Exceso de dolor. Eso era todo. Parecía
fácil decirlo y digerirlo, pero era muy difícil. Él decía haber
caído en el momento en el cual se impuso a Dios para exigirle que
las almas, esas que quedaban vagando eternamente, tuviesen un lugar
más apropiado que la oscuridad donde yacían otras que jamás
tuvieron oportunidad alguna de saber su propia existencia. Dios se
negó a escuchar y le pidió que se marchara a la Tierra y cuidara de
esta tal y como le había dicho. Recuerdo que había leído más de
una vez que los arcángeles eran líderes de la milicia de Dios junto
con los tronos. Estos patrullaban la creación divina y colaboraban
codo con codo con los ángeles rasos o ángeles de la guarda.
Entretanto en los Cielos, el verdadero lugar de Dios, se hallaban los
querubines cantando alabanzas para enorgullecer y satisfacer el ego
divino. Serafines y el resto de ángeles ocupaban otras labores
meramente administrativas.
Dolor. Hablaba de dolor otra vez. Esa
era la palabra clave y la respuesta a todo: Dolor. El dolor de los
humanos, el dolor que él profesaba, el dolor de las almas y mi
propio dolor. Yo también sufría, también sentía dolor. Cerré los
ojos y apreté con fuerza los puños a sabiendas que iba a sufrir una
gran decepción.
No debía escucharlo, pero sabía que
si no lo hacía me odiaría por ello. Todos merecemos ser escuchados,
aunque sólo acarreemos mentiras. Miré sus ojos y vi horror. Ese
horror que había visto en los ojos de los niños moribundos en las
guerras, esas que con armas invisibles destrozaban generaciones
enteras. Apreté aún más la mandíbula de lo que ya lo hacía y
luego me eché hacia atrás con las palmas de las manos abiertas,
alzando los brazos, como si me rindiera.
—El terrorismo radical no es sólo
musulmán, también lo hay en otras religiones—explicó—. Sólo
tienes que ver el conflicto israelí para comprobarlo.
—Eso lo sé—dije.
—Es un movimiento financiado por
grandes corporaciones y los propios gobiernos que dicen ir en su
contra. Sólo desean ese pedazo de tierra para convertirlo en un
infierno y así expoliarlo.
—Sí, llevan haciéndolo desde antes
de la II Guerra Mundial, pero de forma muy sutil—intervine
provocando que me mirara asombrado—. No sólo soy una cara bonita,
¿sabes? Que estuviese décadas dormido no implica que no me haya
informado rigurosamente sobre las décadas que me perdí. El mundo
cambió demasiado y debía tener una explicación. Tanto odio, tanta
maldad, tanto desaire debía tener un origen y lo hallé. Además he
viajado a Alemania alguna vez y he aprendido que no se deben repetir
los errores, pero al parecer el ser humano no aprende jamás—comenté
con un tono lleno de dolor y rabia. La furia subía por mi cuerpo,
pero también descendía una corriente de tristeza y amargura que
finalmente quedaba en nada lo anterior.
—Háblales—rogó—. Diles a todos
lo que sabes y explícales lo que puede suceder si siguen así. Puede
que exista una tercera guerra que implique la masacre de miles, la
pobreza de millones y millones de personas, el hundimiento de la
economía y un malgasto innecesario de dinero de los diferentes
países en algo que podía ser invertido en cultura, sanidad o
cualquier otra cosa menos lesiva—se movió entonces por la
habitación y suspiró largamente antes de apoyarse en la chimenea—.
El mundo es una bola de odio.
—Lo haré, pues no pierdo nada con
intentarlo.
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