Yo comprendo a Marius, pero también debo admitir que comprendo a Bianca y al resto. ¡Ah! Demonios...
Lestat de Lioncourt
Derrotado, cansado como estaba, y, con
el corazón tan destrozado que no sabía si algún día mi alma
podría descansar, me senté en aquel diván a observar los frescos
del techo. Había estado trabajando en ellos durante días. El
palacio había recobrado su esplendor. Cada muro, puerta, ventana y
rincón había sido restaurado con esfuerzo y una dedicación que
jamás di a mis amantes. Me sentía un canalla, un hipócrita y un
sucio rastrero que no había logrado en momento alguno retener lo que
amaba entre sus brazos.
Imaginé sus pasos por la galería, su
risa fresca reverberando en alguna de las numerosas alcobas y sus
manos suaves jugueteando con mis cabellos. Ese maldito querubín de
cabellos castaños me había arruinado y, sin embargo, jamás lo
admitiría. No obstante pude percibir que no estaba solo. Alguien
había entrado. Sus pasos eran cortos y elegantes, su perfume era
femenino y rápidamente pude apreciar que era un vampiro. Un vampiro
que yo conocía bien.
—Bianca...—murmuré incorporándome
de inmediato.
Bajé hacia la planta inferior como una
exhalación. Ella me había maldito hacía tan sólo unos meses.
Recordaba cada una de sus palabras y esa mirada de fuego, llena de
rabia y odio, que me envenenaron. Cuando llegué al final de la
escalera la observé del mismo modo que me observó ella. Ambos
parecíamos inquietos, pero ella hizo acopio de todas sus fuerzas
para mantenerse firme e indiferente.
—¿Qué haces aquí?—pregunté—.
Bien que dijiste que no volverías a buscarme—dije furibundo.
—Dije eso—respondió—. Pero no
vine a verte a ti, sino a este lugar. No sabía que lo habías
recuperado—comentó abriendo su abanico para darse un poco de aire.
Vestía con un elegante traje negro
bastante ajustado, de hermoso escote, y su cabello estaba recogido
con algunos mechones sueltos. Parecía haber salido de alguno de los
frescos que yo alguna vez pinté o que pintó algún enloquecido
genio de otra época. Esa mujer era demasiado hermosa y como todo lo
demasiado hermoso provoca peligro, ruina y dolor.
—Márchate—dije aferrado a la
balaustra.
—Hermosos querubines—contestó
caminando hacia la salida con una elegancia llena de indiscreta
soberbia—. Lástima que el original no quiera volver a saber de
ti—susurró antes de tomar el pomo, tirar de la puerta hacia sí y
marcharse dando un portentoso portazo.
—¡Maldita seas! ¡Maldita
seas!—quité antes de romper a llorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario