Otro de esos textos que me gustan escribir lejos de Crónicas, con personajes propios y una historia que no tiene principio ni fin. Lo he basado en un sueño que he tenido con la persona que me inspira en muchas ocasiones (ya sea con su conversación, con la música que comparte conmigo o simplemente ofreciéndome cierto consuelo en malos momentos)
La misión
Habíamos llegado al
valle. La nieve nos rodeaba con un manto denso y limpio. Tan limpio como las sábanas
blancas recién lavadas. Era sin duda el blanco más puro que podía existir. En aquella
pátina blanca no había ni una mota de barro o hierba que destacara. El camino
estaba más o menos marcado. Había abetos a los lados, posiblemente dispuestos
de ese modo para evitar que el sendero se llenase de hierba alta u otro árbol,
o arbusto, que pudiese entorpecer el camino. A lo lejos se veían montañas,
ligeramente sombreadas por unas nubes oscuras y tupidas, así como el poblado
que nacía justo en el valle.
Las casas, con sus
tejados cubiertos de nieve, parecían despertar después de una terrible y
angustiosa noche de ventisca. Los copos se amontonaban aún más, como si hubiese
decidido no darse por vencido aquel maldito clima.
Habíamos decidido
viajar a lomos de dos hermosos ejemplares. Aquellos elegantes caballos negros
poseían unas bellas monturas; eran tan hermosas que incluso poseían bordados y
apliques en plata. Aunque, por desgracia o fortuna, quedaban cubiertas por las
gruesas capas que nos arreciaban de aquel duro ambiente. Los cuellos altos,
bien subidos, rozaban nuestras mejillas heladas y heridas. Si bien, no era lo
único que nos ofrecía cierto consuelo, pues las capas tenían gruesas capuchas
que ocultaban parcialmente nuestras cabezas. Sólo nuestros ojos, y algo de
nuestras mejillas, eran visibles a los demás viajeros con los cuales nos
cruzábamos.
Íbamos uno al lado
del otro sin hablar demasiado. Sólo viajábamos en solemne compañía. Sabíamos que
todavía no llegaríamos al fondo del asunto, y que teníamos días duros y arduos
en aquellas tierras. La bolsa del dinero la llevábamos bien pegada a nuestra
piel, bajo las numerosas capas de ropa, del mismo modo que el cinto y nuestras
espadas y escopetas de cañón corto.
Olíamos a animal,
pues habíamos convivido con ellos durante más de una semana refugiados en
cuevas, en un hostal moribundo y en dos cuadras mal acondicionadas. No había
tiempo para la higiene. La carta debía llegar a manos del maese Mateo, el cual
aguardaba orando en la iglesia que tanto amaba y visitaba.
La humedad hacía
casi imposible que nos moviésemos con facilidad, pero me reconfortó el olor de
la leña en las chimeneas de las numerosas casas, apretadas unas contra otras,
así como el del pan recién hecho. Mis huesos dolían, como dolía la herida de
navaja de una refriega, el día anterior, con dos bandoleros que terminaron peor
parados. Tenía fiebre y náuseas, pero sólo de imaginar una rebanada de pan
recién hecho, junto a un cuenco de leche con miel, mi ánimo remontaba.
—Aguanta, en unas
horas podrás descansar en una cama. ¡Y tal vez de colchón de lana!—dijiste
echándote a reír, como si aquello fuese el paraíso. Y, para ser sincero, sonaba
como tal.
—Me conformo con un
lugar cerca de un buen fuego y un cuenco de caldo recién servido—confesé
aferrándome a las riendas.
Evitaba decirte la
verdad. El dolor era agudo. La fiebre era cada vez más alta. El frío no
ayudaba. Sin embargo, aquella misión la cumpliríamos. No dejaríamos en
evidencia a nuestra orden, ni nuestras palabras juradas una a una. Había vendido
mi orgullo y mi honor en esa misión. Era compleja, podría hacer derrumbar los
cimientos de la corona y de ciertos obispos que cometían atroces tropelías. Necesitaba
que tú creyeras en mí para que yo pudiese confiar en que todo iba a salir como
habíamos acordado.
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