Se encontró en uno de los despachos de Ashlar Templeton. ¡Disfrutad!
Lestat de Lioncourt
Dormía. Estaba allí, echado en mi
cama y arropado con las mantas que había pedido para él. Sobre una
de las sillas del salón estaba su chaqueta, algo desgarrada y
manchada de sangre. Samuel negaba una y otra vez mientras nos veía
desde el pasillo. Yo no sabía bien por qué estaba ayudando a ese
muchacho, aunque en el fondo recordaba todo lo bueno que había hecho
Talamasca por mí ,y, por supuesto a los dos brujos que habían
cautivado mis pensamientos. Cabía la posibilidad de poder estar en
contacto con Taltos. Si había surgido uno del vientre, ya yermo y
débil, de esa mujer significaba que podía caber la posibilidad de
otro dentro de esa familia. Si bien, sólo podía verlo a él.
Me pregunté por qué tantas pericias
había pasado. Cuántos años había vivido bajo el techo de la Orden
de Talamasca hasta que le dieron una misión tan suicida; la cual, al
parecer, estaba siendo desastrosa y le habían pedido prácticamente
que se detuviera. Querían lejos de la familia a Yuri Stefano y su
jefe, aquel tal Aaron Lightner.
—Nos estamos metiendo en un lío y
nuestras vidas ya son complicadas—dijo desde la sala; sirviéndose
un whisky. Pude escuchar el tintineo de los hielos y la botella de
cristal abriéndose, para verter su contenido etílico de forma
abrupta y desmedida como siempre.
—Tú eres quien le ha salvado la
vida—respondí saliendo de la habitación.
—¿Qué querías que
hiciera?—contestó tras un largo suspiro—. ¿Dejarlo morir a
manos de enanos deformes?—dijo con cierto sarcasmo mirándome a los
ojos—. Odio a mi gente. De verdad, los odio. No voy a permitir que
maten a un inocente.
—Entonces, ¿cuál es el
problema?—dije sin perder detalle a su pequeña mano que aproximaba
el vaso a sus labios, algo gruesos y de dientes ligeramente
torcidos—. Dime, Samuel—murmuré inquieto.
—Tú lo sabes, Ash—chistó y dio un
trago.
—¡Ah! ¡Enano del demonio!—exclamé
en voz baja mientras tomaba asiento en aquel sofá.
—¡Ah! ¡Gigante maldito!—respondió.
Ambos nos miramos echándonos a reír.
Él me sirvió un vaso de leche fría con hielo, me lo aproximó y se
sentó junto al fuego. Se quedó allí mirando como se consumía la
leña. No sé en qué pensaba, pero podía ver ciertos celos. Siempre
habíamos estado juntos. Éramos él y yo, dos proscritos. Los enanos
lo odiaban tanto como a mí. Éramos la cara y la cruz de una misma
raza y en medio, como no, los brujos.
Pasada una hora él se marchó. Según
me dijo tenía negocios pendientes. Posiblemente era una partida
ilegal de cartas. Por mi parte me fui al dormitorio, miré la herida
de Yuri y acaricié sus cabellos azabaches. Ese gitano tenía un
espíritu tan limpio y libre que me entusiasmaba. Hacía mucho tiempo
que no veía una belleza tan exótica y agradable. Era un hombre
joven, de unos treinta años, y yo un milenario Taltos que comenzaba
a tener canas.
Me recosté al lado del chico, lo
abracé por la cintura y aspiré su aroma. Si algo malo pasaba, fuese
lo que fuese, no quería morir solo. Deseaba tener contacto con algún
brujo poderoso o al menos fallecer amando a ese chico. Porque fueron
tan sólo unas horas, pero algo en mí se movió por dentro. Quizá
fue un oscuro secreto que llevaba siglos allí formándose y estalló
cuando el apareció. Nunca lo olvidaré. No podré olvidar ese olor
corporal, esa piel cálida y esa forma de respirar profunda dejándose
llevar por el cansancio y la fiebre.
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