Recuerdo los meses previos al
concierto. Los hoteles de mala muerte, el olor a nicotina impregnado
en mis camisas, el sabor del whisky en mis labios, el sudor
recorriendo mi frente y el enorme horror que sentía cuando escuchaba
pasos por mi habitación. Estaba agotado física y mentalmente. Mi
alma no daba para más. No dejaba de dar vueltas y vueltas a todo lo
que había pasado. En apenas un puñado de años mi vida había
cambiado. Pensaba en cómo la suerte me había dado la espalda,
cuando creía firmemente que aquella historia iba a ser mi salvación.
Me percaté que Oscar Wilde tenía
razón cuando en “El retrato de Dorian Gray” afirmaba
rotundamente que la juventud es un regalo, que sólo la poseemos una
vez y cuando se va el hombre pierde toda esperanza. Mi juventud se
estaba marchando. Conocí a Louis con apenas veintipocos años,
acabado de salir de la Universidad con mi título de periodismo, y
trabajando, desde hacía unos meses, como columnista ofreciendo
pequeñas biografías de hombres y mujeres que me topaba por la
ciudad de San Francisco. Mi misión era hacer una radiografía de la
intrahistoria que se vivía bajo las luces de neón, entre sala y
sala de fiestas, con sabor a alcohol en los labios y el cigarro entre
los dedos. Pero, en esos días, ya rozaba casi la treintena.
Buscaba a Lestat cuando conocía a
Armand. Creo que cuando lo vi sufrí una revelación. Ante mí tenía
a un hermoso adolescente con las mejillas llenas, labios carnosos,
ojos profundos y almendrados, cabello cobrizo ondulado cayendo sobre
sus estrechos hombros, una cintura pequeña y una piel delicada. Para
mí era un ángel, pero sabía que ese ángel podía llevarme a la
tumba o a una institución mental de alta seguridad.
Dos meses antes del concierto él ya me
había dado su sangre. Tenía sueños terribles. Veía a dos gemelas
cruzando el desierto, llorando por su destino, y todo lo que ocurría
a su alrededor era siniestro. Me sentaba frente a Armand, le contaba
lo que soñaba y él le restaba importancia. Decía que eso eran
simples sueños debido a las historias que Lestat había contado.
Pero mi imaginación iba más allá. Sentía como mis músculos se
tensaban, el sudor frío bañaba mi rostro y mi vista se nublaba
incluso cuando usaba mis gafas.
Me sorprendí cuando escuché a un
vampiro hablar de esos sueños en uno de los clubs para vampiros.
Decía que llevaba semanas soñando con esas malditas gemelas,
guerreros egipcios y una diosa terrible que nos aplastaría a todos.
Temblé por completo asustado y empecé a buscar a Armand, pero no lo
hallaba. Cuando lo encontré me convirtió. Al parecer le aterró
saber que no estaba del todo confundido con mis sueños.
De inmediato quise hacer todos los
trucos que realizaba Lestat, pero muchos me eran imposibles. Vi desde
la habitación del hotel, junto con mi creador, su último videoclip.
Acabé enloquecido cuando comprobé que había una diosa similar
sentada en una silla, la cual se levantaba con movimientos mecánicos
y lo atrapaba. Chillé lleno de ansiedad y me aferré a Armand con
fuerza. Él simplemente frunció el ceño, apagó con el mando a
distancia y me pidió que reprimiera esas imágenes si quería
descansar en el amanecer previo al concierto.
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