—¿En qué piensas?—dijo sentado en
el borde de la cama. Las sábanas se arrugaban a su alrededor. Su
figura parecía misteriosa en mitad de la oscuridad. Su silueta se
veía delicada debido a su piel blanquecina y su largo cabello negro
cayendo sobre su espalda desnuda.
—En nada—respondí con las manos
tras la nuca y las piernas ligeramente abiertas. Estaba tumbado en la
cama pensando en los murmullos que me acompañaban cada noche, igual
que ocurre con las mentes perturbadas en algunas dolencias mentales.
Mi cuerpo estaba en aquella alcoba, pero mi mente volaba a través de
los kilómetros buscando el lugar en concreto de donde provenían.
—En algo debes pensar—insistió.
—En nada—repetí.
—Lestat, algo estás tramando.
Maldije a un dios inexistente cuando
escuché esas palabras de sus carnosos labios. Se giró hacia mí y
me miró confuso. Sabía que algo me pasaba, pero no podía
introducirse en mi mente. Yo era su creador, su amante, su compañero
y el estúpido que siempre le arrastraba por los caminos más amargos
y tortuosos.
—No—dije.
No quería que supiera que durante
meses estaba viviendo con insufribles inquietudes. Sabía que todo el
mundo sueña, que no tiene nada de malo. Sin embargo la primera
noche, en la cual desperté tras aquellas imágenes y frases, me
quedé perplejo sentado en el borde de la cama, con la respiración
agitada y el corazón palpitando fuertemente. Había sentido cierta
parálisis en mis miembros y mis ojos ardían como si hubiese visto
la luz del sol directamente en mitad de la noche. Lloré durante más
de una hora y me alegré que él se hubiese quedado traspuesto en la
biblioteca, junto a numerosos ejemplares que aún no había leído.
—Te noto inquieto—comentó.
—Está bien...—suspiré resignado.
—¿Me vas a contar qué sucede?—dijo
echándose a mi lado, entrelazando sus largas y torneadas piernas con
las mías, pasando su diestra por mi torso y apoyando su cabeza en mi
hombro derecho. Su mejilla estaba algo cálida por la sangre que
había consumido, pero ya se enfriaban sus venas, y sus ojos eran
como los de un gato que te observa en mitad de la oscuridad. Louis
era hermoso. Estuviese en la otra punta del mundo o cerca, como si
fuese mi otra piel, lo idealizaba.
—Desde hace días tengo sueños
inquietantes. Cientos de almas piden que las ayude para evitar su
dolor y miseria. Se encuentran atrapadas bajo decenas de metros de
profundidad, en lo que fue un vergel cultural... Creo que sueño con
los muertos de la Atlándia.
—Dime que no estás pensando en
ir...—dijo terriblemente angustiado. Su acento francés se notó
bastante porque trastabillaron sus palabras.
—¿Acaso no soy el líder de la
Tribu?—pregunté.
—Lestat...
—¿Y si es una entrada a otro
mundo?—murmuré, mientras él terminó aferrándose a mí dejando
su brazo sobre mi torso.
—¡Por eso mismo!—exclamó
levantándose de improviso para sentarse sobre mi pelvis. Me miraba
subido encima mía esperando que yo le sonriera y le dijera que lo
había pensado mejor, que no tenía planeado a mí y que olvidara por
completo la conversación. Pero, seamos sinceros, eso sólo ocurre en
sus sueños.
—No iré solo. Amel me
acompañará—contesté.
—¿Y eso se supone que es un
consuelo?—dijo aún con la voz alterada.
—Louis, por favor... Hablaremos mejor
cuando caiga la noche.
Se conformó. Aceptó esas palabras
pensando que un sueño reparador me haría olvidar todo. Se equivocó.
Me marché nada más iniciarse el atardecer. Salí de la habitación,
recogí mis prendas, hice un pequeño equipaje y aguardé a la caída
absoluta del sol para alzarme gracias al Don de la Nube.
Lestat de Lioncourt
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