Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 12 de febrero de 2012

El caso - In a darkness room - Capitulo 3 - Parte 3


En un par de horas mi apartamento tenía un aspecto más presentable, pero yo seguía arrojado en la cama. Se aproximó a mí en silencio, así como había estado. Mis ojos no dejaban de contemplarla, era como una aparición. Chicas así no solía verlas a menudo, al menos lo poco que recordaba. Era como ver a una buena chica intentando ayudar a un demonio.

En mi cabeza comenzó a sonar aquella canción polémica donde una figura misteriosa aseguraba estar tras los peores acontecimientos del mundo, una fuerza que impulsaba al ser humano a ser destructivo y estúpido dando tumbos. Podía escuchar los acordes de guitarra de Richards y la voz de Jagger junto al latido de mi corazón, en realidad podía sentir a la banda tocar Sympathy for the devil en vivo frente a nosotros. Ella estaba siendo muy generosa con un cretino como yo, un hombre sumergido en su propia mierda y que tenía un paso en la tumba. Seguía vivo por codicia, ya que quería recuperar lo que era mío y robarle un poco de tiempo a la muerte.

-Debería darse un baño.

Apestaba, no sólo ella pensaba que necesitaba hundirme como una piedra en medio de mi bañera. Sus labios se movieron con una sensualidad tan atractiva, y adictiva, como la de cualquier fulana que te excita por un par de billetes, pero sin abandonar cierta inocencia que la libraba de cualquier pecado, igual que si fuera la mismísima Virgen María.

-Yo puedo ayudarle.

Dio dos pasos hacia mi cama. Sus ojos me miraban con cierta pena, asco y a la vez curiosidad. Mis cabellos rubios estaban grasientos y caían sobre mis ojos como una cascada de furia.

-¿Qué hace una chica como tú ayudando a un demonio?

Alcé una de mis cejas con mis ojos clavados en los suyos, puesto que era tan recatada que ni siquiera poseía cierto escote. Sus cabellos eran tan rojos como el propio infierno, tal vez ella no era un ángel sino un demonio. Sin embargo, sus pupilas eran mareas cálidas donde deseaba estar hasta que el sol viniera y me quemara con su luz.

-¿Qué hace un demonio compadeciéndose?

Fue una buena respuesta. Recordé que los demonios jamás se arrepienten y que siguen su lucha, la misma que les provoca levantarse una y otra vez contra el poder establecido. Me incorporé e intenté colaborar. Aproximó la silla de ruedas y con cuidado me ayudó a subirme a esta.

No volvimos a dirigirnos la palabra, las miradas lo decían todo. Ella me compadecía y yo detestaba que lo hiciera. Era un duelo de pupilas que rogaban intentar no comprenderse y a la vez necesitaban hacerlo. Me sentía agotado y ella frustrada. Aquel apartamento parecía pequeño para ambos, sabía que deseaba que llegara la hora de marcharse para seguir con su vida mucho menos decadente.

Preparó el baño mientras yo me miraba en un pequeño y sucio espejo, allí podía conectar con mis turbios ojos azules. Tenía barba de al menos dos semanas, mis cabellos estaban demasiado sucios y aún se notaba bastante la cicatriz en mi sien. Mis dientes tenían cierto color amarillo y los guardaba unos labios agrietados.

-Venga, le ayudaré.

Tras aquellas palabras empezó el ritual de quitarse la ropa. Había perdido el pudor hacía años, sin embargo ella intentaba no mirarme más de lo prescindible. ¿Tanto asco daba? ¿Tan demacrado había quedado tras meses destrozado en una camilla? ¿Había tenido mejor aspecto que un cuerpo algo delgado?

Poseía unos brazos con una musculatura aún envidiable, pese a los largos meses en cama. Siempre había estado ejercitándome para no aburrirme, entre pruebas y pruebas médicas me dediqué a concentrarme en olvidarme haciendo pesas con los libros de la biblioteca del hospital. Ejercitaba cuerpo y mente, tenía horas de sobra para compadecerme. Mi aspecto no era el de un hombre que había tocado fondo, a pesar de la suciedad que poseía.

Podía sentir mis piernas, el cosquilleo que subía de mi vientre y bajaba. Ese deseo de contacto con el agua a pesar que parecía un sucio, uno de esos que odiaba verse sumergido en las cristalinas aguas de la bañera. Notaba que ella podía sentirse incómoda quizás por ser hombre, o tal vez porque mis ojos buscaba contacto con los suyos.

Finalmente quedé dentro de aquel tanque, una pequeña tina blanca con aguas tibias. Pronto el agua limpia quedó turbia, así como mi piel tomó un tono más rosado. Estuve más de media hora frotándome, le pedí que se saliera porque yo quería aprender a valerme por mí mismo. Mis cabellos goteaban empapados, mi cuerpo se enfriaba junto al agua, y yo quedé parado en mis pensamientos. Mis ojos azules jugaban con las etiquetas de los geles de baño, buscaba tal vez una pista sobre quién fui una vez. Todos olían a mar, otros a un aroma parecido al bosque y el champú era de menta.

-Era como cualquier otro hombre, nada femenino en este baño. Quizás jamás supe que era amar a una mujer salvo a putas desgraciadas.

Llegué a decir aquello mirando mis pies, los mismos que me habían ayudado a dar tumbos y ahora no eran capaces de sujetar mi cuerpo. Mis ojos se cerraron lentamente mientras meditaba. Empezaba a tener frío y a querer salir de la bañera, yo sólo no era capaz. Mi apartamento no era amplio, a duras penas había cabido la silla hasta la mitad del aseo.

Pasados unos minutos en silencio, sin mover ni una pestaña, ella entró para ayudarme a regresar a una cama limpia. Mi ropa era cómoda, una camisa de propaganda de periódico dominical y unos pantalones con los que tal vez alguna vez hice ejercicio. Mi melena empapaba el cuello de la camiseta, goteaba de nuevo como en medio de la bañera. Tal vez tenía ante ella a un ángel caído que había perdido toda su belleza, honor e instinto.

Después de ayudarme a secarme, ofrecerme comida no enlatada y unas cuantas miradas de lástima, se marchó. Sentir sus manos sobre mi piel, ese leve roce, me había hecho preguntarme cuánto tiempo hacía que una mujer no lo hacía. El caldo caliente se asentó en mi estómago haciéndome añorar la comida casera de mi madre, aunque ni recordaba a mi madre y ni mucho menos sus guisos. Cuando sus ojos chocaban conmigo me hacían temblar, así como pensar, porque tenía que ser un pobre desgraciado cuando cientos de gilipollas tenían demasiada suerte.

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt