Acepto que Marius tiene razón ahora por muy mal carácter que tenga.
Lestat de Lioncourt
Observaba con descaro el cuadro sin
apartar ni un momento su atenta mirada de las extrañas y numerosas
formas que allí se agrupaban. Parecía perdido y casi angustiado en
la maraña de colores que se extendían hacia las cuatro esquinas. Ni
siquiera era una gama de color agradable. Allí, de pie con los
brazos echados hacia atrás y la muñeca izquierda garrada por la
mano derecha, suspiraba disconforme con el título y la
representación que allí se daba. Él no veía que el artista
hubiese tomado un tiempo para reflexionar sobre el lienzo vacío, ni
observaba pasión en el trazo, sino que contemplando la cifra con la
cual estaba puesto en venta comprendió de una vez que deseaba decir
el artista: Vendo cara mi alma porque mi arte es barato.
Había visitado cientos de galerías de
arte. Estuvo frente a arte vanguardista y extraño, por no decir casi
alienígena, pero no había visto tal abominación en ninguno. Uno
sabe cuando un cuadro está hecho con pasión, necesidad o por
dinero. Contempló incluso gigantescas láminas donde se
representaban pequeños muros de ladrillos cargados de tinta en
spray. Esos cuadros, de artistas urbanos, le recordaban los días en
los cuales asaltaba viejas casas en ruina para pintar lirios en medio
de un jardín similar a una jungla.
—Disculpe...—dijo al propietario de
la galería que revoloteaba como mosca desde hacía varios minutos—.
¿Por qué es tan cara esta obra?—preguntó como si fuese un niño
estúpido desconocedor de la belleza y la nobleza de un pincel.
—Es uno de los mejores pintores que
existen en este siglo. Es joven y muy intuitivo. ¡Sólo mire la
mezcla de colores!
—Sí, la vomitiva mezcla...—masculló.
—¿Cómo dijo?—el empresario se
sintió sumamente ofendido como si fuese el dueño de la obra, pero
en realidad sólo era otro idiota convencido que cuanto más rara
fuese la obra más valor tenía.
—¿Ha venido alguno de sus
cuadros?—dijo algo inquisitivo.
—¿Bromea? Es el pintor favorito de
cientos de famosos. Victoria Beckham tiene varios cuadros suyos en
una de sus viviendas—comentó aquello como una auténtica proeza
provocando que se echase a reír a carcajadas—. ¿De qué se ríe?
—Sólo gente ignorante compraría ese
horror—afirmó.
El director de la galería acabó
echándolo provocando que su ira aumentara. Marius aguardó unas
horas más para que la galería cerrase sus puertas. Esperó fuera,
en la acera contigua, con un maletín cargado de pintura y la mirada
cargada de sentimientos que podían atravesar cualquier corazón como
balas sagaces.
Eran alrededor de las once de la noche
cuando cayó sobre el director y lo hizo abrir la puerta una vez más.
El hombre pataleaba rozando con la punta de sus pulcros mocasines el
mármol de su tienda. Marius imponía respeto con sus manos de
artista rabioso, las mismas que agarraron un par de sogas que
guardaba en su maletín y unas resistentes esposas. El pobre mortal
quedó atado frente a la obra barata como muchas otras únicamente
hechas para vender, no por amor o por belleza.
Allí sentado tuvo que observar como
Marius tomaba una paleta de pinturas y garabateaba sobre el lienzo.
En cuestión de horas tenía una hermosa pintura de un paisaje
bucólico de una costa mediterránea que ya no existía, no al menos
tal y como él la había pintado, y de fondo había una galera con
numerosos detalles. La arena tenía tanto detalle que se podía
contar sus granos amontonados por doquier mientras la espuma del mar
se precipitaba sobre ella con cierta violencia.
—Ahora sí pagaría esa absurda cifra
y sí podría llamar a esto... “Esclavitud mediterránea”—dijo
arrojando la paleta a los pies de aquel pobre mortal, para luego
desaparecer tras un par de pestañeos.
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