Las escaleras
por D. Talbot
Jardín Salvaje
Recuerdo que cuando era niño tenía
especial tentación de brincar entre los escalones y quedarme mirando
la barandilla con deseos de deslizarme sobre ella. Cierto día, en
casa de mi anciana tía Anne, me colé en su jardín y observé
largamente las viejas y ruinosas puertas llenas de candado que había
en la caseta.
Era una vieja caseta de jardinería de
dos plantas. Arriba en otro tiempo mi tío Phill construía casetas
para aves, las cuales cuidaba con mimo, y también arreglaba diversos
objetos de la casa. Cuando murió mi tía dejó de usar la caseta,
pues era él quien cuidaba el jardín.
Recuerdo que poco antes que él muriera
las rosas del jardín eran hermosas, pero los rosales se habían
destrozado con heladas y ella no había prestado atención. El jardín
estaba feo y a duras penas con la hojarasca limpia. El muchacho
Tommy, hijo de los vecinos de mi tía, limpiaba asiduamente por un
par de libras. Ya no era como lo recordaba, ni siquiera la caseta.
Sentía una presencia en su interior
mirándome por las ventanas de ojo de buey. Un escalofrío recorría
mi nuca en medio de aquel césped descuidado. La hierba tocaba mis
tobillos desnudos, mis dedos pisaban la tierra húmeda hundiéndose.
Estaba lloviendo y me estaba empapando, pero siempre amé la lluvia y
su sonido. Los árboles desnudos se agitaban con brío, recuerdo que
uno era un roble muy antiguo que tenía muescas de haber sido podado
recientemente y por alguien no muy experto en el tema.
Caminé envalentonado por la curiosidad
y al tocar la puerta sentí las vibraciones de la madera. Un murmullo
extraño se expandió por le interior y un gran rayo partió el
cielo. Cerré los ojos asustado con el corazón latiéndome a toda
velocidad. El candado, en ese momento, cayó como si jamás hubiese
estado cerrado. Con cuidado, y demasiado miedo como curiosidad, entré
en el interior tragando saliva.
La parte inferior estaba llena de
aparatos para podar, grandes tijeras de poda, macetas de colores,
enanos de jardín y molinillos de viento lleno de polvo. La regadera
que colgaba en uno de los cáncamos cayó al suelo y recuerdo que
pegué un respingo sin emitir grito alguno.
Por inercia subí las escaleras, como
si pudiese alguien ayudarme o socorrerme arriba, pero lo único que
sentí fue una bocanada de aire frío y como alguien me tomaba por
los tobillos. Grité, entonces sí grité, y entonces miré hacia
abajo viendo el rostro descompuesto de mi tío.
Él murió allí un día cualquiera de
verano, aunque para mi tía fue el peor 20 de Junio de toda su vida,
y lo hizo por un infarto al corazón por esforzarse demasiado
limpiando y cuidando el jardín que únicamente cuidaba para ella.
No sé como salí de allí, sólo sé
que corrí y corrí hacia la casa pero me desplomé por el camino.
Cuando me encontraron me metieron dentro de la cama de huéspedes y
allí permanecía aquejado de fiebres durante dos largos días. No le
dije jamás a nadie lo que había visto ¿me creerían? Yo ya lo
dudaba. Únicamente sé que mi tío debe continuar allí bajo aquella
escalera donde guardaba los tablones para las casitas de sus aves.
No hay comentarios:
Publicar un comentario