No sabía si era muy atrevido empezar
por las frases típicas, pues él no era el típico visitante ni el
típico amigo. Sólo decía ser el rey de un nuevo imperio creado por
Dios para él, o más bien cedido, para que diese justicia a las
pecaminosas almas que allí se daban cita. Aún así hice un ademán
para que entendiese que entrase y tomase asiento en el sillón frente
al mío. Era el sillón de Louis y se me haría extraño ver a otro
ocupando su lugar. Amel estaba en completo silencio.
El sonido de los pasos de las botas de
Memnoch sobre las baldosas era pesado. Parecía estar cansado de
viajar. En realidad, parecía uno de esos motoristas que viajan
kilómetros y kilómetros para las típicas concentraciones, donde
ocupan un lugar destacado en la manada y hablan sobre Dios como un
compañero más de viaje. Echó hacia atrás algunos mechones
incómodos en su rostro y se sentó al mismo tiempo que yo lo hacía.
Comprobé entonces que llevaba una
camiseta de mangas cortas negra, un chaleco de cuero sin mangas
también del mismo color y unos pantalones algo entubados que cubrían
sus largas piernas. Realmente parecía uno de esos macarras amantes
de la libertad, los cuales eran muy afines a mí en muchos aspectos.
Sus brazos estaban cubiertos de tatuajes que mostraban distintos
rostros, hechos históricos y monstruos bíblicos. Sonrió cuando se
percató que estaba perdido en algunos de esos magníficos dibujos de
tinta.
—Dios tiene iglesias, yo tengo mi
cuerpo—expresó.
—¿A qué has venido? Ya te dije que
no pienso irme contigo ni hacer lo que me propones—respondí de
inmediato como si un resorte me hubiese impulsado a hacerlo.
—Te enseñé el cielo y el infierno
para que lo narraras, también te seguí molestando porque conocía
la verdad que ya conoces. Esa verdad que murmura en tu mente y
comparte sus emociones, sentimientos y conocimientos—dijo apoyando
bien su espalda en el respaldo y apoyando los codos en los brazos del
asiento—. Y digo conocimientos porque pueden ser ciertos, falsos o
tener sus luces y sombras. No lo sabemos hasta que los ponemos en
práctica, algo a lo que estás muy acostumbrado—rió bajo y negó
suave con la cabeza provocando que viese en él a un joven más que a
un ser tan antiguo como decía ser—. Me gusta el título del libro,
pero no soy el diablo. Dije que se me considera, pero no lo soy. Sigo
siendo un caído, aunque no del todo. Ya sabes que Dios no me tiñó
las alas de negro... ¡Oh! Bueno, no he venido a hablar de mí o de
ti. Tampoco he venido a hablar de Amel—dijo inclinándose hacia
delante mirándome a los ojos y provocando que sintiera un escalofrío
por toda la columna vertebral.
—Dime—susurré.
—He venido para que me ayudes a
decirle al hombre que pare. Ya está bien. Necesito que alguien les
diga la verdad sin divagaciones ni metáforas que no van a ninguna
parte. Estoy muy cansado de ver tanto odio y violencia engendrada en
cada uno de sus actos—masculló lo último echándose de nuevo
hacia atrás para llevarse las manos al rostro y frotarlas. Aprecié
entonces que llevaba las uñas pintadas de negro y eso me hizo
sonreír de lado. Realmente estaba usando un disfraz, ¿cierto? Me
preguntaba cuál sería su verdadero rostro.
—¿Crees que yo puedo
hacerlo?—pregunté con una sonrisa socarrona.
—No conozco a nadie más que pueda
hacerlo.
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