Este texto debí subirlo hace algunos días... ¡Lo siento! Me quedé sin ordenador y el archivo quedó ahí, relegado a la oscuridad de un mundo digital y salvaje... ¡Es de Armand!
Lestat de Lioncourt
Debería
sentirme conmocionado, o quizás aplastado, debido a lo cruel de la situación. Sin
embargo, estoy acostumbrado a ser tomado entre los brazos codiciosos, casi
desesperados, de cualquiera esperando que sea el juguete perfecto de un cruel
juego de palabras y caricias que logren dominar mis sentidos. Estúpidos. Son tan
estúpidos y patéticos que hasta siento pena por ellos. Observo el mundo desde
lo alto, como un ángel oscuro, y juzgo a todos con el silencio más ruin. No soy
avecilla perdida, ni el fruto dulce y tierno, que tanto desean. Mi jugo es amargo,
casi venenoso, y provoca que terminen cayendo prácticamente muertos antes de
tocar el pavimento. Por eso, ¿debería sentirme conmovido ante sus últimas
palabras? ¿Tal vez debería sentir que mi alma pesa más ahora que sé que una
nueva víctima, de mis deseos más bajos y mis instintos más primarios, cae como
la última hoja caduca a los pies del ya desnudo árbol? ¿Debería? No.
Él
se acercó a mí, como cualquier otro, esperando quizás que yo fuese tan estúpido
como sus habituales presas. Me sonrió algo pérfido, desenfadado y con un aire hedonista.
Sus ojos eran hermosos azabaches, pero brillaban como perlas. La fragancia,
ligeramente dulzona, era agradable y, pese a todo, varonil. Llevaba uno de esos
jerséis de cuello de cisne, los cuales alargan más el cuello y marcan las
formidables mandíbulas masculinas. Poseía un rostro anguloso, bien definido, de
pómulos marcados y labios carnosos. El único fallo era el tabique, algo torcido,
de su nariz. Se creía un Adonis y tenía derecho a creerlo.
¿Qué
vio en mí? No lo sé. ¿Tal vez algo fácil y rápido? Un tentempié para no
sentirse degradado por coquetear con un jovencito de rostro aniñado, casi de
niño de coro de iglesia, que sonreía dulcemente en aquel apartado rincón de un
bar demasiado bullicioso, estrafalario y pecaminoso para una tierna criatura
como yo. Quizá como todos vio un ángel sin alas sentado a la espera que Dios
mismo, junto a toda su corte, bajase para recuperarlo de las manos del pecado y
de la siseante serpiente.
Muchos
vampiros se entretienen leyendo la mente de sus víctimas. Aprecian ese hecho. Juegan
con sus pensamientos e incluso se hacen pasar por clarividentes. Por mi parte
ese papel, esos juegos descarados, son aburridos. Me gusta dejar que ellos se
desnuden ante mí, que se arranquen incluso a piel a tiras, antes de permitir
que yo les destruya con una cándida sonrisa.
No
tardó más de una hora en jurarme amor eterno, así como bajarme la luna y las
estrellas, mientras besaba mi cuello y me rodeaba por la cintura. Él, un hombre
que jamás había sentido deseos inapropiados hacia un hombre, estaba cayendo a
mis pies mientras jugueteaba con un refresco que ni siquiera olfateé.
Por
ello, ¿debería llorar por su patética vida? Ofrecí mis brazos en un apartado
callejón, dejé que sus labios rozaran mi fría piel e hice arder la lujuria que
guardaba bajo llave. Yo le di lo que otro nunca le había dado. Cumplí una de
sus perversas fantasías, la cual me había susurrado bajo la comedida luz del
tugurio, por lo tanto él me debía el calor de sus venas y el sabor metálico de
su sangre.
Soy
Armand el vampiro, no un ángel venido a salvarte y cumplir tus sueños. No soy
bondad. Jamás comprendí cual es la definición correcta de ese término, y no
pretendo aprenderla ahora tras más de cinco siglos. Soy un depredador con aspecto de cordero, un lobo hambriento con una encantadora sonrisa, y eso seré siempre. Caminaré sobre la frágil línea del bien y del mal, aunque el pecado de la muerte está sellado en mi alma y lo promulgo con encanto. Soy la peste negra de estos dulces días luminosos, rápidos, malgastados y torpes.
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