Capitulo
5.
Corazones
de compra-venta
[3
días más tarde]
Durante
los tres días siguientes no hice otra cosa que meditar aquellas
palabras, no era capaz de leer más allá de esas escasas líneas.
Habían machacado duramente mi cerebro, lo habían convertido en
papilla. No dejaba de imaginar la tórrida y nocturna escena, con sus
personajes secundarios ebrios y llenos de sudor, así como nosotros
contemplándonos como si fuéramos viejos amantes que se reencuentran
en París, Roma o Berlín. Nos engañábamos, viajábamos ambos a
lomos del frenesí y finalmente no quedaba más que pedazos de
nuestras almas. Yo no podía hacer otra cosa que imaginar su voz, el
coqueteo de sus pestañas y la forma de mover sus caderas dulcemente
contra mi bragueta. ¿Aquello era el paraíso? Podría serlo, aunque
contaminado como la vida real y lleno de desengaños.
Ni
siquiera era capaz de olvidarme de él en la noche. Pues, ya sabía
el porque de sus furtivas visitas inesperadas. No deseaba que viniera
a por mí de nuevo, no de esa forma tan macabra. Había visto varias
formas de muerte, una más dolorosa que la anterior y menos que la
siguiente. Tenía que ver su cuerpo manchado de sangre, igual que si
fueran gotas de lluvia en plena tempestad. No podía contemplar
aquello una vez más, así que ni siquiera me atrevía a pegar ojo.
Aquella
mañana, la del tercer día, salí del apartamento rumbo al portal
del edificio. El ascensor se murió como un viejo tabacoso formando
aquel ruido siniestro de película de serie B. El portero no se
encontraba realizando sus funciones, como siempre dormía a pierna
suelta sobre el pequeño mostrador frente a los buzones.
En
parking cercano me esperaba la ambulancia, con sus luces apagadas y
con la puerta trasera abierta. Llevaba varios enfermos al ala de
rehabilitación del hospital, era un gimnasio para personas
convalecientes de lesiones u operaciones.
Éramos
conducidos allí como si fuéramos relojes viejos y un sabio relojero
nos contemplara, nos diera cuerda y nos devolviera nuestras funciones
motrices. Antiguallas, eso éramos y así me sentía. Viejos trastos
que habíamos acumulado polvo y necesitábamos que nos golpearan para
que despertáramos, sacudiéndonos de paso esa mugre que nos
recubría.
-Buenos
días, Travis.
Escuché
la voz de Marcus, el camillero que me ayudaba a montarme y a
deslizarme después como si fuera un gusano, o reptil, hasta
nuevamente mi madriguera. Tenía un enorme mostacho de color
grisáceo, creo que era el único pelo que tenía en la cabeza, si no
contamos el de las orejas y sus pobladas cejas, pues estaba sin un
solo pelo en la azotea. Resplandecía su calva como si fuera un
espejo, no así sus dientes amarillos por tanto café y tabaco. Sus
manos eran ásperas, gordas y grandes, pero también amables. Siempre
estaba pendiente de mí, como de una vieja de apariencia adorable y
que en el fondo, no muy en el fondo, era una bruja peor que cualquier
suegra.
Me
senté junto a la ventanilla izquierda, esperando que empezáramos a
movernos por la ciudad. Como siempre intentaba recordar alguna calle,
tienda, edificio o simplemente algún parque al cual hubiera acudido
alguna vez. Ni siquiera era capaz de recordar una estatua o fuente,
era imposible. Era como si me hubieran trasladado a otro mundo, otro
muy distinto al mío, y me hubieran obligado a creer que allí viví
hasta ese mismo instante.
Apoyé
mi cabeza contra el cristal observando a los transeúntes como si
fueran animales exóticos. Podía ver un abanico tremendo de idiotas
que se creían mucho mejor por tener empleo, una cartera de cuero y
traje de marca, mientras otros intentaban vender pañuelos
desechables en un semáforo. Las chicas jóvenes que se habían
escapado de la escuela reían como perturbadas mentales frente a un
chico medianamente atractivo. Varios muchachos corrían frente a un
policía, gamberros sin duda. Algunas mujeres se paseaban con el
carro de la compra, el de un hermoso bebé que a penas se distinguía
o simplemente caminaban abrazadas al cretino de sus sueños.
Aquel
paseo fue sin duda una exposición de horrores. Cada vez me sentía
más frustrado al estar tan convaleciente, sin embargo juraba que
valía más que esas almas desenfrenadas por vivir vidas desechables
sin fundamento ni sentimientos. Eran envoltorios, meros envoltorios.
Yo deseaba deshacerme de la carga que aún me ataba a unas muletas
para ser algo más que un envoltorio, ser un alma libre.
La
mañana se hizo intensa nada más llegar a la zona del hospital donde
me esperaban, como cada día, el fisioterapeuta embutido en ropas
blancas con el logotipo verde del sistema sanitario. Se aproximó a
mí con una afable sonrisa explicándome que intensificaría conmigo
la actividad. Estuve más de una hora forzando mis músculos,
provocando que mi cuerpo se resintiera. Las horas siguientes fueron
pruebas médicas tanto psicológicas como físicas. Tenía miedo de
comentar algo sobre mis anotaciones, supuse entonces que debería
encontrarle a él antes de poder decir nada.
-Estás
muy callado.
Comentó
el doctor que me trataba. Sus cuadradas gafas plateadas de montura
frágil estaban en la punta de su nariz, la cual golpeaba
insistentemente con un bolígrafo de tubo de prisma transparente. Su
bata estaba desarreglada, había entrado apresuradamente en la
consulta tras el riguroso desayuno de más de media hora.
-¿Ha
ocurrido algo relevante?
Tuve
en ese momento la lucidez que podría saber qué había pasado mucho
mejor que otros, por lo tanto no podía dejar escapar la oportunidad
de hallarlo y preguntarle. Si bien, me aterraba leer la historia y
averiguar que terminó odiándome. Deseaba pensar que alguien me
quería, aunque fuera un sentimiento construido a base de falsos
ladrillos.
-No,
Adams.
Chisté
tumbado en aquel enorme diván negro esperando que dejara de hurgar,
no quería tener un ataque de sinceridad y quizás poner en peligro a
alguien más. Quizás me tomen por loco, pero sabía que aquel médico
ocultaba algo demasiado oscuro. Sus ojos grisáceos parecían más
turbios que de costumbre. Estaba ansioso de conocer algún nuevo dato
sobre mi vida, aunque fuera el más mínimo.
-¿Estás
seguro?
Dijo
echando sus cabellos negros hacia atrás, intentando que su mirada me
cohibiera y terminara explicándole que estaba empezando a recordar.
Había fragmentos que iban y venían en mi mente, sobre todo desde
que había leído aquellos renglones. Él se manifestaba en mis
sueños como el peor de mis enemigos, pero en mi historia era un
chico que me había hecho sentir más que cualquier mujer.
-Sí,
absolutamente.
Era
un rechazo por lo incómodo del asunto, también por el pánico hacia
ser descubierto y nuevamente envuelto en un extraño accidente.
Deseaba borrar cualquier pista sobre la recuperación de los pocos
recuerdos de los últimos días. Era lo mejor, aunque tuviera que ser
el Pedro de aquel dulce ángel.
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