Sus palabras hicieron eco en mi mente y
revotaron hasta el pequeño lugar donde se hallaba Amel. Ambos
guardamos silencio un largo rato. Recordamos nuestras hazañas, pues
ahora sabía que la habíamos vivido de la mano, y suspiramos
largamente. Tal vez tenía razón, pero seguía dudando sobre Memnoch
y los mensajes que siempre recibía por su parte. Desde el principio,
hace ya más de dos décadas, él se presentó como una abominación
para luego demostrarme, a su modo y criterio, que en realidad estaba
de nuestro lado porque Dios nos daba la espalda. Ahora exigía que
apoyase de nuevo otra de sus consignas. Una de tantas. Ya me había
dado unas cuantas que pueden leerse en el libro donde David Talbot,
mi buen amigo, decidió recopilar todo lo que yo había vivido con el
demonio. Fue agotador mentalmente para mí, pero también para él y
para cualquiera que leyese uno de los miles de ejemplares vendidos
hasta la fecha.
Por un instante me vino a mi mente los
ojos de Tarquin Blackwood. Hacía demasiado que no sabía de él.
Creyó en mí sin dudar ni un segundo de mis habilidades y nunca
cuestionó mis palabras. Desconocía su paradero o si realmente había
sobrevivido a los ataques. Amel nunca se pronunciaba acerca de eso.
Daba por hecho que no podía exigir nada a cambio. Tendría que vivir
con la duda hasta que alguien pudiese darme datos ciertos. Por
supuesto podía preguntarle a Memnoch, ¿pero sería correcto? ¿Me
diría la verdad? Jamás. Me crucé de brazos y miré al caído, como
así exigía que le reconociese, para luego girar mi rostro hacia las
llamas.
—Estás a la defensiva—dijo.
—No—negué en rotundo.
—Tienes los brazos cruzados, esquivas
la mirada y aprietas la mandíbula—contestó con un tono de voz
divertido—. Ah, viejo amigo...
—¿Quién te dijo que soy tu
amigo?—pregunté bajando los brazos para aferrarme al sillón y
mirarlo fijamente, como una fiera absolutamente salvaje, a los ojos.
—Eso creía, pero tienes razón. No
debo de dar nada por hecho—dijo encogiéndose de hombros—.
Lestat, ¿podemos hablar o seguirás jurándome odio eterno?
—Odio eterno no suena mal—respondí.
—Tú no odias.
—Tienes razón, más bien rechazo y
nada más—contesté provocando que se riera.
—Lograrás que me duela el estómago
y la mandíbula de reír. Eres muy cómico cuando quieres—comentó
negando suavemente con la cabeza para luego apoyar su mentón bajo el
dorso de su mano derecha. Estaba entretenido con mis expresiones algo
simples e infantiles, pero yo estaba a punto de estallar.
—Supongamos que te escucho y me creo
tu mensaje, ¿qué pasaría luego de emitirlo? ¿Qué ganas?—pregunté
de inmediato.
—Oh...—rápidamente se puso serio—.
No lo sé. Supongo que la conciencia tranquila por haber hecho todo
lo posible para detener toda esta locura y odio.
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