Julien vs Lasher... ¡Ah! Tentación.
Lestat de Lioncourt
—Hay verdades disolutas como una pipa
cargada de tabaco y una taza de chocolate humeante. Verdades que
provocan cáncer de nostalgia y un agujero en la sien de un revolver
que nunca llegó a dispararse. Certezas que no se confirman, pero que
están ahí acariciando el vello de tu nuca y sonriendo como la chica
más bonita del baile y que nadie quiere sacar a bailar, pues para
ellos y sus cánones no es suficiente. Realidades como el golpe que
un terrón de tierra que cae sobre tu propio ataúd mientras lo
contemplas. Tú, yo y cualquiera somos verdades y podemos ser tóxicos
como beneficiosos—. Decía aquello convencido de cada una de sus
palabras. Sobre todo, porque se giró hacia mí y me observó sin
pudor alguno, sin miedo, sin orgullo y tampoco sin necesidad de
mostrar cierta fragilidad. Era él mismo. Su alma resplandecía tras
sus ojos profundamente azules y que mostraban ya alguna arruga, así
como su cabello estaba cada vez más cano.
No recuerdo la edad que podría tener
por ese entonces, pero creo que ya rozaba los cuarenta. Su cabello
rizado, bien peinado siempre y con corte a la moda, era una marea de
colores. Su cuerpo era flexible aún, pero se hallaba laxo sobre el
sillón como si estuviese muerto o careciese de emoción, aunque su
sonrisa mostraba todas y su voz la propulsaba más allá de su
cuerpo, de su figura, de su innegable hombría a pesar de sus
coqueteos con hombres y grandes pasiones a escondidas de una sociedad
aún anclada en creencias católicas llenas de misoginia y homofobia.
Él era un héroe entre muchos hombres, un símbolo para la familia
y un ejemplo para sus hijos. Él era Julien Mayfair y estaba
explicando lo tóxico que podía ser pese a que muchos lo amaran.
Era la divina tentación para
cualquiera, sobre todo para alguien que ansiaba tener un cuerpo y
estaba anclado en un no-existir, en un no-vivir, observando a los
demás disfrutando de su existencia, de su vida y, en definitiva, de
“ser”. Yo no era nada salvo una sombra, un viento entre las ramas
o un hombre bien vestido, con cierta belleza, caminando por el jardín
de la mansión de First Street.
Me quedé dubitativo aunque siempre he
mostrado una personalidad juguetona, algo infantil, pero sólo es una
muestra y no una realidad. Me senté en su cama sin apartar los ojos
de encima de su cuerpo, de la forma elegante que se llevaba la pipa a
los labios y daba una calada. Él sabía que podía morir en
cualquier momento, él sabía que sus poderes tenían un límite, él
se sabía distinto e igual a los demás hombres y mujeres de la
familia.
Abrí la boca como para decir algo,
pero finalmente guardé silencio. Era mejor no decir nada. Sólo lo
dejé pasar.
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