“Tic tac dijo el reloj de la pared
mientras me miraba como lechuza.
Tic Tac repitió con desdén
sintiendo mis manos sobre sus
manecillas.”
-¿Quién está ahí?-preguntó
somnoliento mientras el reloj marcaba las cinco de la mañana. En dos
horas debía poner sus pies sobre la alfombra granate, sacudir sus
cabellos castaños y salir de su habitación rumbo a la cocina.
Era un muchacho de veinticinco años,
una amplia sonrisa, cuerpo menudo, cabellos alborotados y mirada de
soñador elocuente. Solía dormir desnudo incluso en invierno y su
piel era similar a la nieve, o la porcelana de una vieja muñeca
comprado a un anticuario.
-¿Quién?-desde la cama arropado por
las mantas como un niño pequeño que teme a un fantasma, desde
aquella cama, preguntaba si había algún intruso o sólo era un
sueño.
-El coco con colmillos – susurré
desde la puerta pasando hasta dentro oculto entre las sombras.
-¡Santo Dios! ¡No me haga nada!-
gritó con lágrimas en los ojos y sin aliento en sus pulmones.
Su habitación era pequeña, tal y como
había visto en su febril mente de escritor de mala vida. Sólo tenía
una mesilla, un pequeño escritorio donde estaba apoyado un portátil
y una lamparilla, así como infinidad de libros y papeles enmarañados
con letras ininteligibles, una cama repleta de mantas y un armario
destartalado.
Entre sus escasos objetos personales
había un libro y un relicario sobre este. Cuentas negras, como sus
ojos de oscura aceituna, enlazadas en plata. El crucifijo era una
talla muy elaborada aunque repleta a su vez de una sencillez que
estremecía.
-No soy Dios, Dios está muy ocupado
jugando al ajedrez y discutiendo con el diablo – respondí con una
sonrisa encantadora encendiendo la lamparilla-. Sabes mi nombre, ¿por
qué no lo dices amigo mío?
-¡Lestat!-espetó tembloroso.
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