Acepto que lo entiendo... Mich era y será siempre un buen hombre.
Lestat de Lioncourt
Recuerdo como llovía aquella tarde.
Caminaba por la ciudad buscando quizás un pedazo de mi corazón,
perdido entre las aceras y los enormes edificios, pero no hallaba
nada. La ciudad parecía tan vacía como mi propia vida. Había
tenido que aceptar la soledad como la única cura a mi dolor, el
único parche posible, mientras intentaba decirme a mí mismo que
estar solo era mucho mejor que hallarme en la compañía de alguien
que no supiera comprender en absoluto mis sentimientos, emociones y
necesidades.
Era un hombre roto. Mi alma se había
desquebrajado convirtiéndose en un rompecabezas sin sentido. Por más
que intentara unir las piezas era incapaz de encontrarle una solución
viable. Sólo podía pensar en todo lo que pudo ser y terminó
convirtiéndose en un montón de ruinas. Ni siquiera Dickens calmaba
mi ansiedad. Intentaba despejar mi mente, encontrar algún proyecto
que realmente agitara mis deseos de continuar y me diese la fuerza
que Dios parecía haberme arrebatado.
La muerte de mi padre, en acto de
servicio, marcó mi vida. Ese incendio devastador destruyó parte de
lo que era. Aún más hundido quedé tras la muerte de mi madre, una
mujer que decidió hundirse en el alcohol antes que soportar su vida
miserable. Por eso cuando logré mi pequeña empresa fue un triunfo
más allá de lo personal, pero ella tuvo que aparecer para destruir
mi corazón.
Hay varias cosas que jamás
comprenderé. Una de ellas es porqué una mujer que dice amarme, que
quiere formar conmigo un futuro, acaba rechazando el ser la madre de
nuestro futuro hijo. Ni siquiera pude mantener una conversación
apropiada. Ella pudo tener ese hijo y cederme la custodia, permitirme
saborear la paternidad y sentirme orgulloso de mi descendencia. No
obstante tomó el camino más duro. Sé que en algún momento de su
vida recordará del mismo modo al hijo que pudo haber tenido,
imaginará sus rasgos y el tono de su voz. Incluso pensará en los
hombres que tienen edades cercanas y que parecen formar su propia
familia.
La imagen de mi hijo, de ese hombre que
pudo ser y no llegó, aún me persigue como si fuese un fantasma.
Todavía hoy lo hace. Ha pasado algún tiempo y aún así tiemblo
lloroso por lo ocurrido. En estos momentos sólo puedo decir que se
llamaría Chris. Se llamaría Chris. Y que las lágrimas de ese día,
de esa tarde tormentosa, se mezclaron con las mías mientras
saboreaba su nombre de camino a casa. Allí donde me recosté, aún
empapado, en la cama y vi la televisión hasta bien entrada la
madrugada. Sí, sería Chris.
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