Julien y Richard... una pareja extraña, pero lo que importa es que se amaban.
Lestat de Lioncourt
El edificio era de pocas plantas. Allí
vivían familias que deseaban prosperar. La mayoría de las personas
que se amontonaban en aquellos apartamentos eran inmigrantes y
personas jóvenes, la mayoría músicos, que intentaban aspirar a
algo más que vivir en los suburbios. La zona era algo ruidosa por el
tránsito y los numerosos locales que había por toda la manzana,
pero había orden y limpieza por eso lo compré. Era pequeño aunque
coqueto y funcional.
Mi familia desconocía que yo había
adquirido esa propiedad, aunque siempre anotaba lo que compraba para
que pudieran contabilizarlo mejor para la supuesta herencia. Ese
pequeño lugar, ese hueco en mitad de la ciudad, era para alguien que
amaba profundamente. Pero todavía no era capaz de aceptarlo. Estoy seguro que no creía que pudiese suceder.
Hacía unos meses que había empezado a
conocer a un muchacho. El chico era tremendamente atractivo. Sus
piernas no tenían nada que envidiar a las de una mujer. Tampoco su
cintura, sus dulces y carnosos labios o esos ojos de largas pestañas
negras. Admito que jamás pensé enamorarme. Ni siquiera creí que el
amor pudiera afectarme. Pensé que el dinero lo era todo en este
mundo, pero él en pocos días me demostró que estaba equivocado.
Aunque siempre tuve cientos de amantes nadie, absolutamente nadie,
había logrado esa conexión conmigo.
Así que estaba en la acera contraria
al edificio observando, sin perder detalle de los transeúntes y las
hermosas flores de la floristería que estaba en la planta baja del
edificio. Decidí cruzar y comprar el ramo de rosas más
impresionante que había. La mujer se sorprendió que arrasara con
más de una docena de sus maravillosas flores. Después subí a la
planta número cuatro y llamé a su puerta de forma insistente.
—Julien...—dijo tras quitar el
seguro—. Creí que hoy tenías almuerzo familiar y no ibas a venir.
—Si creías que no iba a venir, ¿por
qué hay carmín en tus labios?—pregunté empujando la puerta para
forzarle a dejarme pasar.
Entonces pude ver que estaba con aquel
coqueto vestido bustier blanco salpicado de vistosas y coloridas
flores. La prenda tenía un cinturón rojo que marcaba su perfecta
cintura a juego con sus zapatos de tacón de aguja, el carmín de sus
labios y el esmalte de sus uñas. Era una prenda descarada e
inapropiada para estar sólo esperando en casa. La falda llegaba por
la mitad de sus redondos y níveos muslos provocando que pudiese
mirar sus perfectas rodillas. El pelo lo llevaba recogido dejando el
flequillo suelto con unos hermosos bucles. Era tan femenino que me
excitaba cosa que en una mujer no lograría siquiera que la mirara.
Entregué el ramo de flores haciendo
que sonriera con la dulzura de una virginal jovencita. Sus ojos,
profundos y arrebatadoramente hermosos, brillaron de ilusión. Sin
embargo pude notar como se ponía nervioso al cerrar la puerta. Él
sabía que no había comprado ese apartamento para él sólo para
tomar café y charlar. Comprendía que venía sediento tras dos días
sin poder encontrarme con su cuerpo entre las revueltas sábanas de
su cama.
La entrada daba directamente al salón
así que él sólo tuvo que retroceder, correr hacia uno de los
jarrones vacíos y poner las flores. No necesitaba ponerlas en agua
pues pronto aparecería con otro ramo. Por mi parte me quedé apoyado
en la puerta contemplando la luminosidad de la sala, el elegante y
robusto sofá color crema que había adquirido hacía unos días, las
mesillas auxiliares cargadas de fotografías, la alfombra que se
encontraba en el centro dándole un colorido inusual al salón y a
él. Me quedé mirándolo a él. Estaba allí de pie en el centro de
la habitación esperando que dijera algo.
—Acabo de comprarlo y no pude evitar
probármelo nada más llegar a casa...—dijo colocando sus manos
sobre su vientre plano—. Normalmente tú me traes ropa de tu mujer
y no me gusta. No me gusta usar esas prendas porque me siento un
vulgar ladrón. No soy un ladrón. Yo no me he metido en tu
matrimonio. Eres tú quien viene a mí y me llenas de regalos,
atenciones y cariño. Querría más atención y que te quedaras aquí
a vivir conmigo, pero sé que no puede ser—estaba a punto de romper
a llorar pero se contenía para no destruir el maquillaje—. Pensé
que no vendrías aunque algo en mí me decía que sí.
—Estás preciosa con ese vestido—dije
dando un par de pasos hacia él.
—Me gusta tu traje de lino blanco. Te
ves como todo un hombre sureño—respondió—. Además tienes algo
bronceada la piel por pasar tanto tiempo en la plantación, de aquí
para allá, y eso hace que te veas terriblemente atractivo—dijo
colocando sus jóvenes brazos sobre mis hombros.
—Mi mujer me ha dejado—susurré
cerca de sus labios—. Dice que soy un golfo, un canalla, un maldito
embustero y que no va a soportar estar conmigo. Por mi parte le he
arrojado un fajo de billetes y le he dicho que busque la forma de
vivir sin mi dinero—respondí metiendo las manos bajo su vestido.
—¿Y eso cómo me afecta?—preguntó
nervioso.
—Soy un vividor. Trabajo duro y gasto
parte del dinero en fiestas, timbas ilegales y mujeres. Eso lo sabes,
pero mi corazón es tuyo desde el primer hola—susurré antes de
besarlo.
Mis manos estaban bajo el vuelo de la
falda, aferradas a sus redondos glúteos, cuando percibí que llevaba
lencería femenina. Amo la lencería. Admito que me excita una bonita
y delicada lencería sobre el cuerpo de un jovencito. Él tenía el
buen gusto de adquirir la más escandalosa y llamativa. Por eso
cuando percibí que llevaba braguitas de encaje lo arrojé contra el
sofá y levanté su vestido.
—¿Ya puedo considerarme tu
fulana?—dijo con la voz entrecortada—. Porque eso soy... No puedo
aspirar a más...
—Richard, no puedo llevarte del brazo
por la calle. Sabes que en esta sociedad nadie admite bien a los
homosexuales y menos a los travestis—dije mirándole directamente a
los ojos—. Se buen chico y muéstrate encantador para mí.
—Para ti soy Sophie. Richard está en
otro lugar ahora—me echó una mirada seductora llevando la mano
izquierda a la tela que cubría su hombro derecho, tiró suavemente
de esta y me mostró la piel tersa de esa zona. Él sabía que me
encantaba como se le marcaban las clavículas, la forma de sus
delgados brazos y sus bonitos hombros.
Me hundí en el recodo de su cuello
besándolo, lamiéndolo y mordiéndolo mientras su respiración se
entrecortaba, y sus piernas se abrían mostrándome el pequeño
paraíso que allí se hallaba. Sus manos se colocaron sobre mi
espalda y se deslizaron haciéndome sentir sus uñas incluso con la
ropa puesta. Eran unas de gata salvaje.
Antes de continuar me quité la
chaqueta, la corbata, el chaleco y la camisa. La corbata no la arrojé
lejos porque decidí usarla para atar sus muñecas. Mis ojos se
deslizaban por sus mejillas encendidas, sus labios húmedos y
jadeantes, pero también por ese peligroso escote. Se había colocado
de tal forma el relleno que parecía tener unos pechos exuberantes.
Reí bajo porque detestaba tener relaciones íntimas con mujeres,
pero él parecía tan atractivo que incluso tenía dudas sobre mi
sexualidad.
Me incorporé tomándolo entre mis
brazos. Pues auqnue yo era un hombre delgado él lo era aún más.
Quien nos hubiese visto en ese momento, desde alguna de las ventanas
abiertas, habría visto a un hombre adulto con una descarada
mujercita. Pero la verdad era distinta. La mujercita era un chico de
diecinueve años que se dejaba tratar a ratos como una dama de
sociedad y en otros como una furcia.
—Julien... no rompas este
vestido—dijo al oído antes de sentir como lo tiraba a la cama.
Mis manos levantaron bien la falda y
mis labios besaron su miembro encerrado aún bajo el encaje. No dudé
en darle pequeñas lamidas y mordiscos a la zona de sus testículos,
así como pellizcar con los dedos su glande oculto a mi vista bajo el
estampado de un clavel. Él puso sus manos sobre mis hombros y empujó
un poco hacia atrás. Yo me aparté quedando de pie mientras echaba
hacia un lado la ropa interior con algo de dificultad por las
ataduras.
Sus piernas se abrieron dóciles para
que yo pudiera saborear su pequeño miembro. Era menor que el mío y
lo había rasurado con una cuchilla, algo peligroso pero
extremadamente higiénico y cómodo. Mis labios rodeaba su glande, mi
lengua se deslizaba por todo mi sexo y mis manos acariciaban sus
muslos. Los suspiros y gemidos se elevaban sobre aquella inmensa
cama.
El dormitorio sólo tenía una cama,
una mesilla de noche y un armario donde guardaba su ropa femenina y
la masculina. No había nada más. Era un lugar muy simple. Pero las
vistas eran maravillosas. Tras mi espalda se podía ver con claridad
la calle y la luz del sol incidía ahora sobre nosotros. Por primera
vez lo hacíamos de día, sin tener miedo a ser señalados por otros,
y di gracias a mi magnífica idea de comprar un apartamento para él.
—Oh, mira esto—susurré cuando me
aparté acariciando sus testículos—. Eres deliciosa, Sophie.
Él se incorporó apoyando los codos en
el colchón entretanto alzaba su pierna derecha, para rozar con la
punta de su zapato de tacón mi entrepierna, dándome una imagen
seductora muy deseable. Sin mucho cuidado lo atrapé entre mis manos
y lo arrojé al suelo bajando mi cremallera, bajando rápidamente mi
pantalón tras quitarme la correa, ofreciéndole de ese modo mi pene.
Su boca era un pozo de lujuria que me ofrecía un placer sobrehumano.
Tenía unos labios carnosos y una lengua bien entrenada. Jugaba a
tirar de mi frenillo, acariciaba con rabia la sensible piel de mi
sexo, y apretaba con furia mis testículos.
Todo aquello sólo fue un preámbulo
para lo que ocurrió luego. Embotado de placer lo coloqué en la cama
de espaldas a mí, abrí bien sus piernas, lamí su estrecha entrada
y pocos segundos después lo penetré lentamente. Él gimió de dolor
aferrándose al borde opuesto de la cama, dejando que las sábanas se
salieran de su lugar, mientras yo sólo cerraba los ojos disfrutando
de la presión que envolvía mi sexo. Sus caderas se movían
suavemente entretanto sus glúteos empezaron a sentir cierto dolor.
Había conservado el cinturón a mano sobre el colchón para poder
doblarlo y usarlo como fusta.
—Julien, Julien... amo Julien—llegó
a decir como si fuese un viejo salmo.
Él no duró demasiado. Mi femenino
muchacho acabó eyaculando manchando sus propias sábanas y
salpicando un poco mis zapatos. Yo no paré. No cedí ni un segundo.
Pues quería llegar a la cima dentro de aquellos glúteos duros y
perversos que tan bien me acogían. Tras más un rato, penetrándolo
con furia, pude notar que llegaba a otro orgasmo aún mayor apretando
todavía más los músculos internos de su trasero. En ese instante
llegué al paraíso mientras podía escuchar un gemido hondo y
perverso surgir de su delicado cuerpo. Después, como si fuese algo
aprendido hace tiempo, él se bajó de la cama apartándose de mí
para lamer mi sexo y las gotas de semen sobre mis mocasines.
El rimel se había corrido, el colorete
estaba mal puesto y los restos de su labial estaban por parte de las
sábanas. Sin embargo me parecía igual de hermoso que cuando lo vi
nada más entrar, igual de atractivo que la noche en la que nos
conocimos y os puedo asegurar que me di cuenta lo perdido que estaba.
Mi corazón le pertenecía por completo.
Es difícil hablar de amor sin que se
rían de ti, sobre todo cuando lo dice un cobarde que no fue capaz de
arrojarse al fuego de la pasión. Sin embargo, no puedo dejar de
pensar en su sonrisa con y sin lápiz de labios. Quizás es una
ilusión. Tal vez me estoy haciendo viejo y me aferro a unos muslos
jóvenes y dispuestos. No lo sé. No obstante nadie me quitará esta
sonrisa que parece mágica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario