Mael explicó cómo conoció la verdad sobre Akasha. Yo también hubiese creído a Maharet.
Lestat de Lioncourt
El imbécil orgulloso de Marius la adoraba, pero
a mí no me traía buenas sensaciones pese a toda la dramática
historia, de lucha y honor, que decían que poseía a sus espaldas.
Mis ojos merodeaban cada uno de sus rasgos, escudriñaban en sus ojos
hieráticos, y me alejaba para contemplarla sentada en su trono de
oro, junto a su consorte, mientras percibía como mi viejo compañero
de penurias, Marius, admiraba su belleza codiciando su amor. Yo no
lograba amarla como a una madre abnegada por todas sus criaturas.
Avicus me habló de ella, de la transformación que le dio a su vida.
Él era un guerrero que habían convertido contra su voluntad, el
cual llevaron hasta el reino vecino, el antiguo Kemet, para que ella
diese el visto bueno. Se incorporó de su trono, caminó hacia él y
le otorgó nuevos poderes a través de su poderosa sangre.
No fue hasta que conocí a Maharet,
tras alejarme de ambos, cuando ella me confió la verdadera historia.
Todo encajaba a la perfección. Acababa de salir de Venecia. Marius
me había dado acogida en su casa y yo, como no, le había advertido
que aquel muchacho, de hermosos cabellos cobrizos y maravillosos
rasgos faciales, le traería grandes problemas y haría que vertiera
miles de lágrimas. Caminaba cerca de lo que hoy es San Petesburgo.
Había casi medio metro de nieve. Mis pies se congelaban, sentía en
mi rostro como se cortaba con miles de navajas en cada bofetada que
me ofrecía el viento, y, como no, me empeñaba en proseguir bajo
aquella nevada.
Ella salió a mi encuentro. Sus
cabellos rojizos ondearon en el aire como si fuera un fuego para
calentar mis manos. Sin decirme nada, sólo con gestos, me hizo
seguirla hasta una pequeña cueva que tenía por casa. Estaba aislada
del frío, el fuego crepitaba en una hoguera y me regaló ropas
secas, cálidas y casi de mi medida. Noté que toda ella estaba
tejida por su inmenso telar, pero no supe cuál era el producto hasta
que la vi arrancarse mechones de pelo y unirlos a sus obras. Quedé
fascinado.
—Me llamo Maharet—dijo moviendo
rápidamente sus dedos por su telar. Parecía una araña construyendo
una inmensa tela de araña, pero en realidad sólo hacía una manta
gruesa para pasar los peores días del invierno—. ¿Qué haces por
aquí?
—Viajo. Quiero conocer el mundo y
comprender lo que somos—expliqué notando que era vieja, pues tenía
una presencia que no había captado en ningún otro vampiro, ni
Eudoxia o Avicus.
—He visto que conoces a Akasha, pero
no la verdad. Siéntate, acomódate junto al fuego, y te contaré lo
que esa tirana logró hacerle a mi familia—susurró.
Durante horas me contó su infancia,
como su madre la había educado, para finalmente hacerme ver lo que
había ocurrido. Ella me habló del dolor que había atravesado su
piel, así como la piel de su hermana, hasta su alma. Explicó las
leyes que impuso la soberana Akasha, como Enkil sólo era un pelele y
que ella se creía una diosa. No la interrumpí. Cuando finalizó su
relato hasta aquella misma mañana me incorporé, caminé hacia ella
y besé sus mejillas. La amaba por su entereza, su sabiduría y el
poder que transmitía aunque ella sólo quería sobrevivir.
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