La Reina de la Noche intervenía en la
Flauta Mágica de Mozart en mi habitación mientras mis pies desnudos
se movían suavemente sobre el parquet. La madera había retenido el
calor de la mañana y la tarde, la cual se marchó dando sus
bocanadas con colores agradables que fueron filmados para que yo
pudiese verlos en mi ordenador mientras la ópera me hacía sonreír
encandilado. Mis cabellos pelirrojos estaban revueltos y cubriendo mi
cuerpo tan sólo tenía una enorme camisa roja, como cada hebra de mi
espesa mata de pelo.
No me hallaba en la mansión de Lestat,
sino en mi encantadora Isla de la Noche. Allí donde los mortales
podían disfrutar de los excesos junto a cualquier inmortal que
tuviese un aspecto cuidado. Hacía mucho que no deseaba tener en mi
presencia desaliñados, seres cubiertos de polvo y mugre, que
alardeara de llevar una vida digna y sencilla. Prefería contemplar
las luces encendiéndose y apagándose en el horizonte, igual que las
estrellas en el firmamento, y notar la limpieza extrema que poseía
cada rincón de sus calles.
-Vuelve conmigo.
La voz de mi maestro se hizo presente,
mientras yo contemplaba la noche acariciando el cristal del enorme
ventanal. Mis dedos dejaban sus huellas en el cristal provocando que
su frialdad se templara. Mi aliento frío hizo vaho mientras mis ojos
se fijaban en los vehículos que corrían a gran velocidad por la
autopista cercana.
-Amadeo- aquel tono suave y meloso sin
duda era el de un hombre que quería ser satisfecho.
Me giré mirándolo sin ver, pues no
quería fijarme en su cuerpo desnudo caminando hacia mí para
rodearme. La soledad siempre me acompañaba y era mi mejor musa, con
la cual jugaba a la alquimia y conocía los últimos experimentos. En
la pantalla del ordenador seguían apareciendo los rayos finales del
sol mientras la canción finalizaba. Mordí mi labio inferior cuando
sentí al fin que me pegaba a su cuerpo tan duro como el mío, igual
que si hubiese sido cincelado.
-Ofréceme más de ti- su aliento rozó
mi cuello y sus labios depositaron besos cortos tras mi oreja.
-De acuerdo- dije girándome colocando
mis manos sobre su torso- Pero ¿me dejarás preparar algo en la
licuadora? Creo que ya sé como conseguir que un corazón de vaca
pueda ser exprimido.
Sus ojos cambiaron, igual que su
semblante, pero se quedó allí suspirando amargamente y permitiendo
que elaborase mi delicioso cóctel que nuevamente le hizo vomitar. No
entendía que hacía mal, pues el tabasco parecía agradar a muchos
mortales.
Armand para el Jardín Salvaje
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