Creí que estaría a salvo de cualquier
mal. Pensé que mis pecados habían quedado sepultados horas atrás,
que nadie más sabría llegar hasta a mí, y podría soñar pese a
las terribles pesadillas que había vivido en primera fila en ese
concierto. Me equivocaba. Ella apareció súbitamente en aquella
guarida, la cual había supervisado yo mismo. Estaba muy equivocado.
Debí suponer que Akasha no descansaría
hasta dar conmigo. Desconocía cuales eran sus intenciones, pero
sabía que si hubiese querido matarme lo habría hecho frente a miles
de cámaras. Habría mostrado al mundo que el príncipe malcriado, el
imbécil que había expuesto su figura heroica en vídeos de rock,
podía ser asesinado por la propia Bella Durmiente. Una Bella
Durmiente que no despertó por un dulce beso de amor, sino por mi voz
transmitida una y otra vez en los distintos dispositivos
electrónicos.
Pensé en Marius. Había escuchado su
voz y las advertencias que me había ofrecido minutos atrás. Estaba
sepultado en hielo, en algún punto del norte de esta tierra maldita
llena de imbéciles como yo, esperando quizá ser rescatado o
simplemente morir ofreciéndome su último aliento. Supongo que de
haber seguido sus normas esto no habría ocurrido, pero era algo que
tenía que hacer. Me sentía en deuda con todos los que habían leído
las memorias de Louis. Había sido condenado y juzgado al mismo
tiempo que terminaban la última frase de su maldito libro. He
perdonado a Louis por ello, pues yo le he condenado a vivir un
infierno. Y todo eso lo hice, el condenarlo, porque me enamoré de
él. Eso no exime lo que hice, no suaviza el pecado, sino que
demuestra que soy un ser apasionado y estúpido. Sobre todo
apasionado.
Así que ella se personó ante mí, me
agarró y exigió que la siguiera. Dijo que las criaturas satánicas
que éramos, que los Hijos de la Oscuridad, habían perecido y, que
al fin, existiría únicamente ángeles y una diosa. Aguanté la
carcajada porque en el fondo, como todos en ese momento, estaba
aterrado. Yo no creía en dioses y tampoco en ángeles. No creía en
nada. Vivía en una inocencia libertina que me daba el ateísmo más
absoluto. Ahora creo en algunas cosas, como los espíritus que pueden
guiar nuestras acciones o formar parte del mundo modificando la
historia a su antojo. Si bien, una diosa como ella, terriblemente
caprichosa y ciega, hubiese sido para mí una tragedia. No podía
creer en ella de ese modo. Sólo veía a una mujer desesperada en un
ataque de nervios absoluto, esperando vengarse de todos los hombres
porque la habían fallado. Si bien, ella falló primero a los hombres
más cercanos. En primer lugar... falló a su hijo, después vinieron
los demás. La supremacía de un género u otro es una estupidez, una
blasfemia, porque los pecados los llevamos por igual hombres y
mujeres. Somos lo mismo. La misma bondad y la misma maldad. No hay
diferencias.
Aunque admito que la amaba a mi modo,
pero la amaba. Quise ayudarla, pero no pude. Yo no tenía la facultad
para salvar a una mujer como ella. Era un pobre imbécil. Supongo que
aún lo soy después de tantos años. No pude controlar sus mentiras
ni hacer que se arrepintiera del dolor que había ofrecido como un
caramelo envenenado.
Lestat de Lioncourt
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