La conciencia tranquila era algo que
existía en esta sociedad pese a las bombas, los niños moribundos en
la frontera de Gaza o Siria, los ataques terroristas perpetrados por
las distintas religiones, los campos de concentración y exterminio
que aún se daban pero que se llamaban de maneras más bucólicas o
idílicas, del odio al diferente, de las hambrunas o las guerrillas
disparando balas en zonas como Kenia. Todo era conciencia tranquila.
Era fácil de tenerla. Donas algo a la parroquia, a una ONG o adoptas
a un animal para evitar su maltrato y te crees alguien con
conciencia. Muchos no alzan la voz, no van a manifestarse por sus
derechos porque creen que les pueden arrebatar otros. Pobres ilusos.
Si dejan que los pisoteen seguirán haciéndolo. Hablan de violencia
en una manifestación contra el saqueo prolongado de los gobiernos,
la corrupción que agita al sistema judicial y al Estado, o de
humillaciones a víctimas de atentados terroristas cuando quienes
murieron fueron dictadores o aliados de estos con las manos manchadas
de sangre.
Pero todo se soluciona con un poco de
deporte, programas de entretenimiento con un fin poco lícito donde
se habla de la vida de los demás y tertulias baratas sin sentido que
señalan como enemigo a los revolucionarios de hoy. Se callan
conciencias cambiando de canal para no ver bombardeos, para no
escuchar lo que dijo el presidente de este o aquel país, y uno no se
informa de lo que ocurre cera de sus fronteras. La callada de
conciencias, la manipulación para que no se piense por uno mismo y
se pierdan las energías, es tan fuerte que no se puede detener.
La revolución y los revolucionarios
son mínimos frente a los opresores. Cientos de mentes son oprimidas
gracias a las redes sociales y medios de comunicación. La publicidad
imperante con su habitual machismo encubierto, odio a lo diferente y
exigencias de ser único usando una marca o un modelo “x” de
electrodoméstico o tecnología de vanguardia. Ante mí tenía una
sociedad vacía y pueril que no se movía por nada si no sentían el
daño cerca o en su propia piel. De esas que hablan sólo de
terrorismo cuando ocurre en occidente y de terrorismo religioso
cuando lo comete el islam.
—Mi conciencia está limpia—dije
una pequeña mentira—. ¿Acaso crees que no es así?
—Por supuesto que no lo creo. Tú no
eres como la mayoría. Tú has nacido en una época distinta donde se
actuaba más y se decía menos. Eres un hombre de acción y no de
palabras. Testimonio fiel a aventuras que no se pueden describir con
facilidad. Por supuesto que no, Lestat. Vives en una guerra abierta a
los sentimientos encontrados hacia la humanidad. Quieres mantener
cierta esperanza porque ves que son capaces de cosas increíbles,
pero también deleznables. Ambos lo sabemos muy bien—decía
mientras se incorporaba para acercarse a mí y quedar a mis pies,
como si implorara. Me pareció curioso y hasta burlesco que hiciese
algo así, pero comprendí que estaba desesperado. Su aroma era tan
penetrante que me sentí mareado, también la energía que destilaba.
Era algo extraño. Podía jurar que no era real, pero lo tenía ante
mí. Era capaz de tocarlo y aún así no lo hacía. Temía descubrir
que realmente existía y que había negado su existencia con la
osadía de un maldito imbécil.
—Digamos que te ayudo—contesté—.
¿Cómo podría hacerlo?
—Ve a la radio de Benji y háblales.
Cuéntales cómo el mundo se está acabando. Influye en sus
conciencias—se aferró a mi brazo derecho y se echó a llorar. Era
la primera vez que veía como lloraba de ese modo. Sus lágrimas
parecían sinceras y cálidas—. Llevo siglos, por no decir
milenios, viendo como se matan y no puedo detenerlos. No puedo. Estoy
harto de encontrarme con almas en pena... Me asfixio. Cada vez son
más jóvenes por uno y otro motivo. Sálvalos, haz que se vayan
luchando y se irán en paz.
—Con que es eso—murmuré—. Tienes
exceso de trabajo debido a su mal comportamiento.
—Tengo exceso de dolor, Lestat.
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