—¿En qué piensas?—pregunté
apoyándome en el barandal de aquella azotea.
Pocas veces había visto Nueva York tan
hermosa. Tal vez se debía que ahora podía ver mucho mejor. Era
capaz de ver colores que antes pasaban desapercibidos y comprendí
que era uno de los regalos que me había concedido Amel. Él
tarareaba bajo una dulce melodía que me recordaba a mis
desenfrenados meses mortales en París. Podía oler el polvo de las
pelucas y el maquillaje en cada tarareo, pero regresaba rápidamente
a la realidad dejándome fascinar por las parpadeantes luces
eléctricas que apocaban el brillo de las eternas estrellas.
—Esto no ha acabado—murmuró serio
con las manos metidas en su elegante pantalón oscuro. Llevaba un
hermoso Armani que le sentaba como un guante. Cada vez que lo veía
me asombraba. Había amoldado ese rostro a sus viejos rasgos, a sus
guiños y su peculiar forma de comportarse. David tenía un nuevo
cuerpo pero a la vez parecía ser tan viejo como él. Su alma era
poderosa y había luchado encarecidamente por sentirse cómodo en su
nueva guarida.
—Ah, eso lo sé—dije quitándole
hierro al asunto.
—¿Y no te intranquiliza?—preguntó
girando su rostro de hermosos rasgos hacia mí.
Quien lo mirara caería enamorado. Su
piel ligeramente oscura, sus ojos profundos, su boca perfecta y ese
mentón fuerte le hacían parecer un ser superior a cualquier otro.
—No, sería peor saber que quedan
años de paz—respondí casi carcajeándome. Amel se rió guardando
silencio para prestar atención a la conversación.
—Vienen nuevos tiempos—aseguró.
—Sí, se ha proyectado una sombra de
duda sobre todos nosotros. Ahora sabemos que estábamos más ciegos,
más sordos y más mudos que nunca—dije estirazando mi cuerpo hacia
delante, encorvando ligeramente mi espalda y dejando mis brazos sobre
la barandilla y dejando mi mentón sobre mis manos. Estaba ahí
apoyado de una forma extraña fascinado por todo lo que veía. Todo
el horizonte parecía un nuevo mundo y yo quería explorarlo como mi
madre cuando corría por París dejando libre su alma.
—Vendrán nuevos conocimientos que
destruirán todo lo que conocemos—comentó.
—Y es fascinante, ¿no lo crees?—dije
incorporándome para sentarme de un brinco en la barandilla. Mis pies
quedaron en el aire y moví mis piernas como un chiquillo aburrido.
Mis manos estaban aferradas al grueso y frío hierro como si
realmente hiciese falta. Yo podía arrojarme hacia el suelo y no
morir, pues podría lanzarme a volar como Superman con sólo
desearlo... ¡Y sin necesidad de capa o calzoncillos sobre unas
estrechas mallas de héroe de cómic.
—Sí, pero esos cambios pueden ser
desagradables—aseguró—. ¿Quién te dice que Amel no se vuelva
de nuevo en nuestra contra?
—Confío en él—respondí.
—¿Cómo puedes hacerlo?—preguntó
colocándose tras mi espalda para introducir sus brazos por el hueco
entre mis costados y brazos. Sentí su torso pegado a mi espalda y su
mentón apoyado sobre mi cabeza de dorados y revueltos rizos.
—No lo sé—admití—. Tal vez
porque he llegado a comprender su dolor porque yo también me sentía
solo. Él tiene mucho amor que dar, mucho conocimiento y
desconocimiento. Él quiero aprender con nosotros y nosotros queremos
aprender de él. Puede que lo que aprendamos no sea útil o puede que
sea algo maravilloso. No se sabe. El futuro no está escrito y ahora
podemos usar esa frase con mayor rotundidad que antes.
Jamás había sido tan sincero. Quizá
volvía a confiar en lanzar todo lo que pensaba sin filtro alguno.
Pero era algo que él podía haber visto estos años. Yo no era el
ser eternamente jovial, sino un hombre pesimista porque deseaba
cambiar el mundo. Los optimistas piensan que todo va bien, que todo
es maravilloso, pero yo era pesimista porque jamás me conformaba con
todo y siempre pensaba que era horrible lo que tenía. Por eso yo
soñaba cosa que según dicen sólo hacen los optimistas. Yo soñaba
con conseguir cosas. Tenía una dualidad mi alma escandalosa y eso me
hacía sentirme frustrado. Podía maravillarme por cosas pequeñas,
casi insignificantes, y sentirme apático ante grandes maravillas. Y
desde aquellos días, y por supuesto aún hoy, he aumentado ese ir y
venir entre el llanto y la alegría.
—¿Por qué nunca tienes miedo? ¿Qué
clase de hombre eres?—preguntó confuso sin entenderme del todo.
—Sí tengo miedo, David—dije—. Tú
no puedes notarlo pero por dentro tiemblo de miedo, pero también de
ilusión. El miedo no puede ensombrecer esa luz llena de esperanza
que hay en mí.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario