¡No, Armand! ¡No le creas! Hasta yo sé que es un truco...
Lestat de Lioncourt
—Sinceramente, jamás podré olvidar
todo lo que no hice por ti.
Al fin lo dijo. Dijo aquello mientras
yo caminaba por el borde de la azotea como un niño cualquiera lo
hace por el borde de la acera imaginando que es un trapecista, uno de
esos hombres ágiles del circo, arriesgando su vida más allá de un
esguince de tobillo. Miré las luces de la ciudad desplegándose bajo
nuestros pies y suspiré. Quise decirle algo cruel, pero guardé mis
energías. No deseaba empezar una nueva guerra que ya olía a vieja
derrota.
—Ahora hablas de eso como si tuviese
solución todo aquello...—respondí.
—Siempre serás mi Amadeo—dijo con
rotundidad arrancándome por un instante el aliento y provocando que
me detuviese. Logró que me girara suavemente hacia él y lo mirara
allí de pie, con ese elegante traje oscuro de empresario de altos
vuelos y esa camisa roja de seda—. Jamás dejarás de ser ese joven
al que yo le entregué todo.
Busqué las palabras idóneas para
dañar su autoestima y evitar que siguiese de ese modo. No quería
que me enamorara nuevamente para abandonarme como un juguete roto. Yo
no quería ser esa criatura estúpida que cae con facilidad en sus
brazos. Me negaba.
—Todo excepto respeto—aseguré.
—Te he respetado siempre—me
contradijo.
—No—dije saltando hacia el interior
de la azotea para caminar hasta él. Vestía con las prendas de un
muchacho común y corriente. Llevaba uno de esos pantalones vaqueros
ajustados, unas botas bajas con correas de cierre en vez de cordones,
una camisa con la cara estampada de Morrison y un sombrero que
guardaba mis cabellos rojos revueltos—. Quisiste ver en mí algo
que no había y cuando no lo hallaste no te importó que me
arrancaran de tus brazos.
—Para—dijo en un tono de voz que
parecía rogarme por su corazón hecho cenizas.
—Has empezado tú—comenté
condenando sus anteriores palabras.
Entonces sentí deseos de desaparecer.
Pude ver como una lágrima surcaba su perfecto rostro y algo en mí
se quebró. Rápidamente busqué sus brazos y él me rodeó. Ambos
nos echamos a llorar. La herida seguía abierta, el amor seguía
ardiendo y yo continuaría cayendo en una trampa terrible.
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