Mírate, tienes lágrimas de nuevo
cubriendo tus mejillas hasta la comisura de tus labios. Esos malditos
labios que tiemblan como muchacha a punto de serle arrebatada su
virtud. Tienes las cejas juntas al tener la frente fruncida. Creo que
estás molesto y lleno de dolor, aunque no puedo leer tus
pensamientos ni saber nada sobre lo que puede albergar realmente tu
corazón. Posees una imagen desalentadora con esa camisa mal cerrada
cubierta de sangre, de tu propia sangre, y tus pantalones de pinza
están cubiertos de polvo, cenizas, y barro. ¿Dónde te has metido?
Es lo único que se me ocurre decir al ver que no llevas zapatos y
tus pies desnudos tantean a duras penas el suelo de mármol de la
capilla. Tus manos están cerradas entorno a un rosario de cuentas
negras y lo sostienes como si fuese a salvarte de mí.
Estoy seguro que me odias, me odias
tanto como me amas y me necesitas. Sé que me extrañas rodeándote
con mis fuertes y firmes brazos, burlándome de ti en un murmullo y
explotando en carcajadas, y a la vez te sientes aliviado porque no
estoy. Me has amado más que todos ellos y me has adorado como a un
Dios, pero a la vez me temes y me repudias de tu lado porque crees
que no me comprendes. Tienes miedo que un día desaparezca y a la vez
la soledad de los libros que te acompañan, así como tu fascinante
colección de crucifijos, es lo que más deseas.
No quiero que te gires y espero que
estés tan absorto que no sientas mi presencia. Prefiero mirarte
desde lo lejos, como la primera vez que nos conocimos, antes de
perturbarte aún más. Y sin embargo, aún me pregunto ¿dónde te
has metido? Fíjate, tu elegancia de caballero se ha disipado. Oh,
Louis...
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