—¿No sientes cierta preocupación?—preguntó
mirándome con esos ojos tan similares a los míos, pero animados por un alma muy
distinta. Él era más franco y menos altivo. Poseía los rasgos que había
contemplado mil veces en el espejo, así como en mis hermanos mayores.
Él era mi hijo. Podría decirse que era mi verdadero
heredero, el mayor de mis tesoros, y lo tenía frente a mí como si fuese un
regalo cuasi divino. La ciencia me había dado la oportunidad de vivir algo
insólito. Ningún vampiro vivo, actualmente, poseía un hijo biológico después de
La Sangre. No. Eso era impensable. Todos creíamos que estábamos muertos, que el
placer de la carne se había reducido a un íntimo contacto en un beso de sangre.
No, no y mil veces no. La mayor muestra de vida era él con aquel suéter celeste
de marca, esos pantalones negros de vestir recién planchados y sus mocasines.
Distinto e igual. Un muchacho que podía llamarse
gentleman, aunque tuviese en apariencia mi misma edad. Era asombroso el
parecido. Si nos sentábamos uno junto a otro, en cualquier lugar, pensarían que
somos mellizos o hermanos. Pero no era así. Muchos se asombraban cuando él me
llamaba “padre” sin titubeos.
—¿Por qué debería?—dije encogiéndome de hombros.
—Tal vez porque ese ser, lo que quiera que sea,
está ahí—admitió al fin sus miedos. Yo los conocía. No necesitaba que él me
asegurara nada. Estaba asustado, como muchos otros.
—Es un espíritu, Viktor. Un espíritu que también
está en ti—respondí.
—Pero no de igual modo—se apartó de mí, dándome la
espalda, para ir hacia la gran cristalera que mostraba la inmensa ciudad de
Nueva York a nuestros pies.
Era un edificio alto, de aspecto robusto, y similar
a cualquier otro. Sin embargo, en su interior, había material que valía
millones de dólares. Era material de última tecnología y muy preciso. Estábamos
en las nuevas oficinas farmacológicas de Gregory en conjunto con Seth y Faared.
Era un nuevo imperio. Entre aquel montón de hormigón, cristal, cemento, hierro
y otros materiales de construcción se modificaba el ADN vampírico y surgían
nuevas curas. Tal vez, quién podía saberlo a ciencia cierta, podríamos caminar
bajo el sol sin daño alguno o poder consumir alimentos. Los prodigios de la
ciencia, la ciencia de nuestros camaradas vampíricos, estaba siendo un éxito y
avanzando a grandes pasos.
—No, no es igual, pero tampoco es demasiado
distinto. Él puede escuchar tus pensamientos, está diluido en tu sangre, y
anima tus nuevas células nacidas de una mutación. Su ADN, por así decirlo, se
ha introducido en el tuyo—repetí lo mismo que me había dicho aquel viejo médico
arrancado de la india para ser parte de un equipo de valientes, y orgullosos,
científicos y médicos de todo el mundo.
¡Ahora los vampiros no sólo llevaban capa y
sombrero! ¡También podemos llevar batas de científicos o médicos! ¡Qué barbaridad!
Yo siempre he odiado los hospitales, sobre todo desde que caí casi al borde de
la muerte, o eso sentí, aquellas semanas en esa aventura que titulé “El ladrón
de cuerpos”.
—Ya hablas como Faared—dijo tras una suave
carcajada.
—Intento comprender qué es lo que está pasando, lo
que nos pasó a todos desde el preciso momento en el cual…
No sabía cómo expresar, sin ser hiriente, todo
aquello. Todavía no había escuchado la versión de Amel. Él se negaba a explicar
sus motivos. Sólo me hablaba sobre el futuro. Para él el pasado no tenía ya
importancia. Quería experimentar conmigo la belleza del mundo. Según él se
sentía dichoso porque podía ver y sentir, incluso saborear. No estaba preso. Él
era libre, pero quien controlaba las acciones era yo. Debatíamos durante noches
algunos temas fundamentales y leíamos ansiosamente el periódico. A veces nos
defraudaba lo que teníamos entre nuestras manos, odiando cada palabra escrita,
pero luego surgía la llama de la esperanza.
—En el cual Akasha fue agredida por un espíritu que
amaba la sangre, furioso y desdichado—dijo.
—Ella se burló de él y de sus brujas—le recordé.
—Somos fruto de una venganza y del ansia asesina de
poder—aseguró.
—Dile, dile.
Dile al chico si quieres. Explícale que no soy malo. Todos somos buenos y
malos. No hay bondad y malicia plena. Yo no quería matarlos. Sólo me dolía. No sabía
cómo hacer que el dolor parase. Mi conciencia pesa, lo sabes. Pesa como la
tuya, pero era necesario. Algunos de ellos habían quemado a otros vampiros.
¡Dile! Dile eso si quieres o guarda silencio. Quizás necesita reflexionar por
él mismo y comprenderlo sin que tú le ayudes. Recuerda que se parece a ti en
algo más que en el físico. Aunque tenga ropas más elegantes que las tuyas,
parezca más maduro y refinado, es salvaje y ama ser rebelde. Tiene tu sangre. Posee
tus genes. Esos genes que le han dado esos labios carnosos, esos ojos tan
azules, el cabello dorado como si hubiesen arrancado rayos de sol para crearlo
y sus manos. Posee unas manos tan magníficas como las tuyas. Pero él no ha
vivido… No ha vivido el mismo dolor. Deja que se equivoque. Permítele esa oportunidad, amigo.
—No, somos fruto de algo más—respondí.
—Eso quieres creer.
—Viktor, yo no creo en nada— le recordé—. Me he pasado la vida creyendo y descreyendo. Podía
haber seguido esos pasos, torpes y ciegos, hacia la santidad.
—Gracias a Dios, o al Diablo, que dejaste esa
estúpida teoría. ¡Era disparatada!—exclamó girándose para mirarme a los ojos.
—No tanto cuando un espíritu, lo que fuese, se
presenta ante ti y te habla de ese modo. Pero ahora no es tiempo de discutir. Por
favor, Viktor, dime cómo está mi querida Rose. Háblame de mi hermosa niña, de
mi rosa de sangre—dije tomándolo de los brazos, deslizando mis manos hasta sus
muñecas, para sostenerlas con mis dedos mientras le miraba a los ojos—. Háblame
de cuánto la amas, pues haces que me sienta en paz.
1 comentario:
Sencillamente magnifico, es bueno volver a leerte, no se cuanto tenía sin pasar a tu blog pero fue demasiado.
L.W.
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