Yo sólo digo que esto no es como me lo había contado Quinn...
Lestat de Lioncourt
Estaba frente al espejo de nuevo
mirando todas mis viejas cicatrices, esas que ni el tiempo ni la
sangre pudieron borrar, pasaba mis dedos por lo que parecían
pequeños arañazos sobre mi escaso busto y los deslizaba llevándolos
hasta mis caderas marcadas. Cerré los ojos aspirando fuertemente el
aire cargado de la habitación. Olía a sábanas limpias, perfume
francés caro, fragancia masculina de última moda en Italia y a él.
Olía a él. Podía respirar su piel aún pegada a la mía,
calentándome pese a lo mortecino que podía ser su abrazo,
intentando no pensar en la mezcla de sentimientos que siempre sufro
cuando lo hace. Quería huir. Deseaba desaparecer de inmediato como
si fuese una pompa de jabón estallando o una mota de polvo que se
pierde en la inmensidad de la superficie de un mueble viejo,
apolillado y a punto de ser tirado a la basura.
Jamás me sentía conforme ni a salvo.
Era una sensación horrible la que podía transmitir a otros. Siempre
era la incógnita absoluta, la muerte misma disfrazada de vida
jugueteando con los dorados rizos de un recién nacido. Era todo eso
y más. Porque también era la furia de una tormenta eléctrica, un
vendaval en una zona costera, un grito de terror en la noche, el
chapoteo de un caimán en un pantano de aguas densas y peligrosas,
los tacones de una mujer desesperada y la verdad en los labios de un
cadáver a punto de ser incinerado. Veneno, sed y rabia.
—Petronia—escuché su voz con
nitidez pese a que fue sólo un susurro y acabó provocando que un
escalofrío recorriera toda mi columna vertebral, levantando incluso
el vello de mi nuca y logrando que saliera de mi ensimismamiento.
—Maestro—dije aún con mis ojos
oscuros fijos en los míos, en ese reflejo extraño que ofrecía al
espejo, mientras él se posicionaba tras mi espalda colocando sus
sedosas manos oscuras sobre mis estrechos hombros—. ¿Qué quieres
de mí?
Su boca cálida se colocó en el lado
izquierdo de mi cuello, deslizándose hacia mis clavículas y
quedándose en mi hombro. Podía aspirar de nuevo con claridad su
aroma mucho más masculino que el mío, un aroma corporal que me
enloquecía y dominaba de algún modo.
—Deseo tantas cosas de ti—musitó
deslizando sus manos por mis brazos hasta mis codos, agarrándome de
una forma algo perversa, entretanto rozaba sus colmillos en mi
cuello. Quería que notara que le pertenecía como algo más que una
mercancía, como si mi alma la hubiese vendido a ese demonio de piel
oscura y voz profunda, logrando que mi corazón latiera como el de un
cervatillo asustado porque sabe que el cazador está cerca.
—Maestro...—murmuré quedándome
quieto esperando sus siguientes acciones como si esperara que me
rompiera en mil pedazos, igual que a un frágil cristal, pero no lo
hizo. Sólo se detuvo a mirarme a través del espejo. Mis pezones se
habían endurecidos y mi mentón temblaba.
—Tengo un regalo para ti—dijo—.
He vuelto a tener cierto contacto con ese joven vampiro y he logrado
tener acceso de nuevo a cierto medicamento en proceso de
investigación—murmuró soltando mi brazo derecho para meter su
mano en su chaqueta blanca de lino italiano. Al sacar la mano vi un
inyectable que rápidamente se enterró en mi nalga derecha—. Sólo
deja que te haga efecto—musitó tirando jeringa vacía al suelo,
cerca de mis pies, para luego colocar la mano sobre mi braga de fina
lencería negra. Sólo me ponía esos atuendos absurdos para él
porque para mí no significaban nada. Odiaba ser femenino y jugar con
mi dualidad, pero él parecía recrearse satisfaciendo su parafilia.
Sus dedos acariciaban los delicados
encajes de flores silvestres y sus hermosas hojas, iban hasta las
ingles y después a la parte superior de la fina goma, mientras yo
sólo miraba atentamente y con perversidad sus dedos. Un jadeo se
escapó de mis labios y una pequeña erección apareció debido a los
efectos del medicamento. Soltó mi brazo izquierdo y se ayudó de
ambas manos para bajar la prenda íntima hasta mis tobillos. Después
se arrodilló frente a mí besando mis ingles, mi vientre plano y mis
caderas. Yo simplemente temblaba como una hoja.
—Maestro—dije colocando mis manos
sobre sus cabellos espesos y negros, tan rizados como los de
cualquier hombre de su raza, antes de sentir su lengua lamiendo mi
pequeño glande y sus gruesos labios rodeando mi miembro—. Arion...
—gemí moviendo suavemente mis caderas. Las suyas no se situaron
sobre mis caderas, salvo la zurda. La mano derecha se introdujo en la
pequeña overtura que era mi atrofiada vagina. Yo no dudé en
mirarnos al espejo sintiéndome por primera vez bendecido por esas
acciones que estaban empezando a destruir mi escasa cordura.
En ese momento Manfred entró sin
avisar y en vez de marcharse se quedó ahí, mirando como era domado
por la boca de mi milenario amante, acabando por apoyarse en el marco
de la puerta. Arion se incorporó en ese instante y se autoinyectó
con trona jeringa similar a la mía. En menos de diez segundos, el
escaso tiempo que me permitió para poder recuperar el aliento y
bajar su cremallera, me vi arrojado sobre la cama con las piernas
abiertas. Sin embargo, le pareció una postura poco apropiada, poco
digna de su extraño esclavo, y acabó por girarme dándome una
visión fabulosa al poder tener el espejo frente a nosotros. Estaba
en una posición grotesca, absolutamente sumiso, cuando entró entre
mis nalgas y comenzó a profanarlas con un ritmo tosco que me
enloquecía. Acabé apoyando mi torso sobre el colchón y mis manos,
grandes de dedos largos, tiraban de las sábanas hacia mí.
—Manfred, ayúdame—dijo con voz
dominante logrando que nuestro compañero, nuestra horrenda creación,
se moviera bailoteando hasta nosotros—. Túmbate debajo y haz lo
que quieras con sus pezones. Tómate esto como una dulce
venganza—musitó—. Y tú, pobre de ti si te vengas de él—añadió
agarrándome de mi trenza para tirar de mi cabeza hacia atrás. Mi
nuez, casi invisible, se marcó mientras mis ojos se entrecerraban.
Rápidamente Manfred se tumbó bajo mi
cuerpo, levantándome del colchón y logrando hundir su rostro entre
mis pequeños pechos. Sus pezones fueron todo suyos. Los lamió,
succionó, mordió y bebió sangre de ellos mientras Arion me
dominaba. Yo sólo podía gemir desquiciado clamando a los dioses que
ya habían muerto sepultados por el orgullo y la necedad del hombre,
por otras prácticas más irriosrias que creer en los espíritus de
los bosques o los mares, entretanto escuchaba a mi maestro gruñir
como si fuese el propio Minotario encerrado en los pasadizos de un
terrible laberinto. Y era eso, un laberinto. Un maldito laberinto de
sensaciones.
Al cabo de unos minutos acabé
eyaculando manchando mis sábanas de blanco algodón, Arion no se
quedó atrás y Manfred se alejó para echar a correr lejos por si me
recuperaba de aquella terrible sugestión. Él, mi maestro y amo, me
giró para verme a los ojos como si fuese un Titán y yo un miserable
bajo su poder.
—Tú eres mi mujer, mi hombre, mi
artista, mi gladiador, mi empresaria y la locura misma. Sin embargo,
has olvidado que yo soy quien te domina, quien tiene aquí el bastón
de mando, y espero que con esto quede claro que no puedes hacer todo
lo que tú desees. Sigues siendo mi esclava en La Sangre—dijo antes
de bajarse de la cama y retirarse a descansar leyendo sus dichosos
libros sobre ajedrez.
Yo quedé allí recostado mirando de
reojo mi reflejo y sintiéndome completo, pero terriblemente hundido
por su trato grotesco. Aún así ansiaba otra vez, quería volver a
llamar su atención de ese modo, porque al fin había tomado otra vez
el territorio que tanto le pertenecía.
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