pocos europeos pero suelo captarlos al primer vistazo. Usted parece Made in América.

—Ascendencia francesa, pero nada más. Hace mucho que no visito mis raíces—intenté ser cortés aunque me dieron ganas de preguntarle si parecía Navajo, Siux o Azteca, pero preferí simplemente sonreír y guardar mi afilada lengua para mis memorias.

—Bien, si quiere nos vemos más tarde y jugamos una partida de cartas—estiró su mano para que yo la estrechara, cosa que hice, y luego la retiró—. El hostal está casi desierto y mi mujer cocina bien. Podríamos invitarlo a cenar si quiere, pero al final del pueblo puede encontrar un buen restaurante italiano.

—Tendré en cuenta su invitación. Muchas gracias.

Agarré mi maleta y empecé a subir la escalera mientras le escuchaba. Finalmente le respondí por cortesía, pues no quería tener relación alguna con la gente del pueblo. Yo sólo quería curar mis heridas unas cuantas noches, descansar unas horas escuchando el murmullo del bosque y dejar que mi bolígrafo narrara algo que todavía no había sido contado... el modo en el cual sobreviví al sol y me oculté de todos.


jueves, 18 de febrero de 2016

Caza

Este texto debí subirlo hace algunos días... ¡Lo siento! Me quedé sin ordenador y el archivo quedó ahí, relegado a la oscuridad de un mundo digital y salvaje... ¡Es de Armand!

Lestat de Lioncourt 


Debería sentirme conmocionado, o quizás aplastado, debido a lo cruel de la situación. Sin embargo, estoy acostumbrado a ser tomado entre los brazos codiciosos, casi desesperados, de cualquiera esperando que sea el juguete perfecto de un cruel juego de palabras y caricias que logren dominar mis sentidos. Estúpidos. Son tan estúpidos y patéticos que hasta siento pena por ellos. Observo el mundo desde lo alto, como un ángel oscuro, y juzgo a todos con el silencio más ruin. No soy avecilla perdida, ni el fruto dulce y tierno, que tanto desean. Mi jugo es amargo, casi venenoso, y provoca que terminen cayendo prácticamente muertos antes de tocar el pavimento. Por eso, ¿debería sentirme conmovido ante sus últimas palabras? ¿Tal vez debería sentir que mi alma pesa más ahora que sé que una nueva víctima, de mis deseos más bajos y mis instintos más primarios, cae como la última hoja caduca a los pies del ya desnudo árbol? ¿Debería? No.

Él se acercó a mí, como cualquier otro, esperando quizás que yo fuese tan estúpido como sus habituales presas. Me sonrió algo pérfido, desenfadado y con un aire hedonista. Sus ojos eran hermosos azabaches, pero brillaban como perlas. La fragancia, ligeramente dulzona, era agradable y, pese a todo, varonil. Llevaba uno de esos jerséis de cuello de cisne, los cuales alargan más el cuello y marcan las formidables mandíbulas masculinas. Poseía un rostro anguloso, bien definido, de pómulos marcados y labios carnosos. El único fallo era el tabique, algo torcido, de su nariz. Se creía un Adonis y tenía derecho a creerlo.

¿Qué vio en mí? No lo sé. ¿Tal vez algo fácil y rápido? Un tentempié para no sentirse degradado por coquetear con un jovencito de rostro aniñado, casi de niño de coro de iglesia, que sonreía dulcemente en aquel apartado rincón de un bar demasiado bullicioso, estrafalario y pecaminoso para una tierna criatura como yo. Quizá como todos vio un ángel sin alas sentado a la espera que Dios mismo, junto a toda su corte, bajase para recuperarlo de las manos del pecado y de la siseante serpiente.

Muchos vampiros se entretienen leyendo la mente de sus víctimas. Aprecian ese hecho. Juegan con sus pensamientos e incluso se hacen pasar por clarividentes. Por mi parte ese papel, esos juegos descarados, son aburridos. Me gusta dejar que ellos se desnuden ante mí, que se arranquen incluso a piel a tiras, antes de permitir que yo les destruya con una cándida sonrisa.

No tardó más de una hora en jurarme amor eterno, así como bajarme la luna y las estrellas, mientras besaba mi cuello y me rodeaba por la cintura. Él, un hombre que jamás había sentido deseos inapropiados hacia un hombre, estaba cayendo a mis pies mientras jugueteaba con un refresco que ni siquiera olfateé.

Por ello, ¿debería llorar por su patética vida? Ofrecí mis brazos en un apartado callejón, dejé que sus labios rozaran mi fría piel e hice arder la lujuria que guardaba bajo llave. Yo le di lo que otro nunca le había dado. Cumplí una de sus perversas fantasías, la cual me había susurrado bajo la comedida luz del tugurio, por lo tanto él me debía el calor de sus venas y el sabor metálico de su sangre.


Soy Armand el vampiro, no un ángel venido a salvarte y cumplir tus sueños. No soy bondad. Jamás comprendí cual es la definición correcta de ese término, y no pretendo aprenderla ahora tras más de cinco siglos. Soy un depredador con aspecto de cordero, un lobo hambriento con una encantadora sonrisa, y eso seré siempre. Caminaré sobre la frágil línea del bien y del mal, aunque el pecado de la muerte está sellado en mi alma y lo promulgo con encanto. Soy la peste negra de estos dulces días luminosos, rápidos, malgastados y torpes. 

jueves, 28 de enero de 2016

Nuevo pupilo

Marius colecciona pupilos últimamente, sobre todo desde que Fareed le dio ciertas inyecciones.

Lestat de Lioncourt


La noche había descendido precipitadamente. En aquel lugar frío y solitario, donde la nieve era la única que tocaba con vehemencia la puerta, recordaba sus cabellos castaños cobrizos gracias a la danza del fuego. Aquel pelirrojo provocaba en mí dulces y placenteros recuerdos. El erótico movimiento de las llamas me agitaban el corazón. Podía imaginar su cuerpo retorciéndose bajo las diversas colas de mis látigos, así como el aroma de su sangre, aún humana, salpicando las sábanas blancas de su colchón.

Era un ángel al cual le arrebaté las alas, lo arrojé a la cama de mi alcoba y destruí lentamente con las caricias prohibidas de mi lengua, mis hábiles manos y mi yermo, aunque duro cual mármol bien cincelado, miembro. Él, que se retorcía bajo el goce de mis brutales caricias, ya no estaba en mi vida. Hacía demasiados siglos que abandoné la idea de buscarlo para que regresara al rebaño. Había cambiado demasiado. Era un ser grotesco lleno de dudas existenciales, de deseos insaciables de creer en un Dios tan falso como aquellos que sostuvieron a Roma, y yo alguien desconsiderado con cualquier idea del bien sobre el mal.

Decidí regresar a uno de los rincones más inhóspitos y fríos en los que ya había vivido. Brasil me traía amargos recuerdos, igual que Venecia. No quería volver a recorrer esas calles llenas de gente, calor asfixiante y frescos recientes en muros que estaban a punto de caerse. Daniel había decidido venir conmigo, pero ocasionalmente se marchaba a Nueva York con la esperanza de recopilar datos, nuevas historias de vampiros y conocer realmente el origen de todos nosotros. Su instinto había regresado y yo no podía, ni quería, retenerlo. Era libre.

Pese a no estar rodeado de viejos conocidos, discípulos o creados, no me encontraba solo. Desde hacía unas noches había acogido en el seno de mi vivienda, llena de viejos recuerdos que sólo amontonaban polvo y lágrimas, a un muchacho de dieciséis años. Era joven, delgado, de oscuros ojos tristes y cabello de fuego. Me recordaba a Amadeo, pero no era él. Aquel chico no estaba tan destruido cuando lo recogí de la inmundicia. Vivía en las calles de una guerra consagrada por la avaricia y la corrupción, el deseo de manejar el petroleo y el orden mundial. Ese chico sirio no tenía siquiera esperanzas cuando lo abracé, en mitad de un fuego cruzado, y le juré que alimentaría su estómago vacío.

Algo en mí me hizo incorporarme de mi cómodo asiento, dejando atrás viejas memorias que ya eran pura reliquias casi sacrosantas, para ir a mi habitación. Allí, en mi lecho, se hallaba mi nueva víctima. Él dormía ajeno a los monstruosos deseos que agitaba en mi pecho. Respiré profundamente mientras llevaba mi mano derecha a mi cinto, donde se hallaba mi viejo látigo, y me aproximé al borde derecho de la cama.

—Samir—dije estirando mi brazo derecho, para acariciar su revuelto y largo flequillo—. Samir—repetí palpando sus párpados, viajando por sus pómulos y acariciando sus labios.

Él despertó girándose en la cama, observándome aún con el sueño atrapando su alma. Poseía una pequeña erección entre sus piernas, bajo la fina tela de su ropa interior, las cuales no dudé en abrir sin pudor. El cansancio de días si alimento, de noches sin dormir por el sonido de la metralla, y el dolor de sus huesos debido a la humedad imperante en las noches a la intemperie le evitaban reaccionar con rapidez.

Decidí que era el momento de tomar a otro pupilo. Ésta vez recopilaría todos mis fallos, los memorizaría y los alejaría de mis ruines actos. Era el apropiado. Por ello, ahora con nueva y renovada sabiduría, acepté que debía iniciar la disciplina con aquel frágil muchacho, doblegando su cuerpo hasta romperlo y convertir su alma en sierva del placer.

Bajé su ropa interior arrojándola a los pies de la cama, deslicé mis dedos por sus ingles y besé dulcemente sus labios. Preparaba su figura con suaves juegos antes de enfrentarlo a una guerra de azotes, latigazos y arañazos. Él me miró confuso, ligeramente aterrado, pero su alma tenía mayor miedo a la miseria que había conocido. Me aproveché de esa situación e inicié el ritual.

Tomé a Samir del cabello tirándolo lejos de mi cama, arrojándolo con cierta violencia sobre mi alfombra de tela roja y estampados de flores en hilo de oro, y levanté mi látigo en más de veinte ocasiones. Su sangre salpicaba mis manos, mi rostro, el borde del colchón, la alfombra y mi túnica. Su espalda se arqueaba como la de un gato y sus músculos se tensaban, pero finalmente un largo gemido surgió de su garganta cuando introduje un dedo en su apretado orificio. Aquel trasero, de glúteos duros y redondos, se alzaron con inquietante necesidad.

Pude leer en su mente su virginidad y vergüenza, pero también el nulo deseo hacia los hombres. Aún así, aprendería a amar y fortalecería con él los fuertes vínculos del amor verdadero. Pues, tal y como creían los griegos, el verdadero vínculo de amor es entre hombres y no el de un hombre hacia una mujer.

Lo agarré por uno de sus finos brazos, provocando que la punta de sus pies no tocaran el suelo, y acaricié su rostro con el dorso de mi mano derecha. Él me miró suplicante, ahogado por las lágrimas, el dolor y ese extraño placer que le corrompía. Noté como sus labios temblaban en sollozos callados, los cuales no emitía por puro pánico.

—Aprenderás que en el dolor yace el mayor acto de amor y la fuente de todo placer—pronuncié antes de abofetearlo. Sus lágrimas se hicieron más gruesas mientras agachaba su cabeza.

Hermoso, pero no roto. Podía notar sus deseos de huir, de sentirse libre, pero no sería un ave con alas. Rompería cada pluma, destruiría su corazón salvaje, y le haría estar agradecido con sólo escuchar mi nombre de mis ásperos labios.

Arrojé su cuerpo contra la cama, abrí sus piernas e introduje dos de mis dedos. Él gimió aferrándose a las sábanas, intentando no caer de bruces, mientras sus rodillas se clavaban en el suelo intentando encontrar fuerzas para levantarse. Finalmente introduje el mango del látigo en su recto, dejando parte de éste fuera, mostrándose como la cola de un caballo que relinchaba porque la doma estaba siendo salvaje.

Me aparté tan sólo para tomar una de las inyecciones, la cual enterré en mi brazo en una de mis venas más gruesas, y de inmediato noté como un cálido torrente envolvía mi miembro. Desde ese momento los juguetes y golpes se apartaron de su figura, débil y marcada, para sentir mi sexo ahondando en él, partiéndolo en dos, mientras gemía y lloraba. Tomé su sexo con mi mano derecha, rodeando la base de éste y apretando con fuerza sus testículos, notando como la erección crecía. Sus caderas acabaron por moverse de forma contraria a las mías, como si hubiese aprendido que era mejor ceder que oponerse a algo tan rotundamente placentero.


La lujuria cubrió su cuerpo, perlándolo con pequeñas gotas de sudor, del mismo modo que el mío se bañó en perlas sanguinolentas. El monstruo que le había liberado lo arrojaba lentamente a los infiernos, enseñándole a amar con brutalidad y a satisfacer su lado más perverso. Sin embargo, no me conformé con destruir su espalda y en robarme su virginidad. Alejé su fina figura, lo postré frente a mí e introduje en su boca mi glande. Movía mi mano diestra con fuerza sobre mi henchido pene, notando como las venas cincelaban cada milímetro de su grosor, mientras observaba como él se acariciaba hasta llegar al orgasmo, al igual que yo. Mi semen bañó su boca, acarició su lengua y se deslizó por su garganta, mientras el suyo salpicaba su vientre plano y casi sin vello.  

sábado, 16 de enero de 2016

Duelo

Nicolas y Antoine... ésto es terrible y mágico a la vez.

Lestat de Lioncourt 



Estaba de pie, frente al piano, con el violín entre sus brazos. Parecía soñar con tiempos convulsos, tan revueltos, que se sentía zozobrar. Sus ojos brillaban en plena oscuridad. Tan sólo la luz de la chimenea, por la lumbre encendida, iluminaba tenuemente aquella sala. Era un lugar sobrio, pero elegante. Los frescos del techo parecían espiarlo desde cualquier punto, el dibujo de la gran alfombra turca parecía emerger de entre los hilos y crear un auténtico jardín, y los diversos muebles, distribuidos por la habitación parecían rogarle que tomase asiento. Sin embargo, él estaba allí, cerca de una de las grandes y espléndidas cristaleras que daban al jardín interior, contemplando la lluvia torrencial que invadía Nueva York desde hacía días.

La luz se había ido. El generador podía encenderse en cualquier momento, pero prefería la oscuridad. Siempre había disfrutado de esos momentos a solas, de esa serenidad que le ofrecía aquel mundo al cual pertenecería por siempre. El resto no estaba en el edificio. Todos habían decidido salir a buscar alguna víctima, pasear entre las grandes manzanas o visitar algún café abarrotado de estúpidos modernos sin valores reales.

Algo le había pedido que se quedase allí componiendo, pero el apagón le hizo detenerse y meditar. Intentaba refugiarse en el dolor, pues quería rememorar los terribles días de su vida para poder compadecerse de aquellos que aún sufrían. Aquello fue, sin duda alguna, una señal. El fuego de la chimenea le recordó a las ascuas infernales que caminaron por su cuerpo en diversas ocasiones, las mismas que creyó perder el juicio.

Entonces, en medio de aquella solmemne soledad y diálogo consigo mismo, unos pasos sonaron cerca de la puerta. Eran pasos de botas. Las pudo escuchar con claridad. Cuando se giró para ver el rostro del visitante descubrió con asombro que los rasgos eran familiares, pero a la vez no creía haberlo visto jamás.

El muchacho que estaba en la puerta tenía aproximadamente unos vente o veinticinco años. No era humano, pero tampoco era vampiro. Quizás en otro tiempo estuvo vivo, aunque en esos instantes era un fantasma. ¡Pero qué fantasma tan espléndido! Llevaba un violín similar al suyo, aunque algo más antiguo. No era una de las mejores firmas de violines, pero sin duda alguna era viejo y parecía estar en buen estado. Sus ojos eran castaños, aunque poseía una ligera chispa color miel, y su piel, blanca como la leche, resaltaba con aquellos cabellos rizados y oscuros. Llevaba ropa que bien pudo pertenecer a un burgués del siglo XVII. Rápidamente su corazón se detuvo unos segundos y su rostro, joven para siempre, se tornó en una mueca de asombro y preocupación.

—Sabía que algún día te vería—dijo Antoine.

—Lamento la espera—contestó inclinando suavemente su cabeza—. Pero la locura, la demencia, el placer pecaminoso de reírse del diablo y danzar con él, de forma seductora y entregada, a veces se hace esperar—dicho aquello se echó a reír y comenzó a tocar, girando sobre sí mismo, bailando como lo haría un hechizado y, el joven vampiro, le siguió.

Estuvieron bailando, desafiándose mutuamente, durante más de dos horas. Antoine cayó agotado en el suelo, mirando el fresco del techo. Los ángeles regordetes, aquellos de cabellos dorados y ojos tan maduros como los de un anciano, le contemplaban sin pudor. Sentía la furia de Dios en cada nube de algodón, y en la representación misma de los apóstoles. Aquella estampa, tan de otra época, le reconfortaba. Recordaba los lugares que nunca había visitado, pero que Armand se empeñaba que imaginara. El mundo de Armand se había anclado en su corazón, atrapándolo con fuerza, mientras que el suyo estaba desvaneciéndose salvo por el violín y el piano. Seguía siendo un músico lleno de estigmas y, el que había venido a visitarle, le había recordado quién era.


El fantasma no se detuvo. La música se elevaba mareándolo, confundiéndolo, abriéndole el alma en dos e inyectando su locura en cada vena. Sus dedos parecían moverse frenéticos, con un temblor propio de un adicto a una sustancia terrible y mortal, mientras sus labios murmuraban poemas que nunca se habían escritos. Estaba sufriendo, pero a la vez se deleitaba. Nicolas de Lenfent le estaba llenando el alma con su historia, sus recuerdos... su dolor.  

lunes, 11 de enero de 2016

Y por eso lo elegí.

Magnus explicando cómo y porqué... Bueno, ahora lo entiendo. Creo que sigo queriéndolo aunque me dejase solo.

Lestat de Lioncourt


Miraba a las estrellas y empezaba a contarlas, una a una, pensando en lo hermoso que era aquel cielo despejado. Un cielo de primavera. Un cielo que en cualquier momento se cubriría de nubes y dejaría que la naturaleza hiciese lo que bien sabía, que era sin duda alguna ser ella misma. La magia que envolvía cada pequeño momento, por minúsculo e insignificante que fuera, me hacía sentirme unido a algo. Algo más que a lo horrendo de mi rostro, el dolor de mis huesos cansados y la mente impaciente que bullía de recuerdos, preguntas sin respuesta y sensaciones.

Él estaba a mis pies. Estaba conmocionado aún. Había sido un buen chico. Siempre había sido un buen chico. Benedict no se merecía que lo hubiese secuestrado, arrancándolo de brazos de mi buen amigo Rhosh, para un fin tan vil y despreciable. Pero, ¿quién quiere morir? Yo no. Ni siquiera alguien lleno de cicatrices, con los dientes podridos, joroba, casi sin pelo y con la nariz torcida es capaz de aceptar un fin horrible. Y yo sabía que mi fin estaba cerca. Era viejo, mis huesos ya pedían descanso eterno, pero mi alma se sentía viva.

Veía el rostro del joven vampiro, del muchachito recién nacido en las sombras, y contemplaba la belleza que Dios no me dio. La naturaleza me jugó una mala pasada. Me hizo inteligente, intrépido, desafiante e incluso poderoso al saber sanar tantas enfermedades. Pero, ¿qué me dio para compensar ese alma inquieta y virtuosismo? Fealdad. Una fealdad que alejaba a las mujeres, e incluso a mí mismo, llenándome de soledad y desprecio.

Miraba hacia las estrellas porque pensaba que ellas me gritarían que me detuviese, pero eso era una estupidez. No iba a permitir que nadie me impusiera sus deseos o designios. Ni siquiera Rhosh me podía impedir que hiciese de las mías.

Había investigado bien. Podía trasmutar su poder. Podía tomarlo. O más bien, robarlo. Así que decidí desangrarme, casi hasta la muerte, y luego desangrarlo a él. Sabía como se hacía, pero no lo había probado. ¿Qué podía ocurrir? ¿Morir? ¿Morir sería mi pecado por ser demasiado entrometido e intentar lo imposible? ¡Pues que viniese la muerte!

Así que me lancé a ello y lo hice. Sí, lo hice. Hice lo que creí que debía hacer. Me dediqué un festín, un expléndido homenaje, con su sangre fuerte y llena de magia. Pero, claro está, la fealdad no se iba a ir, ni las palabras llenas de recriminaciones, tampoco el vacío que sentía, y por lo tanto me dediqué a vivir buscando el envase idóneo para conceder la inmortalidad y para que, por supuesto, siguiera mis pasos.

Necesitaba un chico inteligente, o al menos avispado, que tuviese curiosidad por todo. Alguien que no se rindiera fácilmente. Necesitaba un héroe, pero no uno convencional. Busqué. Elegí una y otra vez, fracasando siempre, porque sólo tenía muñequitos lindos lleno de quejas y odio. Pero, entonces, él apareció bailando ante mí. Un actor, un muchacho de noble cuna, que había dejado su hogar para vivir aventuras. Sí, un cazador de animales sería perfecto. Sabía lo que era matar para alimentarse, así que no cuestionaría demasiado el acto fatal de quitar una vida.

¡Y lo hice! Pero una vez hecho, claro está, le di todo. Todo lo que debía saber, todo lo que yo sabía. Le ofrecí una vida acomodada, un beso de despedida y mi muerte. Me maté para que él viviera. Ya había cumplido. Había conocido lo que era vivir durante algunos siglos, había comprobado lo que era gozar de la vida eterna, y me había aburrido. Rogaba que él no lo hiciera. Él era hermoso, venía de otro siglo, y podía cambiar las cosas. Creé a Lestat para que fuese el antídoto de la depresión vampírica, de las maldiciones que muchos creían que estaban sobre nosotros, y para que rompiera todas las normas. Él, hermoso e intransigente, haría lo que yo no pude hacer.

Y ahora, que todo ha pasado, veo el mundo con otros ojos. Estoy muerto, pero no me he ido. Puedo viajar cerca de las estrellas, dejándome llevar por el aire, aunque prefiero parecer un hombre distinguido, de unos cuarenta años, atractivo y con unos ojos inquietantes. Alguien inteligente e interesante, lleno de belleza, y que nadie, absolutamente nadie, pensaría que es un fantasma. Bueno, algunos sí, pero es porque ellos también lo son o son vampiros... ¡Ya que algunos brujos también caen en mis trucos!


En estos momentos, que saben todo sobre mí, ¿están dispuestos a odiarme o a quererme? Porque estoy aquí para quedarme. He regresado para aplaudir con vosotros la actuación de Lestat... ¡Para amar al Príncipe de los Vampiros! ¡Líder de la Tribu!  

Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt