Llovía, o más bien diluviaba, cuando
me desperté aquella noche. Fuera arreciaba una tormenta y los
árboles se movían de forma agitada. Se escuchaban los truenos y los
relámpagos iluminaban toda la mansión. Recuerdo que era marzo, un
marzo gris y turbulento que me recordaba a mi añorada Inglaterra.
Suspiré pesadamente sosteniendo una vieja carpeta rescatada de
Talamasca y aparté el visillo de la ventana para mirar hacia fuera.
Y allí, como si fuese un hada, bailaba Mona Mayfair en camisón
blanco y con el cabello completamente alborotado.
Sus pies desnudos aplastaban la hierba
empapada y manchaba los bajos de su camisón con barro. Tenía el
camisón tan pegado a su cuerpo que dejaba ver que bajo este no
llevaba nada. Sus pezones se marcaban tan rosados y diminutos que era
una imagen demasiado pecaminosa. Intenté apartar la vista en un par
de ocasiones, pero acabé mirándola con cierta ansiedad. Sentí la
boca seca viendo como se retorcía y cantaba canciones que parecían
irlandesas.
-Mona Mayfair- dije aplastando mi
flequillo contra el cristal de la ventana- Inmortal Ophelia- mascullé
notando que me veía y prácticamente me incitaba a unirme.
Acabé por marcharme de la ventana. Era
pecado verla de ese modo. Un pecado delicado y dulce como un pequeño
bombón en una caja destapada. Cualquier niño habría tomado el
bocado aunque fuese de licor, pese a que no tuviese un sabor
agradable, pero ya por el envoltorio tentador y el saber que nadie le
vería lo tomaría.
Me senté en la cama sintiendo que mis
manos temblaban. Mis instintos de hombre me rogaban acompañarla,
pero no lo hice. No quería dañar más a Tarquin con mi estupidez,
pues ya estaba siendo torturado por cuestiones ajenas a Mona y mis
instintos. Sin embargo, acabé rendido a ella noches después. Una
noche de lluvia y frío, en la cual la rescaté para subirla a mi
cama y consumar mis deseos de hombre.
Esos labios empapados en lluvia, esa
espesa mata de pelo rojizo humedeciendo mi almohada y esas piernas
abiertas sin ropa interior, con un pequeño matojo rojo exhibiéndose
tentador acariciando sus labios y rogando ser besados, tocados y
penetrados como los de cualquier hembra. Reconozco que se lo hice
ahogando mis gruñidos y buscando su boca para hundirme en pesadillas
agradables. Sus uñas arañaron mi torso, brazos y espalda mientras
mis caderas tomaban impulso para poder ofrecerle una danza única,
especial y para nada cobarde. Pese a todo, a lo prohibido y lo cruel
del asunto, sentí ganas de gritar que era mía. Porque esos dulces
gemidos proclamaban mi nombre, por eso.
Soporte para D. Talbot
No hay comentarios:
Publicar un comentario