Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 21 de febrero de 2012

El caso - Los recuerdos no llegan - Capitulo 4 - Parte 2


Hace unas horas tuve una "discusión" con alguien que considera a Slash como el mejor guitarrista. Slash es mediocre comparado con grandes hitos. Hay genios que traspasan la piel, la carne y los huesos. Este es mi guitarrista favorito. Este es uno de mis dioses. Slash nunca llegará a su técnica, quedó parada su evolución hace años.

Tenía que decirlo en algún lugar.






Cuando recobré la consciencia, o más bien regresé a la realidad, habían pasado al menos tres horas. Desperté en medio de la habitación, sin un trozo de tela, arrojado contra las losas sueltas. No sabía como había podido caminar hasta allí, mi cama estaba revuelta y parte de las mantas estaban tiradas camino hacia donde me encontraba. Lloré como un niño pequeño deseando las atenciones de su madre, pero yo deseaba las de Dios. No sabía siquiera como rezar, pero allí estaba intentando averiguar como era aquello del padre nuestro.

Deseaba pedir por mí, por esa chica que aparecía y desaparecía en mis pesadillas, y por esa memoria que no volvía. Sin embargo, tuve una revelación, no sé si al terror que había sufrido o a las ansias de encontrar una explicación razonable. Aquellas imágenes, esa locura que había vivido como real, tenían alguna relación con mi perdida de memoria.

-¡Joder! ¡Joder! ¡Necesito mi puta máquina de escribir!

Me descubrí a mí mismo recordado en ese trasto, el cual no había usado desde antes de haber olvidado quién demonios era. Parte de mis recuerdos, no todos, habían regresado gracias al pavor que había sentido corrompiendo cada uno de mis glóbulos rojos, mientras estos explotaban bajo mi cráneo y mi mente se volvía un caos mayor al de tomar LSD.

Me levanté a duras penas, iba agarrándome por las paredes y los pocos muebles que poseía. Fui hacia el trastero, justo en una de las habitaciones minúsculas y horrendas que tenía. Era en realidad el lugar donde cualquier ser lógico guardaría sus abrigos y zapatos, pero para mí eran cajas amontonadas, viejas revistas, una caja metálica con un candado sin llave y aquella maravilla refugiada en varias bolsas de plástico.

Mis dedos tanteaban aquellos trastos inútiles, restos de una vida que yo había tenido. Saqué todo. No había tenido los cojones suficientes para afrontarlo antes, pero en esos momentos todo me daba igual. Ya no tenía miedo a las fotografías de una infancia gris, las postales de una mujer que desconocía y que decía amarme de hacía más de diez años, viejos libros llenos de anotaciones o mis folios.

Me senté con aquellas cajas amontonadas a mi alrededor. Fui sacando trozos de una vida, mi vida, para unir un rompecabezas gigantesco. Entonces las vi, un montón de carpetas que no había visto antes y no recordaba. Eran carpetas de imitación a cuero parecidas a las típicas azules de gomilla. Dentro había decenas de folios de letras de máquina de escribir, en ellos se relataba una historia tremenda y agónica. Me temblaban las manos cuando comencé a leer aquella hilera de hormigas.

“No sé cuanto tiempo ha pasado desde que no escribía. Tal vez, hace más de una década que no me disponía a narrar una parte de mi vida. Cuando niño creía que escribir todo, absolutamente todo, vendría bien para el día de mañana. Quería recordar como era el color de las mariposas cuando eclosionaban en mi caja de zapatos, así como la temperatura que podíamos alcanzar en invierno y el ruido de la hojarasca bajo mis zapatos. Mamá decía que yo sería escritor, periodista o alguien importante. No soy más que un ex-policía al que toman por chiflado drogadicto, un ser que sólo miente y lo hace para conseguir un poco más de mercancía. Juro que jamás me he metido droga, sólo he tomado alcohol y siempre para intentar olvidar.

Me llamo Travis Adams, tengo alrededor de los treinta y cinco años, he aprendido a amar y a odiar. Estas líneas puede que sean las últimas de mi vida, mi legado. Tengo miedo a que me vuelen la tapa de los sesos, pero siempre me muestro frío como si no tuviera importancia. He perdido la cuenta de cuantas veces he iniciado estas líneas con un cigarrillo a medio apagar, consumiéndose en mis labios, mientras mis ojos amargos intentan no llorar por su alma y por la mía.

No me he vuelto loco. Hablo de su alma porque él era el más inocente de todos. Si pudiera describirlo hablaría de un ángel, un ser incorpóreo que danza para mí en los suburbios. Lo descubrí pegado a la barra de un bar buscando compañía, primero pensé que era una mujer. Tardé más de media hora en percatarme que tenía frente a mí a un muchacho de diecisiete años que intentaba llevarse a la cama a un hombre de treinta años, borracho y que acababa de ser despedido del trabajo de sus sueños. Mi madre quería que fuera un hombre dedicado a las letras, pero yo me dediqué a los crímenes. Él se prostituía y sabía que en otras circunstancias hubiera clausurado el bar, llevándome detenida a la mitad de la clientela, pero en aquellas dejé que acariciara mi entrepierna haciéndome soñar que era una chica guapa en un lugar perdido de aquella hedionda sociedad y que me amaba, sobre todo lo último.”

Palidecía por momentos. Un sudor frío recorrió mi frente y mis manos temblaron. No podía seguir leyendo. Me faltaba el aire. Necesitaba que alguien lo leyera por mí. Pensé en Samantha pero temía que me mirara de esa forma tan compasiva. Debía encontrar a alguien que tuviera la suficiente paciencia para hacerlo, pero yo no tenía mucho tiempo.

-No tengo tantos huevos, no los tengo.

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt