Maldito romano...
Lestat de Lioncourt
—Armand.
Su
nombre en mis labios sonaba como una vieja plegaria que quebraba
todas mis emociones. Estaba a punto de precipitarme frente a él
rogando perdón, pero este no llegaría a rozar siquiera la
superficie. Había herido demasiado aquel ángel, el cual permanecía
de pie con la mirada quebrada y las manos temblorosas. Quería
estrecharlo contra mi cuerpo, besar sus tibias mejillas y fundirme en
sus ardientes labios. Deseaba tanto, pero se podía tan poco, que
llegaba a sentirme perdido en una montaña de caos.
—Armand,
yo...
—No
digas algo que no sientas—dijo regresando su mirada a la ciudad.
Estaba
mirando a través de esta el paisaje pluvioso de Nueva York. Las
tormentas se arremolinaban poco más allá de la Gran Manzana. Las
nubes eran oscuras, muy densas, y parecía el principio del fin de
los tiempos. Él jugaba con sus dedos sobre el vaho que dejaba su
aliento. Sólo hacía pequeñas margaritas que iba destruyendo,
palabras comunes y simples líneas. Era como ver a un niño, pero
sabía que bajo esa capa de ternura se hallaba un monstruo similar al
mío.
—Armand,
no sabes por qué he venido hoy—intenté parecer sosegado, pero
estaba perdiendo la paciencia.
—Has
venido a limpiar tu conciencia—contestó con una sonrisa amarga—.
Nunca sientes tus disculpas. Me tratas como si fuese un objeto de tu
propiedad y crees amarme porque soy valioso. Sólo me retienes entre
tus manos como un niño caprichoso, uno de tantos, que no quiere
soltar un juguete porque teme que otros jueguen con él. Un juguete
que ni siquiera desea, sólo retiene—sus ojos se enterraron en los
míos como fieras garras. Su cuerpo se desplazó por la habitación
con una elegancia inusitada y su tono de voz era cómplice. Parecía
querer que sólo nosotros pudiéramos escuchar nuestra desdicha—.
Ojalá tú me amaras...
—Te
amo—dije acercándome, para destruir los pocos metros que nos
separaban.
—No
sabes amar—murmuró perdido entre mis brazos.
—Sí
te amo.
¡Claro
que le amaba! ¡Le amaba profundamente! Era un amor ciego hacia sus
ojos castaños, su piel de leche, sus cabellos de fuego y su alma
siempre torturada. Me había convertido en su peor verdugo, lo
acepto; sin embargo, no podía dejar de suspirar su nombre y de
buscarlo entre las sábanas de mi cama. Me sentía tan perdido, tan
hundido...
—El
amor no puede ser egoísta—dijo con la voz quebrada. Mi aroma le
había hecho recordar otros tiempos, igual que yo recordaba esa
inocencia que él había perdido entre mis brazos. El mundo se
convirtió en oscuridad, sangre y oro junto a mí.
Entonces
se retiró de mi lado, aproximándose hasta una pequeña caja sobre
la mesa aledaña a la ventana. Era una caja de música con hermosas
florituras talladas en la tapa. Al abrirla una vieja canción rusa
llamada Kazachok
sonaba en sus acordes. Metió su mano en esta y luego la cerró.
Entre sus dedos había un par de inyectables. Enterró una en su
muslo y luego me miró, con las mejillas sonrojadas, para que hiciese
lo mismo.
Entendí
a la perfección que deseaba sentir ese amor mío, ardiente y
terrible, más allá de las palabras que solía ofrecerle. Nada más
enterrar la aguja sentí como mi virilidad comenzaba a palpitar, por
eso me lancé a sus labios tomándolo del rostro. Mis largos dedos se
deslizaron hacia su nuca y cabellos, enredando sus mechones de fuego
entre estos, mientras él bajaba la cremallera de mis prendas
bárbaras. Había deambulado por las calles desde mi llegada, por eso
aún vestía un traje negro y una camisa carmín, prendas que
acabaron rápidamente esparcidas en el suelo con las suyas menos
formales y mucho más juveniles. Nuestros cuerpos quedaron desnudos,
a la vista de todos, y su boca se enredó en mi sexo.
—Amadeo...—murmuré
echando la cabeza hacia atrás. Mis largos cabellos color cebada
rozaban mi espalda y hombros, mi vientre se encogía mientras mis
caderas se movían y mis ojos se cerraban—. Amadeo...—decía
buscando apoyo en algún mueble. Estaba tomando mi miembro de forma
insaciable. Su lengua abarcaba toda la extensión de mi hombría,
desde el glande hasta la base. La punta de esta, libertina y diestra,
se introdujo bajo mi prepucio y sus dientes acabó tirando de este.
Gemí como gimen los hombres cuando el ardor del placer los aviva,
calienta y agita.
Sus
ojos parecían los de un animal salvaje y parecía sonreír con
satisfacción. Mi cuerpo tembló de pies a cabeza cuando al fin
alcancé una mesa, muy cercana a una enorme estantería llena de
libros clásicos que yo mismo le había regalado, y me doblé hacia
delante hundiendo su cabeza entre mis piernas. Sus manos, pequeñas y
suaves, parecían garras que arañaban, como si fuese un felino, mi
vientre, muslos y costados.
Finalmente
lo lancé contra la mesa que me sirvió de apoyo, mordí la cruz de
su espalda y deslicé mi lengua por su columna hasta la abertura de
sus glúteos. Él no tardó en tomar sus manos y colocarlas en ambas
cachas, del mismo modo que yo hundí mi lengua, al igual que una
daga, en su orificio. Hice que gimiera como una puta desesperada y
comprobé que sus piernas estuvieron a punto de fallar.
Entonces,
me incorporé y lo hice.
El
fundirme con su cuerpo fue algo que jamás había logrado hasta el
momento. Apreciaba como mi masculinidad se habría paso en su cuerpo,
ahondando en los oscuros pasillos del placer, me hizo sentir más
libre. Era una sensación extraña, pero no me impidió agarrarlo de
sus caderas y notar como este se aferraba a la mesa, arañando con
sus poderosas garras la superficie.
—Maestro,
maestro, maestro...—murmuraba en una plegaria llena de placer, para
luego dejarse ir del mismo modo que yo lo hice.
Llené
su cuerpo con algo más que cicatrices. Mostré cuánto le amaba con
algo más que palabras. Cubrí el hueco vacío de nuestra existencia
con un acto pueril como satisfactorio.
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