—Eres un idiota.
Esas fueron sus primeras y brillantes
palabras nada más cruzar la puerta de mi despacho. Me acababa de
reunir con mi abogado en Nueva York. Había alquilado una coqueta y
discreta oficina para tener ciertas juntas administrativas y de
negocios. Poseía inversiones en empresas que buscaban nuevas vías
tecnológicas aplicadas a la ciencia, editoriales, empresas teatrales
y otros negocios que tenían que ver con la moda y el automovilismo.
Por eso mismo no esperaba que mi buen amigo David Talbot apareciera
de la nada.
—Gracias por la obvio—respondí
alzando mis finas cejas rubias entretanto le sonreía como si fuese
un bufón. Me causaba gracia. Siempre se indignaba por todo.
—¡Demonios! ¡Es que ni siquiera te
duele admitirlo!—gritó arrojando sobre mi mesa una revista donde
se detallaba que iba a explorar la Atlántida. Aunque claro, la
mayoría de los lectores tomarían esa información como
un “April Fools'
Day” adelantado.
—¿Para qué negarlo? Estoy harto de
escucharos a todos decirme siempre que sólo cometo
irresponsabilidades. ¡Cómo demonios queréis que viva! Estar atado
a normas es algo imposible. Siempre ocurren momentos en la vida en
los cuales debes actuar fuera de la ley.
—¡No son momentos! ¡Contigo es
siempre!—gritó espantado por mi “brillante” idea.
—¡Ah! ¡Ya empezamos a ponernos
limítrofes!—dije colocando mis ojos en blanco mientras me
recargaba en aquel cómodo sillón de oficina.
Ambos vestíamos como elegantes
caballeros con sobrios trajes veraniegos, pues aún ahí fuera el
calor era sofocante incluso en las noches, pero nos comportábamos
como niños. Estábamos peleando ahí como dos mocosos por un trozo
de pastel.
—¡Ni se te ocurra llamarme
victimista!—de nuevo gritó. Estaba furioso y eso me encantaba.
Verlo así de encendido, con ese rostro de rasgos tan exóticos y
esos ojos de un alma vieja, tan vieja como los más de setenta años
que tenía cuando cayó en mis alocados juegos de azar con la vida,
la fortuna y la casualidad.
—¿No? ¿No puedo?—pregunté
sonriendo maliciosamente mientras me incorporaba, daba la vuelta a la
mesa y quedaba a su lado— Es cierto que no alcanzas los niveles de
Louis o Armand, pero...
—¡Cállate!—dijo agarrándome de
los brazos como si quisiera detenerme por completo, congelándome en
ese momento, pero yo sólo reí a carcajadas.
—Cállame con algún argumento de
peso, David—respondí.
Entonces lo hizo. Me calló con un
argumento de peso. Ese argumento fue un beso que provocó que me
callara aferrándome a su rostro y permitiendo que su lengua se
enredara con la mía. Después, al separarse, me miró a los ojos
completamente furioso, tomó su revista y se marchó dando un
portazo.
Lestat de Lioncourt
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