Pues al parecer Mael está vivo...
Lestat de Lioncourt
—Amigo, ¿necesita algo?—preguntó
un tipo orondo de ojos bondadosos y sonrisa agradable, aunque con
numerosos dientes torcidos y algo amarillos a causa del tabaquismo.
La recepción era pequeña y completamente hecha de madera.
Por un momento recordé las viejas
tabernas, las conversaciones bulliciosas alrededor de las mesas, las
chicas echando vino y cerveza con jarras de latón mientras los
hombres gritaban eufóricos. Todos parecían estar llenos de vida.
Casi podía oler el aroma a humanidad, perversa e insatisfecha, llena
de reglas no escritas y sentimientos de hombría desmedida. Era como
si me hubiese trasladado al pasado, pero el dolor de las heridas y el
sonido hueco de mis botas sobre la madera del suelo me trajeron al
presente con un fuerte golpazo, como la puerta cerrándose a mis
espaldas por un soplo de aire.
—No, sólo una habitación donde
pueda descansar durante todo el día—dije dejando mi pesada maleta
de cuero marrón en el suelo. Era pequeña, pero pesada. Dentro
llevaba varios libros que yo mismo había escrito a mano, los cuales
no eran otra cosa que diarios, y algunas viejas cintas de vídeo y
fotografías que me recordaba a mi pequeña familia, la que tuve
junto a otros inmortales que ya eran cenizas recogidas en la tierra.
—Parece que ha sufrido un accidente
bastante importante—dijo después de mirarme a la cara como
cualquier idiota de los que me había topado estos últimos años.
El sol había destruido mi piel
dejándome quemaduras importantes. La nueva piel, ligeramente
bronceada, había aparecido cubriendo parcialmente mis mejillas,
frente y boca. Sin embargo, tenía profundas cicatrices que me hacían
asemejarme a Prometeo aunque sin Victor Frankestein vigilando mis
pasos.
—Sí, hace algunos años—respondí
colocando mis manos enguatadas sobre el mostrador.
Tras él había un letrero donde se
decía los precios. Por noche eran sólo quince dólares, un precio
muy económico, pero al mes se subía un monto bastante considerable
porque añadía servicios de lavandería, limpieza y comida.
—Lamento haber sido indiscreto, pero
pocos son los forasteros que vienen por aquí—comentó sacando el
libro de registro—. La gente normalmente sólo viene en sus retiros
espirituales y de visita a los viejos del pueblo. Ya quedan pocos
hombres jóvenes. ¿Se quedará algún tiempo?—preguntó.
—Depende.
—Tiene la habitación número 11—dijo
dejando una llave dorada con un llavero algo pesado con el número 11
tallado. Me di cuenta que era de hierro y artesanal—. Es en la
segunda planta al fondo—indicó señalando las escaleras de
madera—. Es la última habitación y es la única que tiene unas
buenas vistas. Verá bonitos amaneceres.
—No me gustan los amaneceres, pero
posiblemente la aproveche por las noches cuando me dedique a escribir
mis memorias—dije tomando la pluma que estaba a un lado atada con
un simple cordel. Siempre me pareció estúpido que hicieran tanto
drama por unos bolígrafos robados, pero también comprendía que era
un gasto inútil que debían controlar.
—Escritor... normalmente también
vienen escritores, ¿sabe?—dijo ayudándome a buscar la última
hoja para que escribiera mi nombre y firmara.
Era extraño que aún llevaran el
registro a mano, pero había locales que no necesitaban demasiada
documentación. Yo prefería estos sitios donde podía ser quien yo
quisiera sin tener que dar más explicaciones. Podía inventarme una
vida frente a todos y desaparecer una buena noche en mi moto.
—Vaya... gracias por la
información—dije clavando mis ojos azules en los suyos castaños.
—Pero viéndolo con esa ropa pensé
que era uno de esos vándalos que van por ahí haciendo el loco con
las motos... ¿cómo se llaman esas que usan los rudos barbudos de
las películas de acción?
Era curioso que usara conmigo el
término “vándalo” porque eran un pueblo germano que había
luchado contra los romanos, igual que mi pueblo, y que tenía varias
características comunes con mi cultura. Pero ellos lo usaban con
tono despectivo hacia personas que no llevaban reglas sociales, que
iban contra la ley y formaban grandes escándalos.
—Harleys—respondí clavando mis
ojos en la lista de nombres y fechas. Justo ayer se había registrado
una chica. Sólo éramos dos en estas fechas rondando el pueblo.
—Eso es... ¡Harleys! Vaya motos, ¿la
suya lo es?—dijo intentando ver tras el cristal de la puerta.
Estaba seguro que la había escuchado llegar, pero no se había
atrevido a husmear.
—Lo es, pero soy prudente cuando
conduzco—aseguré.
—Firme ahí—señaló luego me
retiró el libro—. Deje, el nombre debo ponerlo yo. Luego no
entiendo lo que hay escrito—giró el libro y me miró con una
sonrisa cordial—. ¿Nombre?
—Leblanc, Mael Leblanc.
—¡Francés! Vaya, un francófono. No
había notado su acento, ¿sabe?—dijo echándose a reír—. Vienen
pocos europeos pero suelo captarlos al primer vistazo. Usted parece
Made in América.
—Ascendencia francesa, pero nada más.
Hace mucho que no visito mis raíces—intenté ser cortés aunque me
dieron ganas de preguntarle si parecía Navajo, Siux o Azteca, pero
preferí simplemente sonreír y guardar mi afilada lengua para mis
memorias.
—Bien, si quiere nos vemos más tarde
y jugamos una partida de cartas—estiró su mano para que yo la
estrechara, cosa que hice, y luego la retiró—. El hostal está
casi desierto y mi mujer cocina bien. Podríamos invitarlo a cenar si
quiere, pero al final del pueblo puede encontrar un buen restaurante
italiano.
—Tendré en cuenta su invitación.
Muchas gracias.
Agarré mi maleta y empecé a subir la
escalera mientras le escuchaba. Finalmente le respondí por cortesía,
pues no quería tener relación alguna con la gente del pueblo. Yo
sólo quería curar mis heridas unas cuantas noches, descansar unas
horas escuchando el murmullo del bosque y dejar que mi bolígrafo
narrara algo que todavía no había sido contado... el modo en el
cual sobreviví al sol y me oculté de todos.
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