Tras el sonido casi silencioso del
deslizar de los vagones del metro sobre las vías, el bullicio
ensordecedor de conversaciones, deformes donde todo y nada es
políticamente correcto, siente el viajero como su cuerpo es
aplastado contra otros, o contra el propio asiento, mientras hace
acopio de su educación para no ofenderse si le pisan los zapatos
nuevos. La radio a todo volumen de un muchacho es un zumbido similar
al de las abejas, mientras que el crujir de un periódico se vuelve
casi inaudible aunque no así el gris resplandor que ofrecen sus
páginas entintadas, y una madre sufre porque quiere ir temprano a
una reunión escolar. Si bien, cuando es el último en la estación,
el último para acabar la jornada, el silencio es casi ensordecedor y
el caminar pesado del vigilante se hace eco.
Muchas son las historias de terror en
las vías, pero pocas son ciertas o narradas en primera persona por
aquellos que quedaron para siempre marcados. La oscuridad de la boca
del túnel siempre fue usada como una puerta al más allá, una
escalofriante puerta que ni siquiera en las cámaras con visión
nocturna se puede acceder por completo por su densidad.
Esta historia prometo que es cierta y
que ocurrió cuando yo aún era mortal. Acaricié mis cabellos canos
frente a una de las numerosas bocas de metro de la ciudad de Londres.
Como era costumbre miré la hora, casi el último viaje quedaba por
ser tomado por los rezagados y oficinistas que a éstas horas aún se
deslizaban malhumorados por un terrible día en la oficina. Mis
zapatos estaban impecables, mi traje era café oscuro y tenía un
chaleco gris de una tela gruesa, mientras que mi camisa era blanca y
pulcra como pulcro era mi afeitado. Sin duda, aparentaba ser un
viajero más con una cuidada imagen personal, pero en mi cartera
había varios informes de compañeros, redacciones de historias sobre
las presencias que allí se aparecían y un reportaje que había sido
lanzado en uno de los populares periódicos del país.
Pagué mi billete como todos, me subí
al último vagón y me senté. Sólo habían tres personas más,
entre ellos una chica que se veía atractiva. Su peinado era similar
al usado años atrás, pero algunas mujeres decían que eran fieles a
su estilo y no a modas, y sus labios eran hermosos, muy tentadores,
por el color que tenían dados. Sin embargo, había algo en ella que
no cuadraba. Parecía completamente petrificada, como si no tuviese
vida y tampoco prisa por bajarse.
Ella era una de esas presencias, que
como ecos del mismo engranaje, aparecían una y otra vez a una hora
determinada. Había investigado suicidios, asesinatos y muertes
fortuitas en las vías de una mujer de su edad, la cual rondaba la
treintena, y llegué a una oficinista de treinta años que perdió la
vida al tropezar y caer en las vías justo a la altura de la estación
en la cual yo me había subido. No me habló, pero al ver que yo sí
podía verla provocó que se deslizaran varias lágrimas por sus
mejillas algo sonrosadas y después emitió un gemido aterrador de
dolor. Miré la hora de nuevo, era la hora de la muerte en la cual su
cuerpo ya no pudo soportar más. Ella fue la primera historia de
metro que había podido dar como cierta, aunque aquella noche vi otro
eco, un eco que era el de un suicida que se arrojaba repetidamente a
las vías.
Allá donde murió alguien siempre
quedó su estela.
----
Texto de D. TALBOT a petición que se guarde aquí para EL JARDÍN SALVAJE.
No hay comentarios:
Publicar un comentario