Nicolas y Antoine... ésto es terrible y mágico a la vez.
Lestat de Lioncourt
Estaba de pie, frente al piano, con el
violín entre sus brazos. Parecía soñar con tiempos convulsos, tan
revueltos, que se sentía zozobrar. Sus ojos brillaban en plena
oscuridad. Tan sólo la luz de la chimenea, por la lumbre encendida,
iluminaba tenuemente aquella sala. Era un lugar sobrio, pero
elegante. Los frescos del techo parecían espiarlo desde cualquier
punto, el dibujo de la gran alfombra turca parecía emerger de entre
los hilos y crear un auténtico jardín, y los diversos muebles,
distribuidos por la habitación parecían rogarle que tomase asiento.
Sin embargo, él estaba allí, cerca de una de las grandes y
espléndidas cristaleras que daban al jardín interior, contemplando
la lluvia torrencial que invadía Nueva York desde hacía días.
La luz se había ido. El generador
podía encenderse en cualquier momento, pero prefería la oscuridad.
Siempre había disfrutado de esos momentos a solas, de esa serenidad
que le ofrecía aquel mundo al cual pertenecería por siempre. El
resto no estaba en el edificio. Todos habían decidido salir a buscar
alguna víctima, pasear entre las grandes manzanas o visitar algún
café abarrotado de estúpidos modernos sin valores reales.
Algo le había pedido que se quedase
allí componiendo, pero el apagón le hizo detenerse y meditar.
Intentaba refugiarse en el dolor, pues quería rememorar los
terribles días de su vida para poder compadecerse de aquellos que
aún sufrían. Aquello fue, sin duda alguna, una señal. El fuego de
la chimenea le recordó a las ascuas infernales que caminaron por su
cuerpo en diversas ocasiones, las mismas que creyó perder el juicio.
Entonces, en medio de aquella solmemne
soledad y diálogo consigo mismo, unos pasos sonaron cerca de la
puerta. Eran pasos de botas. Las pudo escuchar con claridad. Cuando
se giró para ver el rostro del visitante descubrió con asombro que
los rasgos eran familiares, pero a la vez no creía haberlo visto
jamás.
El muchacho que estaba en la puerta
tenía aproximadamente unos vente o veinticinco años. No era humano,
pero tampoco era vampiro. Quizás en otro tiempo estuvo vivo, aunque
en esos instantes era un fantasma. ¡Pero qué fantasma tan
espléndido! Llevaba un violín similar al suyo, aunque algo más
antiguo. No era una de las mejores firmas de violines, pero sin duda
alguna era viejo y parecía estar en buen estado. Sus ojos eran
castaños, aunque poseía una ligera chispa color miel, y su piel,
blanca como la leche, resaltaba con aquellos cabellos rizados y
oscuros. Llevaba ropa que bien pudo pertenecer a un burgués del
siglo XVII. Rápidamente su corazón se detuvo unos segundos y su
rostro, joven para siempre, se tornó en una mueca de asombro y
preocupación.
—Sabía que algún día te vería—dijo
Antoine.
—Lamento la espera—contestó
inclinando suavemente su cabeza—. Pero la locura, la demencia, el
placer pecaminoso de reírse del diablo y danzar con él, de forma
seductora y entregada, a veces se hace esperar—dicho aquello se
echó a reír y comenzó a tocar, girando sobre sí mismo, bailando
como lo haría un hechizado y, el joven vampiro, le siguió.
Estuvieron bailando, desafiándose
mutuamente, durante más de dos horas. Antoine cayó agotado en el
suelo, mirando el fresco del techo. Los ángeles regordetes, aquellos
de cabellos dorados y ojos tan maduros como los de un anciano, le
contemplaban sin pudor. Sentía la furia de Dios en cada nube de
algodón, y en la representación misma de los apóstoles. Aquella
estampa, tan de otra época, le reconfortaba. Recordaba los lugares
que nunca había visitado, pero que Armand se empeñaba que
imaginara. El mundo de Armand se había anclado en su corazón,
atrapándolo con fuerza, mientras que el suyo estaba desvaneciéndose
salvo por el violín y el piano. Seguía siendo un músico lleno de
estigmas y, el que había venido a visitarle, le había recordado
quién era.
El fantasma no se detuvo. La música se
elevaba mareándolo, confundiéndolo, abriéndole el alma en dos e
inyectando su locura en cada vena. Sus dedos parecían moverse
frenéticos, con un temblor propio de un adicto a una sustancia
terrible y mortal, mientras sus labios murmuraban poemas que nunca se
habían escritos. Estaba sufriendo, pero a la vez se deleitaba.
Nicolas de Lenfent le estaba llenando el alma con su historia, sus
recuerdos... su dolor.
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