Sorbete especial
Armand Jardín Salvaje
En ocasiones cuando siento que el paso
de los siglos golpean mi espalda, hunden mis hombros, afean mi rostro
aniñado y vuelven grisáceas mis pecas decido salir a buscar nuevas
emociones. He llegado a pasear en centros de compras abarrotados de
clientes ansiosos por las últimas horas donde pueden adquirir sus
productos, los cuales son como drogas. Muchos iban y venían a salas
de cine donde las películas más taquilleras, en ocasiones las más
vacías e insulsas, hacían explotar sus sentidos convirtiéndolos en
retorcidos amasijos de emociones.
Tomé uno de mis trajes azules, un
chaleco en un tono verde mar oscuro y una corbata champan, para
cubrir mi cuerpo joven y delicado sólo en apariencia. Mis cabellos
fueron peinados con cuidado y recogidos en una coleta baja. Tal vez
era ropa muy sobria para un muchacho de apenas diecisiete años, pero
era complicado vestir de forma desarreglada como los jóvenes
actuales cuando amas la buena calidad de la tela rozando tu cuerpo,
envolviéndolo con una suave y sutil caricia.
Decidí pasear con las manos metidas en
los bolsillos, observando las numerosas ofertas con letreros
llamativos, comprobé que la tienda de mascotas aún estaba abierta y
terminé, sin saber bien como, dentro de una tienda de
electrodomésticos usados. Todos se veían en buen estado, sobre todo
las licuadoras y algunas máquinas especiales con las cuales se
podía, según decía el letrero, elaborar sorbetes de distintos
sabores.
Estuve durante más de media hora
fascinado ante una belleza de curvas rojas y negras, un vaso alto y
ancho y que podía picar hielo, creando así sorbetes. Tenía tres
botones de velocidad, así como un botón de encendido y apagado. Tan
sólo costaba veinte dólares, porque era un modelo antiguo.
-Para regalo- dije con una sonrisa
mientras levantaba la tapadera del aparato.
-¿Qué color?-preguntó la señora de
la tienda, una mujer de cabellos grises y permanente mal hecha. Sus
gafas eran gruesas, sus arrugas profundas y sus ropas algo
anticuadas. Sin embargo, tenía un rictus relajado y jamás había
hecho daño a nadie. Era una mujer honrada. Sus viejas manos
señalaban los colores y yo sonreí ante uno rojo, tan intenso como
la sangre.
-El rojo- señalé.
-¿Para tu madre?-susurró envolviendo
con cuidado.
-Algo así.
Salí del centro comercial con aquella
batidora de brazo americano ancho y perfecta con una sonrisa, una de
esas sonrisas que no presagiaban nada bueno. Al llegar a la mansión
escuché rumores que Marius estaba entre los inmortales invitados, lo
sentí y también vi rodeado de mujeres hermosas que lo adulaban. No
me importó ni interesó, porque había algo que tenía que probar.
Ya en el laboratorio coloqué el
aparato en una mesa y grité “¡Feliz cumpleaños Armand!”
mientras arrancaba el papel. Realmente no era mi cumpleaños, pero
siempre me gustaba hacerme regalos. Al abrirla sonreí y corrí a por
hielo, algo de sangre y algunos jugos de color rojizo que pude
encontrar en la nevera. En uno de los botes podía leerse “Tabasco”
y en otro “Fresa con toque Ácido”. Me encogí de hombros
mientras lo echaba y cubría de hielo el aparato.
En ese momento, cuando pulsaba el
botón, Marius apareció rodeándome por las caderas. Besó mi cuello
y empezó a decir halagos en italiano. Sabía que significaba,
Pandora había vuelto a despreciarlo. Sonreí perverso mientras me
giraba para acomodar su corbata negra que destacaba en su camisa
roja.
-Tengo algo para ti- dije con encanto.
-¿Me dejarás pasar una noche
contigo?-preguntó tomándome por el mentón.
-Sí, pero tienes que hacer algo por
mí- pasé mis brazos sobre sus hombros y él intentó alejarse.
-No- dijo mirando de reojo el sorbete
que acababa de realizar.
-Sí, ¿o serías capaz de hacerme daño
con tus negativas?-aquello hizo que accediera.
Unos segundos después se quedó pálido
y corrió al baño. En ese momento me percaté que los vampiros
pueden vomitar y de forma abundante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario