Julien me caía bien pero a la vez me daba miedo...
Lestat de Lioncourt
—Nunca entendí bien tu doble rasero.
Tu doble vara de medir.
Aquella voz me despertó en mitad de la
noche. Me quedé sentado en el centro de la cama y miré hacia el
rincón donde solía aparecer. Sí, allí estaba. Me miraba como de
costumbre con una pose relajada y un elegante traje de fiesta. Hacía
años que había abandonado el aspecto de hombre de otros siglos para
otorgarse el capricho de vestir como yo lo hacía.
Sus ojos castaños, con pequeños
toques color miel, se volvían sagaces en ocasiones y parecían
mostrar quien era realmente. Mis manos se colocaron sobre el vientre
y después se relajaron quedando a ambos lados del colchón.
—¿Qué quieres ahora,
impertinente?—pregunté con la voz aún tomada por el sueño.
—Tu madre pronto morirá y la
sucederá tu hermana, pero es débil. Ambos lo sabemos—decía
apoyado en la pared de la ventana, para luego acercarse a la cama y
sentarse en la orilla muy cerca de la cabecera. Sus largas manos
fantasmales acariciaron mi mejilla y rieron bajo para luego aplaudir
al aire—. Tú serás su verdadero sucesor, la verdadera bruja.
—Deliras—respondí saliendo de la
cama.
Me era insoportable tenerlo allí. Si
bien, era cierto. Sería quien la sucediese en las sombras. Me
convertiría el protector de mis hijos, nietos y todo aquel que
entrase a formar parte de la familia. No permitiría que él hiciese
algo en contra de nuestras vidas. Juré aquella noche que acabaría
con el suplicio de tenerlo como aliado y enemigo al mismo tiempo.
—Amo a todos—murmuró.
—Pero te amas más a ti y a tu
diabólico plan. Yo sé que no eres un demonio. Sólo eres un pobre
fantasma estúpido del que me libraré algún día—contesté digno.
Eso le enfureció. Provocó que se
incorporara y caminara hasta donde me hallaba, para arrojarme a la
cama mientras me besaba furioso. Mis manos iban en contra de las
suyas, pues sabía que quería hacer su voluntad. Su lengua parecía
tan real como la de cualquiera de mis amantes y a mis casi cuarenta
años estaba harto. No quería formar marte de esos juegos. Ansiaba
la libertad.
Nunca la hallé. No hasta ahora. Por
eso observo su tumba desde la ventana y escribo a ratos en tus
documentos, Michael. Ya estás haciéndote viejo. Posees más de
sesenta años y un día morirás, como todo en esta vida. Un día te
hallarás a mi lado de otro modo y te diré que te quiero, te admiro
y detesto verte sufrir.
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