Este es el regalo para Alejandra, su personaje Olivia y mi personaje Rafael, al servicio de un texto para recordar parte de su vivencia, el amor y la felicidad de ambos.
Cuando los tambores suenan en la
lejanía y puedes escuchar los cascos de los caballos, así como el
relinchar de estos siendo montados, sabes que quedan pocas horas para
el amanecer y que despuntado el sol en el horizonte verás al enemigo
desenvainar sus espadas, orar a sus dioses mientras aprietan sus
dientes y se arman de coraje. La guerra ya estaba presente en mi piel
antes de nacer, era hijo de un guerrero a pesar de ser un bastardo.
Jamás podría enorgullecerme a su lado alzando la espada, sino ser
tan sólo uno de sus generales de un batallón llamado Los Suicidas.
Las imágenes de los rayos de sol
penetrando en los grandes y centenarios árboles cercanos a los
lechos de los ríos, el discurrir del agua, el olor a tierra mojada,
las rocas marcadas por otros que ya palparon sus rugosidades, la
sensación de la pesada espada en el cinto y su belleza
resplandeciendo seguía muy presente en mi, como en aquellos que
vivieron aquellos largos días. Días, semanas, meses y años donde
las mujeres no podían calmar las imágenes de cuerpos desollados de
aliados y enemigos.
Mis cabellos dorados caían sobre mis
hombros hasta la mitad de mi espalda, rizados y brillantes como el
propio sol, el casco cubría parte de mi cráneo haciéndome sentir
más concentrado que sin él en mi cabeza. El peto de cuero y la
malla de hierro bien pegada a mi torso, embutiendo mi cuerpo en una
ropa pesada que debía llevar con gracia, agilidad y honor. Las
sandalias ataban bien mis tobillos hasta llegar a mis rodillas,
teniendo en el cuero central delantero la imagen símbolo de Apolo.
Desperté empapado en sudor después de
la imagen de una de tantas batallas. Había visto a lo lejos a mi
hermano subido en un risco lanzando flechas certeras con su cuerpo
casi desnudo, sin siquiera una armadura que representara la cuna de
la cual venía. Mi padre lo miraba desde abajo apoyado en un tronco
quebrado por la mitad. El orgullo de un hombre que no podía tener
cerca al mejor de sus hijos, siempre lejano y siempre huyendo. Él no
estaba allí por mandato de mi padre, sino por el deseo de mantenerse
cerca de mi.
-¿Ocurre algo?
Preguntaste acariciando mi rostro
sudado, tus dedos eran el pañuelo de seda más suave y mejor
perfumado. Sonreíste con la ternura de una niña y la complicidad de
una amante. Tu cuerpo se movió cayendo sobre el mío, pasando tus
manos sobre mi piel desnuda. Estábamos cubiertos, y prácticamente
enredados, por unas sábanas blancas de algodón.
-Nada, no ocurre nada.
Las guerras que libraba era por no
poder regresar a tu lado. Saber que podías estar en la cama de otro,
que podías entregarte en cada noche, me hacía sentir fracturado el
corazón. El pasado siempre hace mella en un hombre, más en un
guerrero.
-Rafael.
Tus labios susurran tan dulcemente mi
nombre que me obligo a besarte, el deseo se avivaba en mis entrañas
y recorría toda mi alma como si fuera fuego. Besé tu cuello girando
sobre ti para dejarte acorralada contra el colchón. Mis manos se
pasaron por tu vientre cuando entonces los sentí, la semilla de la
luz, la vida misma propagándose.
-Es lo que deseaba decirte pero estabas
cansado.
Las lágrimas surgieron de mis ojos,
mancharon mis mejillas e hicieron que el sabor salino de estos
llegaran a mis labios. Al fin había logrado hacer que el milagro
sugiera. Fue la noche más importante de mi vida, la más hermosa y
mágica.
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